7/20/2011

La tormenta que viene



Ricardo Rocha La mala es que cada vez somos más pobres. La peor es que todavía no tocamos fondo. Y la catastrófica es que no hay luz al final del túnel. De ahí nuestra cantaleta de años advirtiendo de los riesgos de la situación cada vez más desesperada de al menos 50 millones de mexicanos en pobreza. Más aún, el agravamiento en los niveles de sobrevivencia de 20 millones, que se ubican en lo que eufemísticamente solemos llamar pobreza extrema y que en cristiano es simple y llanamente miseria; uno de cada cinco mexicanos mordidos por el hambre de cada día. Por eso no sorprenden —sino a los ilusos— los más recientes datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) que señalan que los ingresos promedio de los hogares mexicanos cayeron 12.3% entre 2008 y 2010 según la encuesta nacional que cada dos años realiza el propio INEGI. Y eso que el porcentaje no considera la inflación, porque en términos corrientes el ingreso monetario en los hogares de México cayó 25% en ese mismo lapso. Como cabeceó EL UNIVERSAL, un verdadero desplome. Y más grave, incluso, es que en el decil (10%) más pobre de la población la caída fue de un brutal 37%, lo que significa un ingreso real de apenas mil 292 pesos al mes, mientras que el 10% más rico perdió 27% de ingresos monetarios en el mismo lapso, con un ingreso real de 32 mil 470 pesos mensuales. Lo que pasa es que no es lo mismo prescindir del vino importado para probar el nacional que renunciar al litro de leche de cada mañana. Con lo que no estoy de acuerdo es con la justificación de que todo se debe a la crisis del mismo periodo. Por supuesto que la crisis global nos pegó como al resto del mundo, pero también es cierto que, por lo pronto, en Latinoamérica fuimos los peor librados en el enfrentamiento de la crisis. Veníamos de un gobierno foxista que dilapidó 400 mil millones de dólares de excedentes petroleros en la engorda burocrática y entramos a un gobierno calderonista de cuates y de cuotas en donde, salvo Agustín Carstens —que se fue porque no aguantó los regaños injustificados—, el resto de sus miembros carece de la mínima calidad profesional para enfrentar los problemas. Esto también cuenta. Y tanto, que ahí están los resultados electorales del 2009, ahora del 2011 y los que vendrán en el 2012. Añada usted el costo de la guerra perdida contra el narco —con todo y sus 40 mil muertos—, no sólo en lo que hace a los miles de millones de pesos, sino al desgaste de un gobierno que ha empleado la mayor parte de su tiempo y esfuerzo en ejecutarla y justificarla en lugar de construir el futuro que ya tenemos enfrente. Lo alarmante es que una nueva tormenta se avecina desde el norte. Donde el gobierno de Obama forcejea con el Congreso para obtener un nuevo techo de endeudamiento que le permita pagar a sus impacientes acreedores chinos, europeos y a los propios estadounidenses tenedores de sus bonos. A cambio —siempre hay un pago— de meterle tijera al presupuesto y aumentar impuestos. En cualquier caso el riesgo de una recesión es gigantesco. Ya sabemos lo que nos pasa aquí cuando allá estornudan. Por ello no se requiere de pesimismo para anticipar que una todavía más violenta crisis económica está por llegar. Lo más grave es que seguimos sin entender que la pobreza no es un asunto de conmiseración —pobrecitos los pobres—, sino un asunto de Estado. Y también de mercado: a nadie conviene que haya tantos pobres porque luego quién compra. En cambio, si logramos elevar el nivel general de ingreso fortalecemos el mercado interno. Además, la pobreza tiene un costo descomunal porque nos ata al pasado a través de subsidios en transporte, viviendas misérrimas y camas de hospital por enfermedades evitables si tuviéramos mejores niveles nutricionales entre los pobres. Por eso es urgente consensuar con decisión un nuevo modelo económico propio que nos dé, al menos, posibilidades para los años que vendrán. Como han hecho en Singapur, Corea, Brasil, Chile o Perú. Aceptar que el futuro ya nos alcanzó. ddn_rocha@hotmail.com, Twitter: @RicardoRocha_MX Periodista


Porfirio Muñoz Ledo
Thingvellir o la democracia

Realizo en Islandia un sueño largamente deseado: conocer la cuna de una democracia transparente y precursora. Me da gusto reencontrarme con un antiguo amigo, el presidente Ólafur Ragnar Grimsson. Estoy en la capital más septentrional del planeta. País luminoso, volcánico y calmo. La verdadera región más transparente del aire. El corazón histórico y cultural de la nación es Thingvellir. Espacio rocoso a la vera de montañas filosas en que se reunieron desde el año 930 los representantes de comunidades establecidas a fines del siglo anterior.

