3/11/2019

Tamaño


León Bendesky


México es un país grande. La economía ocupa, por el producto que genera anualmente y medido por la paridad de compra del peso frente al dólar, el lugar 11 a escala mundial (el 15 en términos nominales). Pero en cuanto al producto por habitante, el lugar es muy inferior (67 y 74, respectivamente).

La consideración del tamaño es compleja, pues abarca muchas áreas de la actividad económica y no puede pensarse sin su manifestación social. El tamaño tiene que complementarse con otros elementos, como pueden ser: la población y su dinámica y composición por edades, la distribución por ocupaciones, la estructura de la actividad productiva, el uso del espacio, la competitividad, la participación en las cadenas globales de producción y las relaciones comerciales y financieras con el exterior. Según el Banco Internacional de Pagos, el peso es la décima moneda más utilizada en las transacciones entre las llamadas economías emergentes.

La relevancia del tamaño es significativa y pareciera que los gobiernos en turno no le asignan el carácter funcional y estratégico que amerita. Esto se asocia con cuestiones de distinta naturaleza y se expresa en las repercusiones de los planes sexenales, presupuestos anuales, las diversas características de las políticas públicas y las decisiones de inversión del gobierno y privada. El efecto se manifiesta en los resultados del crónico magro crecimiento del producto, la magnitud del subempleo y la informalidad, el retraso de la productividad y en la desigualdad social.
Este gobierno no debería caer en este error, precisamente por el ambicioso proyecto de transformación que se ha propuesto y que hasta hoy, ciertamente en el corto periodo que lleva en funciones, no alcanza aún a definir. Las presiones son grandes, los objetivos que se han fijado son ambiciosos. Pero el tiempo pasa y las condiciones económicas tardan en expresarse en el mercado en materia de producción, empleo e ingresos.
Tamaño es poder y éste tiene diferentes expresiones. En los mercados se asocia con el acceso privilegiado y el control de los recursos. El grado de monopolio expresa el poder de las empresas y los bancos. Las empresas medianas confrontan estas desventajas y mucho más las de menor tamaño, hasta llegar a las actividades de los negocios que operan a nivel de subsistencia y sin capacidad para acumular recursos y formar un capital.
Un aspecto que no puede perderse de vista tiene que ver con la dicotomía que se ha planteado de modo muy claro en la concepción política del gobierno. Se trata de la imagen de que este es un país de ricos y pobres.
No es una imagen completa, ni parece que sea útil más que en un sentido político limitado. Las clases medias son el sustento de la actividad económica. En México hay que concebir de modo realista y enfocado a esta masa prácticamente informe, donde hay maneras distintas de generar ingreso, gastarlo, invertirlo y ahorrarlo.
No se trata, ciertamente, de dejar de atender decisivamente a la población con más necesidades insatisfechas y menos oportunidades, pero no es razonable desentenderse del estrato de las clases medias que constituyen una potente palanca para expandir el mercado interno y provocar el crecimiento de la economía, tal como se ha propuesto hacer en este sexenio. Jalar el bienestar puede ser muy distinto que empujarlo.
Para crecer y aprovechar mucho mejor el tamaño de esta economía, con mejores procesos asociados con la productividad, la escala de la producción y la aglomeración territorial, es imprescindible fijar estrategias muy claras, bien planeadas y muy bien ejecutadas sobre proyectos de inversión que generen riqueza y sirvan para potenciar una mayor actividad económica rentable en términos sociales. No es comprensible el desdén con el que se aborda el gasto en investigación y desarrollo científicos (tampoco en materia de cultura).
El gobierno ha planteado explícitamente que la inversión estatal ha de ser más proactiva y junto con la inversión privada provocar más actividad económica. Hasta ahora los proyectos propuestos no cumplen con esos requisitos: no en materia aeroportuaria, no en infraestructura ferroviaria y tampoco y de modo significativo en el campo energético.
En este último la responsabilidad es grande, no sólo por la gran fragilidad del sector petrolero y la emblemática Pemex, sino por la consecuencias de largo plazo de la transición energética que ya está en curso en el mundo. Los países petroleros de Medio Oriente empiezan a invertir en dicha transición; en Noruega está abierto el debate acerca de las decisiones de inversión del fondo petrolero del gobierno hacia otras formas de energía.

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