5/16/2011

Crisis constitucional



Ricardo Raphael


Con el paso del tiempo la historia jurídica hablará de la crisis constitucional que hoy está viviendo México y que derivó del uso extraordinario de las Fuerzas Armadas para que desempeñaran tareas que les son ajenas. Sin haber dictado estado de excepción, conforme al artículo 29 de la Carta Magna, soldados y marinos están dedicados a labores que no les corresponden.

Cuando los soldados colocan retenes en las carreteras, como ocurre en Chihuahua, catean las casas de supuestos delincuentes, sin autorización previa de un juez, como sucede en Sinaloa, interrogan presuntos criminales, como pasa en Ciudad Juárez, comenten actos imprevistos por nuestra Constitución.


El principal error jurídico de quien instruyó al Ejército y la Marina para que desempeñaran tales funciones fue no declarar estado de excepción en las regiones donde tales actividades ocurren. Sin embargo, los presidentes en México han tradicionalmente eludido el uso del artículo 29.

Una hipótesis probable para explicar esta omisión podría ser que el Ejecutivo mexicano, de tiempo atrás, suele eludir los costos políticos, nacionales e internacionales, que pagaría por llamar excepción a lo que es francamente excepcional.

Derivado de esta crisis constitucional es que, sobre todo el Ejército mexicano, lleva cuatro años exigiéndole a la clase política una reforma a las normas mexicanas que justifique legalmente las instrucciones dirigidas, po
r su jefe supremo, al conjunto de las Fuerzas Armadas.

Así es como llegamos a las reformas a la Ley de Seguridad Nacional aprobadas por el Senado de la República a finales del mes pasado. En ese acto legislativo se propone incluir, además del estado de excepción, otra figura atenuante que eufemísticamente ha sido denominada como “amenaza contra la seguridad interior”. Con ella se trata de regular la zona gris que existe entre la normalidad democrática y la excepcionalidad prevista en el capítulo de las garantías individuales.

De prosperar esta iniciativa, el presidente de la República —a solicitud de las legislaturas locales y/o de los gobernadores, y con aprobación del Consejo de Seguridad (órgano mayoritariamente integrado por los miembros de su gabinete)— podrá instruir a las Fuerzas Armadas para que suplan en sus funciones a otras autoridades; concretamente a las policías locales y federal.

Si se hubiese aprobado tal cual la minuta votada en el Senado dentro de la Cámara baja, se habría resuelto la crisis constitucional antes descrita. Ora que, por la fecha en que llegó esta iniciativa a la casa de los diputados (dos días antes de que cerrara el periodo de sesiones) y por la extrañísima aparición de otras propuestas, cada una más aberrante que la otra, esa solución quedó aplazada.
La minuta del Senado merece ser atendida en sus propios méritos. De hecho, como lo ha declarado ya antes el diputado Javier Corral, presidente de la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados, ese texto habría de ser la base a partir de la cual se construya la discusión parlamentaria por venir.

Cierto es que mientras más se extienda esta deliberación, mayor será el periodo que dure la irregularidad constitucional que hoy padece nuestro país. Habría de reclamársele a los congresistas mexicanos por haber tardado tanto en atender su más importante juramento: defender la Constitución y las leyes que de ella emanen.

Cabe también pregunt
arnos, desde la trinchera de la sociedad, por qué algunos pecamos de indolencia frente a tan inadecuada circunstancia. Probablemente seamos una democracia muy joven pero la edad ya es suficiente para reconocer una crisis constitucional cuando la hay, lo mismo que para demandar que se ponga un alto.

El rechazo que recibieron las distintas iniciativas de reforma a la Ley de Seguridad Nacional, aparecidas anónimamente en la Cámara de Diputados, y que tenían como pretensión desplazar la minuta del Senado, establece una pauta diferente de acción. Tal impugnación obliga a la toma de conciencia, por parte del conjunto, sobre lo que se ha venido haciendo con la Carta Magna a propósito de la guerra contra el narcotráfico.

Queda sólo esperar que esa tardía reacción popular no vaya a arrojar las soluciones imprescindibles demasiado lejos en el tiempo. Un rápido y amplio consenso son urgentes. Tarea política complicada pero ambos atributos —consenso y velocidad— son indispensables para recuperar la salud de nuestra democracia constitucional.

Analista político

El fondo de la cuestión

Gustavo Esteva

Como se esperaba, las marchas del 7 y el 8 de mayo resultaron impresionantes. Ciudadanos, grupos y organizaciones de los más diversos credos y orientaciones políticas mostraron su aptitud para expresar juntos su digna capacidad de transformar dolor, rabia e indignación en voluntad de cambio.

Hace un par de años, al reflexionar en este espacio sobre lo que estaba ocurriendo en el país, me sentí obligado a citar a Foucault:

La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica.

Se trata de algo peor aún. Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp. 94 y 95), en que los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente. [...] El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente […] y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente.”

Foucault labra así el perfil del monstruo jurídico, que no es el asesino, no es el violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el pacto social fundamental. De este gran modelo que identifica Foucault a fines del siglo XVIII “se derivarán históricamente… los innumerables pequeños monstruos” que pueblan el mundo desde entonces.

Estamos rodeados de esos pequeños monstruos. Los ulises, los peñanietos y los calderones nos han llevado a lo que parece un callejón sin salida. Su despotismo continuo, su arbitrariedad, su ceguera, han creado un estado de violencia permanente. Lejos de servir para desaparecer a los malhechores, su estrategia contra el crimen los ha multiplicado. Y ante nuestros reclamos dicen ciega y cínicamente que tienen la fuerza para continuar la estrategia. El diálogo, para ellos, se reduce a adoctrinarnos.

Cité a Foucault cuando la Suprema Corte discutía un dictamen sobre los hechos de Atenco –que mostraban ya la generalización del comportamiento criminal de las autoridades–. Vivimos en un régimen, dijo la Corte, en que la fuerza pública actúa de manera excesiva, desproporcionada, ineficiente, improfesional e indolente. Como el Estado utiliza a las corporaciones policiacas de manera irresponsable y arbitraria, “de nada sirve que se reconozca, en leyes, en tratados, en discursos, que nuestro país admite y respeta los derechos humanos, si cuando son violados… las violaciones quedan impunes y a las víctimas no se les hace justicia”.

Nos llevaron a un callejón en que hemos quedado expuestos al fuego que se cruza entre los criminales y los déspotas, entre los déspotas accidentales y los permanentes. Se desgarra continuamente el tejido social. No parece posible encontrar una salida en ese territorio en que reina la barbarie. Tenemos que salirnos de él. Es lo que se hizo el pasado fin de semana, cuando el empeño se trasladó al espacio en el que es posible empezar la reconstrucción del país, el espacio en que reina la auténtica democracia: el espacio de los ciudadanos.

Nombrar lo intolerable, señaló en alguna ocasión John Berger, “es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable ha de hacerse algo… La pura esperanza reside, en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos –del pasado y del futuro–. Ésta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables.” Lo mencioné entonces, junto a Foucault. Hoy resulta aún más pertinente. El próximo miércoles, en las oficinas de Cencos, ciudadanos que encarnan esa actitud se reunirán para concebir los pasos que el 10 de junio llevarán a Ciudad Juárez. Muchos más, en otras partes de México y del mundo, estarán en la misma reflexión.

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