12/17/2009


¿Qué democracia?

Adolfo Sánchez Rebolledo

Por fin, luego de varios avisos y adelantos, el Presidente envió al Senado una propuesta de reforma política de fondo que, según sus propias definiciones, persigue dos objetivos centrales: fortalecer el vínculo entre la ciudadanía y el sistema político e instituir mecanismos que permitan consolidar nuestras instituciones. Para lograrlo se enlistan nueve reformas de distinto calado y significación, entre las cuales destacan algunas que ya estaban cantadas, como la relección sucesiva de alcaldes, ediles y delegados; el establecimiento de las llamadas candidaturas independientes para todos los cargos de elección popular, la reducción del tamaño del Congreso, mediante el recorte de los plurinominales y el aumento de los requisitos para mantener el registro de un partido. Se plantea, además, la segunda vuelta para definir las elecciones presidenciales. Asimismo, se propone un mecanismo que fortalezca al Ejecutivo ante el Congreso con la incorporación de la figura de la iniciativa preferente y la posibilidad de que el Presidente haga observaciones parciales o totales a la Ley de Ingresos y el presupuesto de egresos aprobado. Finalmente, se promueve la iniciativa ciudadana y la posibilidad de que la Suprema Corte presente iniciativas de ley en el ámbito de su competencia.

A la espera de un análisis concreto de cada una de ellas, una primera mirada al conjunto nos remite a la tensión, a mi parecer no resuelta, entre la necesidad de transformar el régimen de partidos sin acotar el pluralismo y la apertura a una mayor participación ciudadana en la vida democrática. Tampoco se resuelve el problema de hallar un mecanismo institucional que propicie los consensos entre el Ejecutivo y el Congreso, que resumen en buena medida el interés particular del Presidente en esta reforma. En ambos extremos, la iniciativa titubea, tropieza, pues es obvio que, sin subestimar la importancia de cada medida, éstas no forman un todo coherente. Quiere innovar, pero recae en el conservadurismo, en la defensa –palabras textuales– de las instituciones de gobierno que nos ha legado nuestra historia nacional, sin renunciar a ellas en aras de experimentos inciertos. No se reforma el régimen político y, en cambio, se añaden piezas que, de aprobarse, harán más confuso su funcionamiento. Algunas de las ideas expuestas son simplemente demagógicas. Si consideramos, por ejemplo, la reducción de los plurinominales tendríamos distritos más grandes, legisladores menos representativos, pocos ahorros y, lo peor, como bien lo ha señalado Jorge Javier Romero, la relección (hasta 12 años) con poca representación proporcional puede llevar en muchas zonas del país a convertir a los caciques regionales en jugadores con capacidad de veto, dándole ventaja a los operadores políticos terrestres con mayor capacidad para controlar territorios a través de mecanismos clientelares.

Habrá tiempo de examinar una por una las iniciativas de reforma, aceptarla o rechazarla por sus méritos, pero una primera lectura deja la impresión de que en lugar de tejer una trama institucional adaptada a las cambiantes circunstancias de la realidad política nacional, la Presidencia optó por el camino corto de atender las demandas más publicitadas, es decir, aquellas que por lo general cuentan con el visto bueno del lobby proempresarial y mediático o con la aprobación de grupos de la sociedad civil contrarios a la llamada partidocracia que es, sin duda, el patito feo y el enemigo a vencer en un esquema que, lejos de darle poder al ciudadano refuerza el presidencialismo, limitando la competencia real a una suerte de bipartidismo a la manera estadunidense, que deja fuera de la competencia política institucional a importantes segmentos de la ciudadanía. Durante la discusión de estas iniciativas, habida cuenta la incorporación de las candidaturas independientes, la relección consecutiva y el aumento de las exigencias para el registro de nuevos partidos, el Congreso tendrá que discutir con seriedad si quiere un régimen de partidos donde éstos sean considerados, como hasta ahora, entidades de interés público, o si prefiere otra fórmula que sin duda repercutirá en materias claves como el financiamiento público, el acceso a los medios y un sinfín de asuntos de gran envergadura que por ahora pasan de noche en la iniciativa.

El gran defecto de estas propuestas de reforma es que se elaboran sin hacer explícitos los supuestos que las sustentan. Si se atiende a los considerandos presidenciales, pareciera que el cambio democrático es el resultado del impulso hacia el continuo perfeccionamiento de la legalidad, una suerte de espíritu hegeliano que se introduce en las exigencias objetivas y subjetivas de la sociedad, a la cual le es cada vez más difícil verse representada en determinadas instituciones o autoridades. En lugar de asumir las consecuencia de la crisis del régimen político intentando una revaloración del presidencialismo, de los beneficios o no de parlamentarismo, del federalismo y la separación de poderes, buscando nuevos espacios a la democracia participativa, es decir, leyendo con las claves de hoy la actualidad de la Constitución, la propuesta gubernamental se carga de una intensa retórica ciudadana, sin explicarse cómo y por qué “en los últimos años se ha extendido la percepción de que la política es un ejercicio estéril, que no responde a los intereses ciudadanos y, por el contrario –se afirma en el texto de la iniciativa–, se usa para avanzar intereses personales. La democratización del país generó expectativas que no se han visto satisfechas por su funcionamiento. Hay que cambiar urgentemente esta percepción”.

Pero esa percepción –sería sencillo verlo así– no es el reflejo automático de la imperfección de las normas o de las deficiencias inocultables de algunas instituciones, que sin duda deben reformarse, sino del modo como los ciudadanos se han enfrentado durante las últimas décadas a la razón de Estado, a los fines declarados de la acción pública y a las consecuencias que sobre sus vidas han tenido los actos de autoridad, es decir, al modo como se hace la política y a los fines declarados que ésta dice sustentar en un país que, en efecto, después de varias décadas de esfuerzos cambió en un sentido democrático sin anular por ello las formas más dolorosas de la desigualdad económica, social y cultural, sin elaborar en el camino una nueva moral pública ajustada a las exigencias de justicia, legalidad y equidad que debían presidir toda reforma política verdadera. La propuesta de Calderón parte de que hay un malestar pero desconoce sus verdaderas causas y motivaciones y, lo peor, cree que mediante una cuantas reformas como la relección, las candidaturas independientes o la reducción de los plurinominales (en vez de favorecer la mayor proporcionalidad) desaparecerán los viejos defectos, la desconfianza sustentada en la cultura política dominante. Algunos especialistas ya han señalado ciertas ausencias, como la revocación del mandato, el referéndum y el plebiscito (aunque con limitaciones se considera al referéndum para aprobar las leyes emanadas de las iniciativas preferentes del Ejecutivo). Otros han mencionado que la Presidencia se autoexcluye de la reforma. Pero lo más importante es saber si con las medidas enviadas al Senado se consolida la democracia. Y, en todo caso, ¿qué democracia?

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