Guardaré las fotos que me tomé con Judith Galarza, con Miguel Ángel Valderrama o con David Cabañas Barrientos –el hermano de Lucio–. Pero son fotos y nada más.
El aire cargado de simbolismos. En el mismo salón en el que Donald Trump ofendió a los mexicanos a invitación expresa de Luis Videgaray Caso y de Enrique Peña Nieto estaban las familias de algunos de los miles de desaparecidos durante las últimas décadas, las más negras en la historia de México. Un salón que Carlos Salinas de Gortari había levantado en Los Pinos para celebrar los 15 años de su hija. Allí, donde se dieron cientos de discursos que nadie recuerda porque estaban dirigidos a ellos mismos.
Y ahora había madres, padres, hermanas y hermanos; hijos de víctimas del abuso del poder: de torturados, de encarcelados, de desaparecidos. De muertos.
Hoy convertido en un Centro Cultural, la Residencia Oficial albergó ayer la entrega del Premio Nacional Carlos Montemayor para los que han luchado desde distintas trincheras por un mejor país. El aire estaba lleno de simbolismos, como digo: hace tan poco tiempo que este mismo espacio era el reino de Felipe Calderón, de Ernesto Zedillo, de Vicente Fox y de los otros; hace tan poco tiempo que era la sede del máximo poder civil y militar. Ahora había familias de campesinos y obreros que en algún momento, en las últimas décadas, pensaron que podían resolver la desigualdad y la pobreza, la injusticia y la marginación tomando las armas. Acabaron donde acabaron. Ayer fueron recordados.
En medio de tantos, un hombre se me acercó. Era Miguel A. Valderrama Espinosa, de Ciudad Serdán, Puebla. Traía en las manos legajos, copias fotostáticas de oficios redactados por él; peticiones dirigidas a autoridades a las que, de la manera más civil, pedía (o pide) que una estatua de Gustavo Díaz Ordaz sea removida por lo que todos sabemos. Fue instalada en la cabecera del municipio antes llamado Chalchicomula de Sesma en los gobiernos del PRI y conservada allí por los del PAN. La estatua ha sobrevivido a dos sismos aunque, curiosamente, uno de ellos hizo justicia a su modo: derribó el monumento y le mutiló el brazo izquierdo. Así sigue hasta hoy.
El Gobierno de ese pueblo cambió con el tsunami electoral de 2018. El actual Alcalde es de Morena: Carlos Augusto Tentle Vázquez. Había prometido remover la estatua del asesino, pero no lo hizo. El expresidente nació ahí, aunque otros dicen que era oaxaqueño. Es probable, porque así son las democracias, que Tentle Vázquez pierda una oportunidad histórica y otro Gobierno se instale, con otros principios y con otras prioridades, y la estatua manca de la izquierda se mantenga ahí en los años por venir. Y es probable que la lucha de Miguel Ángel Valderrama no tenga frutos pronto y él, por su edad, no vea resultados de esa batalla que es la batalla por la memoria: que el remedo de dictador sea derrocado y que en su lugar se coloque una estatua de los jóvenes que asesinó.
Valderrama Espinosa es uno de los movilizados a finales de los años 1960 y los principios de 1970. Era un joven. En aquellos años pensaba en cambiar el mundo y luego vino la represión y el horror se encarnó en sus amigos, sus colegas; en las familias de todos los que estaban cerca de él. En estos años se centró en una sola demanda, que consideró justa: quitar el símbolo de la dictadura; fundir el bronce y darle nobleza al metal. Pero el nuevo Alcalde, supuestamente de izquierda, se arrugó. Perdió su oportunidad con la historia.
Un nubarrón se me acomodó en la cabeza cuando escuché, ayer mismo, a Judith Galarza. Hablaba, todavía en estos tiempos, de que ojalá y les permitan hurgar en los calabozos de los cuarteles militares. Su hermana fue desaparecida por los escuadrones de la muerte y lleva años, décadas exigiendo que aparezca con vida. O que le digan dónde está.
La imagen que tengo de Judith es la de una joven parada en medio de una plaza sin árboles de Ciudad Juárez, con una pancarta y gritando que le devuelvan con vida a su hermana desaparecida el 5 de enero de 1978 y llevada al Campo Militar número 1. Yo era un muchacho, y así la recuerdo. La lucha de Judith la condujo a encontrar a la hija de Leticia, porque cuando se la llevaron estaba embarazada. Leticia era una muchachita embarazada, en manos de las bestias del Estado.
Y ahora Judith Galarza, cubierta de canas, estaba en un salón del Centro Cultural Los Pinos. Gritaba: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”. Todavía no sabe en dónde está su hermana. Todavía pide que revisen bien en los cuarteles. Todavía no tiene la certeza de que la hallará con vida, porque viva se la llevaron. Todavía no sabe si podrá despedirse, cuando le toque, sabiendo que su hermana descansa en algún lugar.
Todo el aire estaba lleno de simbolismos y ya es septiembre, y el cielo gris anuncia otra lluvia en la capital. Dentro de tres años estaremos despidiendo a este Gobierno, el de Andrés Manuel López Obrador, en el que una buena parte de la izquierda ha confiado. Pero los símbolos no acarrean justicia. Los simbolismos son, apenas, paliativos. Y muy pronto se olvidan.
Guardaré las fotos que me tomé con Judith Galarza, con Miguel Ángel Valderrama o con David Cabañas Barrientos –el hermano de Lucio–. Pero son fotos y nada más. Recuerdos de algún momento y nada más.
Sí, qué simbólico estar ahí, en ese salón construido para el disfrute del poder. Pero es poca cosa. Ayer, la compañera Zorayda Gallegos publicó, coincidentemente, que de 2010 a 2021 la Contraloría del Ejército inició 583 procedimientos de sanción y en todo ese tiempo apenas nueve generales han sido castigados. Qué amargos son los datos duros.
Mañana o en tres años el horror puede volver, ¿por qué no? Puede volver o puede simplemente despertar porque no se ha ido. Todo podemos detener, diría mi madre, menos el tiempo. Y ya se fue medio sexenio, quién lo dijera.
El aire cargado de simbolismos. Pero hasta a esos simbolismos se los lleva el viento.
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