9/14/2010

Los ch’ol, de Tila, Chiapas: lejos de las celebraciones
y de la justicia

Magdalena Gómez

Para las luchas territoriales contemporáneas que los pueblos indígenas han emprendido no existe horizonte de celebración, ni centenaria ni bicentenaria, ni siquiera tienen evidencias para hacerlo ante el tercer aniversario de la aprobación de una declaración que les llevó veinticinco años de trabajo para que se aprobara en la Organización de Naciones Unidas.

Los magros informes oficiales sobre la traducción en lenguas indígenas de este instrumento internacional no se compadecen de las realidades que enfrentan los pueblos para hacer valer sus derechos. Sólo un botón de muestra: el pueblo ch’ol, en el ejido de Tila, Chiapas, fue afectado con el despojo de 130 hectáreas de su territorio, ocupadas de manera inconstitucional por el H. ayuntamiento municipal de Tila, a raíz de la publicación del decreto número 72 del 17 de diciembre de 1980, emitido por el gobernador y el Congreso del estado de Chiapas. En su defensa tramitaron un juicio de amparo, el 14 de abril de 1982 (259/1982), ante el juzgado primero, el cual fue resuelto 26 años después de su presentación, el 16 de diciembre de 2008, concediendo el amparo al ejido de Tila y ordenando al H. ayuntamiento municipal de Tila, al gobernador del estado de Chiapas, al Congreso del estado de Chiapas y al Registro Público de la Propiedad y del Comercio la restitución inmediata de las tierras al ejido Tila y la cancelación de todo tipo de escrituras que privatizaran las mismas. Para su fortuna la justicia pronta y expedita que establece la Constitución les favoreció. Se trataba entonces de entrar en la fase de ejecución de sentencia cuando la asamblea general se enteró de que su abogado promovió un incidente de cumplimiento sustituto, lo cual implica que ellos aceptarían un mecanismo distinto a la recuperación de tierras, esto es, una indemnización. Ante ello, encontraron apoyo en el Centro Fray Bartolomé de las Casas para tramitar el desistimiento del referido incidente y, parece increíble, el juez primero de distrito, en acuerdo de fecha 20 de agosto de 2010, les rechazó la petición, colocando su voluntad por encima de la de los titulares del derecho ya reconocido en una sentencia de amparo. En dicho acuerdo se argumentó la denegación en razón de que existe imposibilidad física y material de cumplir con la sentencia, por lo que procede la indemnización por esas tierras y que aceptar el desistimiento implicaría retardar aún más su ejecución en perjuicio de los intereses del ejido de Tila.

Hasta ahora, la defensa se ha basado en la legislación agraria vigente, pues, como bien sabemos, los pueblos indígenas no habían sido reconocidos como tales y su resquicio legal desde 1917 fue el reconocimiento como ejidos o comunidades. Si bien en 1982, fecha del amparo, no existían disposiciones legales en favor de los pueblos, en 2008, cuando se emitió la sentencia favorable, ya se contaba con el Convenio 169 de la OIT, con la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y con el texto de la contrarreforma indígena de 2001, que dice que reconoce autonomía y libre determinación. Toda esa normatividad debe implicarse en las decisiones que se adopten en relación con el pueblo ch’ol; sin embargo, no se está considerando que se está juzgando un caso de defensa territorial, así como de su autonomía. Al restituirles, como corresponde, sus tierras ellos entrarían en un proceso interno de negociación con quienes ocupan actualmente las tierras que les fueron despojadas y lo harían desde una posición de autoridad, que lo son. La lógica del dineroducto para resolver problemas aparentemente agrarios va en contra de sus derechos como pueblos.

Ante el atropello del juzgado primero de distrito, interpusieron un recurso de queja en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual resolvió derivar al tribunal colegiado del vigésimo circuito de Tuxtla Gutiérrez para que decida en torno al recurso de queja. Ojalá tengan en cuenta, como anota su defensa, que se trata de un pueblo indígena con derechos específicos y que impartir justicia es restituirles la porción de territorio que les fue despojado hace 30 años, como ya fue reconocido en la sentencia de amparo en su favor.

