3/12/2019

Los mitos de la ciencia y la ingenuidad de los científicos


En estos días que se habla con ardor acerca del papel de la ciencia, y de su hija mayor la tecnología, para el futuro del país, conviene recordar apreciaciones básicas sobre la verdadera función de esta institución llamada ciencia, uno de los mayores pilares de la modernidad que padecemos. Con apenas dos siglos de existencia y en plena sinergia con el capitalismo, los combustibles fósiles, la industria, el individualismo y el patriarcado, la ciencia es la culpable mayor de múltiples beneficios pero también de los principales riesgos, lacras, peligros y amenazas que hoy afectan a la humanidad. Tres son los principales mitos que engalanan a la ciencia contemporánea y que sirven para ocultar su verdadera esencia. El primero atañe a su fetichización. Siempre se tiende a hablar de La Ciencia (con mayúsculas) elevada a una suerte de entidad suprema, en vez de reconocer las diferentes modalidades del quehacer científico cada una de las cuales persigue fines diferentes y hasta antagónicos. Este fetiche se ve acompañado, segundo mito, por la falsa idea de que toda actividad científica es automáticamente benéfica, moralmente buena e ideológica y políticamente neutra. En consecuencia el científico se identifica siempre como un ser virtuoso: santos del conocimiento verdadero, héroes de la objetividad, mártires por la humanidad, abnegados practicantes del experimento. Su mayor virtud, se afirma, es la de haber sometido a la pasión y eliminado a la subjetividad de sus análisis. El tercer mito lo ha descrito con precisión Jorge Reichmann: “El conocimiento científico es un gran bien. Pero ¿cómo pueden tantos investigadores caer en la ingenuidad cientificista de creer que simplemente incrementar el conocimiento conducirá a la mejora de la condición humana? El progreso científico no implica necesariamente progreso humano. Para que se diera progreso humano sería necesario que las comunidades de ese enrevesado simio averiado que se llama Homo sapiens estuviesen en disposición de usar el conocimiento creciente de forma adecuada”.
Estos tres mitos son cada vez menos creíbles por una razón: En los últimos 50 años, la ciencia desarrollada ha sido cooptada, influenciada, dirigida y/o financiada por el capital corporativo que hoy domina al mundo. Los datos de la Unesco indican que la inversión privada se incrementó notablemente en Corea del Sur, China, Alemania, Estados Unidos, Turquía y Polonia. En Estados Unidos hacia 1965 la ciencia académica financiada por el gobierno representaba 60 por ciento y la ciencia corporativa 40 por ciento. Para 2015 ya se había invertido a 30-70 por ciento (Unesco, 2015). La ciencia corporativa mantiene un mundo insustentable al generar gases, líquidos y sustancias tóxicas, fertilizantes químicos, pesticidas, plásticos, alimentos dañinos, medicamentos nocivos, organismos transgénicos, gases de efecto invernadero, y especialmente armas cada vez más sofisticadas y complejas. Sólo las 10 mayores corporaciones de la industria bélica tuvieron en conjunto ingresos anuales de 194 mil millones de dólares (2017), con unos 800 mil empleados, de los cuales 10-20 por ciento son científicos, técnicos e ingenieros. Es probable que la mayoría de los casi 8 millones de científicos que existen en el mundo trabajen ya para las corporaciones. De la misma manera que sucede con muchos gobiernos y empresas, partidos políticos, la Iglesia católica, o la realeza europea, hoy la actividad científica esta teñida de corrupción y desprestigio. Por ejemplo, revistas científicas de larga tradición que han cedido a las presiones de las corporaciones farmacéuticas y biotecnológicas, o el gremio de los Premios Nobel que ha escandalizado con los casos de investigadores racistas (como William Schockley, y el descubridor del ADN, James Watson) o con la carta que firmaron 110 premiados en favor de los alimentos transgénicos y contra Greenpeace (ver).
Es en este contexto que sorprenden por ingenuos los reclamos de más presupuesto para la ciencia o libertad de investigación. En México, la política pública en la materia ha carecido de discusión seria y profunda, y ha seguido los vaivenes marcados por los grupos de poder incrustados en puestos clave del gobierno y de la academia. Grupos que imponen sus líneas de investigación y sus visiones anacrónicas y que, como sucede en la UNAM, buscan controlar áreas como la biotecnología, la ecología, la biomedicina, la química y las ingenierías. Hoy hace falta poner sobre la mesa de discusión los objetivos y la orientación de un Programa Nacional de Ciencia y Tecnología que se ocupe de la resolución de las mayores y más urgentes problemáticas de la nación, sin perder de vista el conflicto que se da entre una ciencia mercantilizada y una ciencia comprometida con el bienestar social y ambiental del país y del planeta. Hoy, la verdadera ciencia se mide por su poder para resolver problemas, no para crearlos. Y este desafío atañe por igual a todas las comunidades científicas del mundo.

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