7/21/2011

La pobreza, ¿un problema de percepciones?



Soledad Loaeza

El Inegi dio a conocer recientemente los resultados de su análisis de la evolución del ingreso en el país entre 2006 y 2010 (La Jornada, 16/07/11). Los datos duros muestran el incremento del número de pobres, que entre 2006 y 2008 pasaron de 45 millones a 51 millones de personas, y el desplome del ingreso promedio de los mexicanos en 12 por ciento, entre 2008 y 2010. Esta información es una respuesta casi insolente al Presidente de la República, que todos los días nos reprocha que nos aferremos a percepciones negativas del país, que no veamos las cosas buenas de México (y de su gobierno), y que sólo nos concentremos en las cosas malas que, según él, ocupan un espacio inmerecido –dado que no son necesariamente reales– en los espacios de información.

Ahora el Inegi responde, y demuestra que la pobreza no es un asunto de percepciones, y tampoco de actitudes, sino que es, en buena medida, un asunto de política económica. Para millones de mexicanos la pobreza es una realidad concreta que se materializa todos los días en el hambre, en padecimientos de salud y en enfermedades relativamente sencillas, pero que pueden ser mortales porque no hay acceso a medicamentos o a servicios de salud, en escasez de vivienda, en desempleo, y en una educación que es un lujo incosteable. Siguiendo la línea presidencial, lo cual significó hacer caso omiso de la información oficial, el inexplicable secretario de Economía, Bruno Ferrari, declaró, respecto al reporte del Inegi, que los mexicanos deben sentirse orgullosos de haber logrado la estabilización económica tras la más reciente crisis financiera internacional. Lamentó, sin embargo, que la percepción de los mexicanos esté muy alejada de la realidad (La Jornada, 16/7/11).

No puedo dejar de referirme al secretario de Economía al hablar de percepciones, porque además de la desafortunada declaración que arriba cito, desde 2007 la prensa ofrece un muestrario sin fin de comentarios suyos en el sentido de: Son ustedes unos exagerados. Vamos bien. Me pregunto qué piensan de esta actitud sus compañeros de gabinete que miran con terror cómo el crimen organizado engulle a jóvenes desempleados, cómo las olas expansivas de la violencia amenazan la articulación de las actividades económicas, o cómo los inversionistas extranjeros pasan de frente y sin ver en dirección de China o de Brasil. No obstante todas estas amargas realidades, Bruno Ferrari, atento a las recomendaciones del Presidente, se ha empeñado en ser algo así como el portavoz del optimismo gubernamental, aun cuando para poder hacerlo tenga que cerrar los ojos a lo que pasa a su alrededor. Así, por ejemplo, en febrero de 2010 advirtió que la recuperación económica iba por muy buen camino; en septiembre dijo que la recuperación se palpa en los bolsillos de los mexicanos; y así me podría seguir dando ejemplos de los esfuerzos del secretario Ferrari por construir una percepción alternativa a la que ofrece la realidad; una amable y, desde luego, benévola, respecto a los efectos de la política económica sobre el número de pobres en México y el ingreso de la población.

Me pregunto cuáles pueden ser las motivaciones de esta necedad: a) hacer lo que le instruye el Presidente; b) hacernos creer que algo sabe de economía, sobre todo cuando discute algunos de sus problemas como temas culturales –¿está sugiriendo pasárselos a Conaculta o a la SEP, y en una de esas al SNTE?–; c) hacernos olvidar que él en realidad es teólogo y que aún le reza a Marcial Maciel; d) defender la política de control del gasto, en cuya definición él de todas maneras nada tiene que ver, porque es un tema reservado al secretario de Hacienda, al gobernador del Banco de México y al Presidente de la República.

Supongo que de hacerle la pregunta al secretario Ferrari, su respuesta sería la defensa de la política económica. Sin embargo, después de casi tres sexenios de gasto público restrictivo y de privilegios para la inversión privada –en particular para la extranjera–, el gobierno tendría que hacer una revaluación de una política que no ha propiciado sino un crecimiento mediocre –si acaso–, una mayor concentración del ingreso, así como el incremento de la pobreza. El secretario Ferrari, y el de Hacienda, el gobernador del banco central y el Presidente de la República deben tomar en cuenta los costos sociales que ha tenido una política de la que están tan orgullosos. El problema parece ser que perciben sus efectos desde no se sabe muy bien dónde, porque sus percepciones poco tienen que ver con las de la mayoría de los mexicanos. También tendrían que considerar las revisiones críticas de esta política económica restrictiva que se impuso en casi todo el mundo en los años 80 y 90 del siglo pasado, pero que hace ya varios años ha sido sometida a análisis críticos, por ejemplo, en el Banco Mundial y en el Fondo Monetario Internacional, que hoy promueven políticas de gasto controlado. Más todavía, según comentaristas especializados, Agustín Carstens tenía pocas probabilidades de ser elegido director del FMI, precisamente porque es identificado con la inflexible aplicación de una política de restricción del gasto, cuyos beneficios han sido superados por sus desventajas.

Es cierto que las percepciones juegan un papel central en la economía: la inflación es un fenómeno directamente vinculado a ellas. En política también son cruciales para sostener la estructura de autoridad en una sociedad. Pero en ambos casos las dichas percepciones tienen un sustento en la realidad; no se sostienen en la simple voluntad de creer. Si así ocurre no estamos hablando de percepciones, sino de deseos, de sueños, de fantasías, cuando no de delirios.

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