Éste es el tipo de conflictos en que siguen inmersos los pueblos indígenas y a los que estaría llamado a aplicarse el derecho del que son titulares. Treinta años después de un despojo siguen peleando y transitando por las muy estrechas veredas que les ofrece la administración de justicia. Por lo pronto, el día de mañana 15 de septiembre de 2010 el pueblo ch’ol en el ejido de Tila emprenderá una movilización acompañado por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas. Ésa será su manera de mostrar que mantiene vivas sus demandas.

Mientras, el Estado mexicano olvida que amplios sectores de la población no encuentran razones para celebrar los saldos de las revoluciones donde sus ancestros fueron carne de cañón.

Atropellos y reparaciones

Editorial La Jornada.
Jacinta Francisco Marcial, injustamente acusada, sentenciada y encarcelada durante cuatro años por el supuesto secuestro de seis policías federales, anunció ayer que interpuso una demanda contra el Estado mexicano por los abusos y atropellos de que fue víctima junto con Alberta Alcántara y Teresa González, quienes en mayo pasado, cuando fueron excarceladas, exigieron una disculpa pública que no se ha producido hasta la fecha. Aunque ninguna compensación pecuniaria o moral restituye años de vida perdidos en la prisión, las exigencias de las tres debieran ser atendidas y satisfechas de inmediato, toda vez que las violaciones a sus garantías individuales y a derechos básicos están fuera de toda duda.

Cabe preguntarse, sin embargo, si es correcto que los abusos cometidos por malos servidores públicos sean compensados con dinero público –es decir, con el dinero de todos– si, al mismo tiempo, como es el caso, los autores de las tropelías disfrutan –como ocurre hasta la fecha– de completa impunidad.

Pero es preciso ir más allá: en la circunstancia nacional actual, el asunto de las tres mujeres indígenas queretanas da pie a la reflexión sobre el gravísimo deterioro de los derechos humanos que tiene lugar en la administración calderonista y que ha afectado a innumerables personas en diversas regiones del país. El abanico de quienes han padecido abusos por alguna instancia de poder o de varias de ellas combinadas va desde los bebés muertos y lesionados en la guardería ABC de Hermosillo y sus deudos y parientes hasta los dirigentes sociales de San Salvador Atenco, víctimas de sentencias desmesuradas y grotescas, pasando por los niños y adultos inocentes acribillados por soldados en diversas carreteras del país, mujeres encarceladas en Guanajuato por abortar, jóvenes asesinados y calumniados de manera póstuma por el Ejecutivo federal, falsos culpables capturados sin orden judicial y torturados para que confiesen delitos imaginarios, comunidades cercadas y agredidas con el consentimiento tácito de las fuerzas de seguridad, usuarios y consumidores de servicios afectados por maniobras fraudulentas o cobros abusivos, y abandonados a su suerte por las autoridades.

En rigor, y en la lógica de un estado de pleno derecho, el enorme cúmulo de atropellos registrado en estos años tendría que dar lugar a una cantidad equivalente de procesos penales contra los servidores públicos involucrados, en un número similar de sentencias condenatorias y, en el ámbito civil, a un monto astronómico de reparaciones e indemnizaciones a favor de los afectados. Si el atropello policial y militar, la acción dolosa de los agentes del Ministerio Público y la prevaricación judicial fuesen sancionados conforme a derecho, las cárceles del país no se darían abasto para recluir a los culpables por las violaciones a los derechos humanos cometidas por autoridades federales, estatales y municipales; si todas las víctimas demandaran al Estado por daños y perjuicios, no alcanzaría el presupuesto público para cubrir las compensaciones procedentes.

Más allá de la paradoja de que buena parte de los abusos de poder, que constituyen por sí mismos hechos delictivos, ocurra en el contexto de la lucha declarada por el actual gobierno en contra de la delincuencia, es claro que la autoridad tiene ante sí la urgente necesidad de poner freno a la proliferación de atropellos cometidos por sus propios empleados, y que debe situar entre sus principales prioridades la erradicación de la impunidad de servidores públicos y la preservación de los derechos básicos de los habitantes del país. En tanto no se proceda en este sentido, la población seguirá percibiéndose, y con razón, atrapada entre una doble amenaza: la que representa la criminalidad, por un lado, y la de unas corporaciones de seguridad y unas instancias de procuración e impartición de justicia que operan, con alarmante frecuencia, al margen de la legalidad y en desacato a sus responsabilidades y tareas básicas.


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