8/29/2012

Opacidad e irresponsabilidad política



Editorial La Jornada

Ayer, al participar en un foro sobre seguridad, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, lamentó profundamente los hechos ocurridos el pasado viernes en las cercanías del poblado Tres Marías –donde elementos de la Policía Federal y sujetos vestidos de civil dispararon a un vehículo de la embajada estadunidense en México en el que viajaban dos agentes de la Central de Inteligencia (CIA) de ese país y un elemento de la Marina– y dijo que los sucesos los está investigando absolutamente y con todo rigor la Procuraduría General de la República.
 
Dos elementos de contexto insolayables a lo expresado por Calderón son, por un lado, la presencia del embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, en el referido evento, así como las declaraciones de éste respecto de que el gobierno de su país colabora con las autoridades mexicanas en las pesquisas correspondientes.

Resulta inaceptable, de entrada, que a cinco días de ocurrido el ataque la opinión pública nacional aún no disponga de información oficial, clara y precisa sobre los hechos y que el gobierno federal se limite a decir que se está investigando.

La omisión no sólo es preocupante, por la cantidad de puntos oscuros persistentes en las versiones hasta ahora difundidas –como la participación aún no aclarada de presuntos policías vestidos de civil y de vehículos particulares en la refriega–, sino también por las implicaciones que derivan de estos sucesos en lo que se refiere a la coordinación de las instituciones encargadas de salvaguardar el estado de derecho y el grado de vulnerabilidad en que se encuentran los ciudadanos. Si es verdad que el ataque ocurrió en el contexto de acciones de persecución del delito por parte de la PF –como informaron las secretarías de Seguridad Pública y de Marina en un comunicado conjunto–, se asistiría a la exhibición de una corporación policiaca que agrede a tiros cualquier vehículo sospechoso.
En todo caso, es ya inocultable que esa corporación, presentada en otro tiempo como ejemplar y moderna, enfrenta una profunda descomposición institucional que se ha expresado desde hace meses –como se vio con el asesinato de policías federales a manos de sus propios compañeros en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, en junio pasado– y ratificada ayer por el titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Raúl Plascencia, quien destacó que las agresiones de sus elementos forman parte de un patrón de conducta injustificable y que anualmente se reporta un promedio de 2 mil denuncias contra elementos de la PF.

En dicha circunstancia, un punto obligado a aclarar es la ausencia de rendición de cuentas en torno al desempeño del titular de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, sobre quien pesan señalamientos graves de diversa índole y sobre quien recae, ahora, una responsabilidad cuando menos política por lo ocurrido el pasado viernes en Tres Marías, y quien parece, sin embargo, investido de un poder fáctico y de una inmunidad inexplicables.

Por lo que hace a la relación bilateral, el anuncio de una colaboración entre autoridades mexicanas y estadunidenses por el embajador Wayne –en un asunto cuyo esclarecimiento corresponde exclusivamente al gobierno de nuestro país–, en conjunto con los ribetes abiertamente injerencistas que han salido a la luz pública a raíz del episodio –empezando por la presencia de dos agentes de la CIA en compañía de un elemento de la Marina y en dirección a un campo de entrenamiento de esa corporación castrense–, no hace sino refrendar la entrega, por la administración federal en curso de los aspectos más cruciales de seguridad pública y nacional a una potencia extranjera que, para colmo, se ha revelado como aliado poco confiable en las labores gubernamentales de combate a la criminalidad y ha desempeñado una labor de zapa en la agudización de las pugnas existentes entre las distintas corporaciones de seguridad del Estado mexicano.

Tal circunstancia, que coloca al país en una condición similar a la de un protectorado estadunidense, resulta extremadamente peligrosa para la viabilidad de la nación y sus instituciones. Cabe preguntarse a qué grado hubiesen escalado las tensiones diplomáticas y el intervencionismo de Washington en México si la camioneta diplomática atacada no hubiese contado con el nivel de blindaje más alto y si el saldo del ataque hubiese sido fatal.

A menos que quiera incurrir en una irresponsabilidad política mayúscula, el gobierno federal debería reconocer el carácter improcedente de permitir, y aun alentar, la injerencia política, policial, militar y de inteligencia de Estados Unidos en México.

En todo caso, si el gobierno mexicano ha cobrado conciencia de su propia incapacidad para garantizar la seguridad de la población con base en la estrategia de seguridad vigente, lo procedente y necesario sería modificarla, no incentivar en el país una presencia internacional que encarna el riesgo de una mayor violencia, de una pérdida total de la soberanía y de un consecuente desmoronamiento institucional.

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