9/10/2008

Justicia inquisitoria y de clase


José Francisco Gallardo Rodríguez
No es propio de una sociedad sana observar como si nada ocurriera que se sieguen vidas por razones políticas o presumiblemente ligadas al poder, y que esos crímenes permanezcan en la impunidad, porque al trivializar la muerte política la convertimos en una amenaza que puede caer sobre todos. Y eso es lo que precisamente han hechos los últimos gobiernos. Rodeado de policías, Felipe Calderón Hinojosa presentó en 2007 la llamada Estrategia Integral de Prevención del Delito, “a fin de responder a la sociedad mexicana que está harta de la inseguridad”.
Calderón prometió que su gobierno no dará tregua ni cuartel a los enemigos de México, y reiteró que el Estado mexicano tomará nuevamente el control de los espacios que nunca debió perder sobre su territorio. Mismos que la política neoliberal y el gobierno han venido entregando a los poderes fácticos. La estrategia consiste en la instrumentación de una política de prevención del delito, de estrictos controles de la policía, combate a la corrupción y de un sistema único de información criminal.
Otro compromiso del gobierno federal radica en que a través de la Plataforma México se impulse el fortalecimiento de las instituciones en el combate a la delincuencia, la creación del Sistema Único de Información Criminal, generar inteligencia policial mediante el intercambio de información y el diseño de mapas geodelictivos entre las diversas entidades de la Federación. En otro escenario, azuzado por algunos gobernadores y después de que el Congreso de la Unión le pidiera evitar el despliegue del Ejército en la lucha anticrimen y el combate al narcotráfico, replicaba Calderón, “este gobierno no dará ni un paso atrás en la lucha contra la delincuencia organizada, ni en la aplicación de operativos militares”.
Dicho de otra forma, Calderón, en el afán de legitimarse en el poder, decidió resolver por la fuerza la inseguridad que lacera la conciencia ciudadana; una decisión herrada, porque su origen anida en aspectos sociales y de justicia históricamente irresueltos. El asunto de la inseguridad ha sido el tendón de Aquiles de las últimas administraciones y un reclamo constante de la sociedad de que se solucione. Actualmente, México tiene récord mundial en violaciones a los derechos humanos: violaciones a mujeres, desapariciones forzadas, crímenes de lesa humanidad, asesinatos a periodistas y secuestros todos impunes. Muchos de ellos cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado.
Nada de ello conmueve al poder, ni los reclamos sociales, ni los llamamientos de las organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, Cruz Roja Internacional, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Observatorio de Derechos Humanos, Human Rigth Watch e incluso la Organización de las Naciones Unidas.Insensible y mudo se mantiene el gobierno calderonista, después de 4 mil ejecuciones extrajudiciales que van durante esta administración, entre ellas mujeres embarazas y niños, mujeres violadas, desaparecidos, torturados y encarcelados injustificadamente. Un día, la muerte trivializada se endereza hacia el poder y toma lamentablemente la vida del joven Martí. Entonces sí, una sola vida provoca desde el poder minutos de silencio, gritos, lamentos, convocatorias, reestructuras de los órganos de seguridad e iniciativas de ley al Congreso para endurecer las penas en contra de los secuestradores.
Esta actitud manda un mensaje errado a la sociedad: en México tenemos una justicia inquisitoria y de clase, lo cual puede exacerbar más la confrontación que ya existe en la sociedad desde las elecciones del 2 de julio de 2006. Si la estrategia anticrimen no toca a los poderes de facto, no es acompañada de una política económica de empleo bien remunerado, de una política social de combate real a la generalizada pobreza, entre otras, la descomposición moral y material de la nación avanzará, se debilitará más el Estado y la economía dependerá más de los flujos de procedencia ilícita.
La seguridad pública y el orden interno descansan en una buena policía vinculada a la procuración y administración de justicia. La policía no es un mecanismo represivo, sino una fuerza constructora que fomente la convivencia social. La justicia marcha en paralelo con la policía para asegurar un nivel óptimo de civilidad que favorezca el curso de las relaciones de producción, así como las relaciones sociales en general. Una estrategia de seguridad pública, de la cual Calderón es directamente responsable, debe tener como eje el respeto a los derechos humanos; es decir, en la lucha anticrimen debe sobreponerse “la seguridad humana a la seguridad del Estado”. Por otra parte, si no es para preservar la integridad territorial y la defensa de la nación, el Ejército no tiene que ver nada en esta lucha, pues tiene una función constitucional diferente a la de la policía. Involucrar al Ejército en la seguridad pública, desde el punto de vista estratégico, debilita el poder armado del Estado.

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