Los primeros poderes Legislativo y Judicial reunidos en un plano horizontal. Entre 36 y 40 autoridades locales, frente a un público de observadores provenientes de una confederación en ciernes.
A diferencia de las sociedades tribales que se coagularon en torno a civilizaciones ceremoniales y erigieron estamentos sacerdotales, militares y burocráticos -como en Mesoamérica-, esta organización careció de poder Ejecutivo y por lo tanto sus normas y decisiones quedaban por entero bajo la responsabilidad individual y colectiva. Han pasado muchos siglos sin que esta estructura democrática se altere en lo fundamental. A ello contribuye una cultura igualitaria y una demografía reducida: 319 mil habitantes. Durante el largo periodo en que el país asumió una mancomunidad con Dinamarca, el rey era externo y nunca menoscabó el universo de los derechos ciudadanos y de las libertades públicas. He conversado dos veces con el presidente de este país, que ha lanzado una iniciativa de reformas constitucionales indispensables.

En virtud de las crisis recientes en el plano geológico y financiero -la suspensión de vuelos europeos a causa de las erupciones volcánicas y el colapso del sistema bancario que llevó a las nacionalizaciones- el jefe de estado tuvo que asumir un papel inédito de liderazgo frente a la comunidad nacional e internacional.

Ello debería reflejarse en las instituciones.
Mediante un referéndum se decidieron los trazos de una reforma política. Los ciudadanos eligieron, por lista de preferencias, a veinte personalidades no partidarias para la elaboración un proyecto constitucional. Hoy cenaré con algunos de los principales autores de la iniciativa. Según una profunda tradición parlamentaria nada podría ser más vejatorio que aprovechar la circunstancia para engrosar al Ejecutivo. Sin embargo, es necesario un nuevo equilibrio de poderes que convierta facultades excepcionales en ejercicio natural de la gobernanza. Los diálogos sostenidos nos han llevado a la comparación con la desastrosa experiencia de la reforma política de México. Ajustes marginales, propuestas demagógicas y, finalmente, ningún problema central en el tintero.

En contraste, ha surgido la necesidad imperiosa de modificar nuestro régimen de gobierno en un sentido parlamentario, motivo por el cual he abogado personalmente desde hace más de veinte años.
Inquirido por nuestros medios de información sobre la propuesta de Marcelo Ebrard respecto al establecimiento de un régimen parlamentario en México, he externado mi resuelta aprobación por la propuesta y las razones en que se funda.

Es absolutamente irracional que subsistan gobiernos de minoría -el Partido Acción Nacional obtuvo 22% en las últimas elecciones. La gobernanza del país está fundada en acuerdos subterráneos y corruptos entre dos fuerzas políticas que distorsionan la vida política.
En los tiempos de la alternancia, la parlamentarización del sistema era conveniente y necesaria, ahora es urgente e inaplazable. La clase política del país es de lento aprendizaje por su ignorancia generalizada y sus intereses minimalistas. El despertar de la conciencia pública se concretaría en un cambio fundamental de la relación entre poderes y de éstos con la sociedad. Esta aspiración es hoy ineludible merced a la experiencia catastrófica de los últimos años y a la exigencia externa e interna respecto de la eficacia de nuestro sistema de gobierno. Representaría también la solución a los enfrentamientos dentro de los tres principales bloques políticos.

El vencedor de cada contienda interna sería candidato a la jefatura del estado y el número dos podría encargarse de la jefatura de gobierno mediante la construcción de una mayoría dotada de un programa coherente. Estimo que ésta es la inflexión más importante sobre nuestra definición pragmática y constitucional. Manos a la obra.


Diputado federal del Partido del Trabajo

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