3/16/2019

Los avatares de ser mujer


Por Carolina Vásquez Araya

Algunos seres humanos vienen con carga adicional desde antes de nacer.

En algunos países, nacer mujer es una maldición para el prestigio de la familia; de algún modo, se considera indicio de “debilidad genética” y se percibe como una mancha en la reputación del hombre, porque una niña supuestamente no aporta a la familia ni a la sociedad. Este desprecio por lo femenino es universal e instaló, a lo ancho y largo del planeta, a lo masculino como la plataforma sólida sobre la cual se eleva la estructura social en todas sus manifestaciones.

Para las mujeres ha sido una ruta llena de obstáculos, miseria y condena moral no solo enfrentar el desafío de la igualdad sino el derecho a desarrollar sus capacidades plenas. Tanto es así que recién en los últimos dos siglos ha sido posible insertar en leyes y tratados los conceptos de equidad, derechos sexuales y reproductivos, penalización de la violencia de género y otras formas de protección dirigidas a garantizar el respeto por los derechos humanos de más de la mitad de la población del mundo.

Sin embargo y a pesar de los avances, no todo está como debe ser. El solo hecho de verse en la necesidad de salir a manifestar a las calles para exigir los derechos que les corresponden –incluso en países desarrollados- es un signo evidente del retraso existente en la ruta de la igualdad de sexos. Los avatares del feminismo comienzan desde la percepción de la sociedad hacia ese movimiento de reivindicación. El rechazo del término “feminismo” como consecuencia de una campaña de descalificación de la lucha por la igualdad, ha encontrado una acogida instantánea en los sectores más conservadores y de poder político, desde los cuales existe una oposición cerrada contra las libertades y derechos de la mujer.  

El sistema de un patriarcado indiscutible y bien enraizado apenas ha comenzado a temblar y eso que ya estamos en el siglo veintiuno, el de las comunicaciones instantáneas, el de la alta tecnología y en donde se supone existen leyes emitidas en función de reducir la brecha. Pero el sistema todavía cuenta con recursos para entorpecer y hacer más difícil la lucha feminista, dada la pobre presencia de mujeres en los organismos legislativos en la abrumadora mayoría de países del mundo. De ese modo, al no poseer voz suficiente para equilibrar las normas y leyes que las afectan, se ven obligadas a manifestar sus exigencias en un ámbito mucho menos seguro: las calles.

Si esta situación de desventaja institucionalmente instalada ha sido un poderoso avatar en contra del pleno goce de derechos para las mujeres del mundo, hay que imaginar cómo afecta a las niñas y adolescentes, cuyo estatus familiar y social está marcado por múltiples obstáculos. Las niñas nacen en un ámbito proclive a la represión y a la negación de acceso a la educación, a la salud y a la seguridad. Son susceptibles de ser agredidas sexualmente en el ámbito doméstico y en aquellos espacios supuestamente protectores, como la escuela o la iglesia. Su voz no incide en las decisiones de los adultos que las rodean por carecer, desde su condición de niñas, de cualquier forma de poder.

La lucha feminista –y el feminismo como concepto- ha sido como abrir brecha a destajo en un terreno sembrado de minas. A las valientes que han precedido les ha tocado cárcel, represión y hasta muerte de las maneras más crueles. Esto, solo por haberse atrevido a exigir lo que les correspondía de la cuota de libertades y derechos humanos. Por lo tanto, el deber de una comunidad sana y solidaria es unirse a esta lucha con la certeza de que, para avanzar como sociedad, es preciso cambiar las injustas y absurdas reglas existentes.

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