11/19/2010

Que ya se acabe...!



Vitral | Javier Solórzano


Parece que no se van a poder hacer muchas cosas de aquí al final del sexenio, y quizá lo único que nos queda es esperar a que se termine. No es una invitación al pesimismo, más bien es realismo puro. Lo grave es que nada nos garantiza que el futuro medido en sexenios vaya a ser diferente. Por lo pronto, no se ve por dónde pueda cambiar la dinámica de lo que estamos viviendo. El problema en el que estamos es que además de todo lo que nos rodea, no se tiene claro el justo tamaño de lo que pasa. Algunas circunstancias son tangibles: la insuficiente “guerra” contra el narcotráfico; la inseguridad; la desigual situación económica; la inconsistente vida democrática; la falta de reformas de fondo, debido a la actitud protagónica y endiabladamente partidista de los legisladores; la corrupción que llega a permear en casi todos los ámbitos de la vida del país.

Otras situaciones, a pesar de que no son medibles, están ganando su derecho de piso. El estado de animo en el país no ayuda en nada. No es casual ni tampoco es una invención de nadie, digamos que es. No es producto ni de los críticos del gobierno ni de los agrios o malhoras. Hablamos de la esperanza sin tenerla, porque bien sabemos que no se ve la salida del túnel, por más que se asuma la idea del lugar común del “tarde que temprano vamos a salir”. No hay salida, porque lo que estamos haciendo no es lo indicado. La “guerra” contra el narcotráfico ha cobrado al momento 30 mil muertes, y no se ve que se vaya a ganar, es ingenuo pensarlo.

Lo que ha venido pasando nos ha metido en un callejón sin salida. Al enfrentar al narco sin estrategias colaterales, se ha provocado que se presenten fenómenos de descomposición social. Los adolescentes y niños que se están uniendo a la delincuencia organizada, son la prueba de la impotencia de gobiernos estatales y federales. Han sido y son incapaces de abrir espacios de otra naturaleza. Los jóvenes no encuentran otro tipo de motivaciones o razones para hacer algo diferente.

Cursar una carrera, corta o licenciatura, está dejando de ser para muchos la razón de la movilidad social. Hace más de un año estábamos en Apatzingán. Un joven como de 20 años, después de seguirnos insistentemente, se paró ante nosotros y surgió un diálogo bizarro. Más allá de los detalles, lo que nos llamó la atención fue el hecho de que presumiera de manera juguetona su “trabajo”, por el cual ya tenía una camioneta, armas, celular, y la posibilidad de pagar el seguro social de su mamá.

No queremos al país porque no nos gusta, y no nos gusta porque no nos estamos gustando nosotros mismos. No se ve la salida. Lo único que pudiera ser signo de cambio es que termine el sexenio. Suponemos que estrategias y ambientes podrían airearse. Lo delicado es que lo que viene no es para darle rienda suelta al optimismo porque no suena esperanzador. Sin embargo, es la oportunidad de que les digamos a los suspirantes lo que queremos. No vemos otra forma para salir del túnel en el que andamos. Se requiere de un golpe de timón, y se da con la sociedad o incrementaremos nuestra desesperanza, y lo más grave es que seguiremos sin querernos día con día.

¡OOOOUUUUCHCHCHCH!

En pleno Centenario, Marcelo Ebrard está haciendo su fiesta con los alcaldes de, por lo menos 90 países. Junto con la innegable importancia del encuentro está el placeo al cual, por cierto, no está invitado el Presidente.
Fuerzas armadas: reforma indeseable

Editorial La Jornada
El titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, envió ayer al Senado de la República un proyecto de reforma a las leyes Orgánica y de Ascensos y Recompensas de las Fuerzas Armadas para que el personal de servicio adscrito al Ejército y la Fuerza Aérea –ingenieros, arquitectos, médicos, veterinarios, administradores, abogados, entre otros profesionistas con formación militar, así como el personal de intendencia y de transporte– pueda ser reclasificado al manejo de armas e incorporarse a las tareas de combate contra la delincuencia organizada.

Aunque el propio Calderón señaló que la intención de esta medida es mantener la operatividad de los organismos del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicana, es de suponer que, en caso de prosperar, la iniciativa tendrá el efecto contrario: el debilitamiento de los pilares técnico, administrativo y logístico de las fuerzas armadas; la introducción del desorden y el caos en la institucionalidad militar, y el riesgo de una dislocación mayúscula en su funcionamiento.

El argumento de que la reclasificación del personal de servicio ahorrará tiempo y recursos al Estado, toda vez que ya cuenta con formación militar, resulta cuando menos cuestionable: si bien es cierto que quienes se dedican a las tareas mencionadas tuvieron que recibir entrenamiento castrense alguna vez, si la modificación referida resultase aprobada, nada garantizaría que se encontraran en forma y condiciones para combatir cuando fuesen requeridos para ello. La aprobación de la propuesta supondría, pues, un factor adicional de debilidad de las fuerzas públicas frente el poder de fuego de las organizaciones criminales y provocaría un mayor deterioro de las corporaciones militares del país, en un momento en que su sentido y funcionamiento se encuentran distorsionados –con la decisión de mandarlos a la calle a cumplir con tareas que les son constitucionalmente ajenas– y en el que el respeto y la confianza que les dispensó históricamente la población se han empezado a convertir, en varios puntos del territorio nacional, en temor y repudio.

Por lo demás, la afirmación presidencial de que la medida comentada se aplicaría sólo en situaciones de emergencia vuelve a poner en evidencia una desarticulación entre el discurso oficial y la realidad. En el momento presente, la multiplicación de la violencia y las afectaciones a la seguridad pública, la elevada cuota diaria de muertes y otros delitos asociados al narcotráfico, la proliferación de casos de atropellos y asesinatos de civiles a manos de uniformados –policías o militares–, entre otros elementos, configuran una situación de emergencia que no es nueva –se ha mantenido desde que se implantó la actual estrategia de seguridad, hace casi cuatro años– y que no desaparecerá con la intensificación del uso de la fuerza militar para hacer frente a los problemas de seguridad pública y de legalidad. Por el contrario, tal crisis se hará más aguda.

La catastrófica circunstancia nacional hace urgente que el gobierno emprenda un cambio de fondo en su fallida estrategia de seguridad y de combate a la delincuencia, y ello tendría que incluir la liberación de las fuerzas armadas de las tareas policiales que les han sido impuestas. En cambio, la decisión de mantener y ampliar la presencia de la fuerza militar en las calles –para colmo, con la incorporación de personal ajeno a las tareas de combate– pondría a la institucionalidad castrense en el riesgo de una desarticulación y un descrédito mayúsculos.

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