El próximo 30 de enero habrá elecciones para gobernador en Guerrero. La actual coyuntura política es arrasada por la ola de violencia que en los primeros ocho días de 2011 cobró más de 30 ejecuciones en el puerto de Acapulco. El gobierno de Zeferino Torreblanca estuvo marcado por la narcoviolencia y por el constante golpeteo contra las organizaciones sociales y civiles, que lo emplazaban a cumplir con los compromisos asumidos como candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD).
En su plan estatal de desarrollo (2005-2011), planteó un pacto social democrático para recuperar la confianza de los guerrerenses, pero fue demagogia pura porque en ningún momento se interesó por construir acuerdos y consensos que generaran un ambiente de gobernabilidad democrática y estabilidad social.
De acuerdo con datos publicados por la Confederación Patronal de la República Mexicana, Guerrero ocupa el lugar 31 en el índice de desarrollo democrático. La medición realizada en el rubro del poder efectivo para gobernar ocupa el lugar 30. En los ámbitos social y económico, nos encontramos en el penúltimo lugar nacional, de acuerdo con los siete indicadores del desarrollo democrático: alta tasa de desempleo, miles de hogares en extrema pobreza, alto índice de mortalidad infantil, ínfima inversión en salud, alta tasa de analfabetismo, ínfima eficiencia terminal en secundaria y baja inversión en el campo educativo.
Lo único que propició la alternancia política fue un reacomodo de los grupos de poder que, al estilo de las mafias, se comprometieron a respetar sus intereses económicos, enquistados dentro de las estructuras del Estado.
Paradójicamente, el gobierno perredista le imprimió un sello empresarial a la administración pública y se encargó de abrirle las puertas al capital trasnacional para que invierta en la industria minera, en los grandes negocios inmobiliarios destinados al alto turismo y en la construcción de la presa hidroeléctrica La Parota.
El gobernador no sólo ignoró las reivindicaciones sociales y el respeto a los derechos humanos, sino que endureció su postura y utilizó figuras delictivas para criminalizar a los luchadores sociales. Se olvidó de mejorar las condiciones de vida de la población en situación de pobreza extrema y se empeñó en impulsar la construcción de La Parota como único detonador del desarrollo económico.
El gran déficit de este gobierno es la falta de justicia y el nulo combate a la impunidad y la corrupción en el sistema de procuración y administración de la legalidad. El trabajo de las agencias del Ministerio Público se focalizó a integrar denuncias contra la población que ejercía su derecho a la protesta. Sus expedientes penales están plagados de irregularidades porque se trata de delitos fabricados y de consignas políticas.
Existen más de 250 casos, entre maestros, estudiantes, indígenas, campesinos y colonos, que se documentaron en lo que va de este gobierno, y que tienen que ver con la criminalización de la lucha social. Se trata de estudiantes egresados de Ayotzinapa que se manifestaron públicamente para exigir la creación de nuevas plazas; de maestros de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero que protestaron contra la Alianza por la Calidad Educativa, que es un proyecto, impuesto por el gobierno federal, que busca privatizar la educación. Varias autoridades indígenas que forman parte del Sistema de Seguridad y Justicia Comunitaria, conocido como la Policía Comunitaria, cuentan con órdenes de aprehensión; como también los indígenas del Consejo Regional para el Desarrollo del Pueblo Baatha; los ejidatarios de Carrizalillo; los campesinos del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a La Parota; los indígenas Amuzgos de la radio comunitaria La Palabra del Agua; los campesinos ecologistas de la sierra de Petatlán; los miembros de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa y de la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco del municipio de Ayutla; los miembros de la Asamblea Popular de los Pueblos de Guerrero; el dirigente de la asociación Tierra y Libertad de Teloloapan; los trabajadores del Instituto Nacional de Estadística y Geografía; los mineros de Taxco; los colonos de Puerto Marqués; los opositores a la minera Media Luna; los miembros del Frente Opositor al Muelle de Icacos; los indígenas de Tulimán; el Consejo de Autoridades de los Cinco Pueblos de la Parte Baja de Tecoanapa; miembros del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, y del Consejo Ciudadano de Chilapa, entre otros.
Desde Felipe Arreaga, que fue declarado preso de conciencia por Amnistía Internacional en 2005 y que purgó una condena injusta por más de nueve meses, hasta el encarcelamiento arbitrario del indígena me’phaa Raúl Hernández, quien también fue declarado preso de conciencia por Amnistía Internacional y que obtuvo su libertad el 27 de agosto de 2010 (después de permanecer 16 meses en la cárcel de Ayutla), el gobierno zeferinista siempre mantuvo una postura inflexible: no reconocer la responsabilidad de su gobierno ante estos encarcelamientos injustos; nunca mostró disposición ni voluntad para atender los planteamientos de las organizaciones sociales y civiles. Defendió en todo momento la Procuraduría de Justica y la Policía Ministerial, instancias que más violan los derechos humanos.
Esta lucha frontal que tanto ha dañado a la sociedad y desgastado a las organizaciones, por la judicialización de sus demandas, es una muestra clara del desinterés que existió en esta administración para atender las recomendaciones de los organismos públicos de derechos humanos. Por el contrario, se vulneró la figura del ombudsman y se vilipendió la buena imagen y el prestigio del presidente de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero, el licenciado Juan Alarcón, quien, con valor y dignidad, defendió la autonomía de la institución.
Los cuatro casos de Guerrero ganados en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) son pruebas contundentes de las políticas fallidas del gobierno federal en torno a la militarización. Desde hace más de tres décadas, los guerrerenses han tenido que padecer los estragos del poder caciquil que persiguió y mató a campesinos, maestros y estudiantes. Por su parte, el poder militar, desde esos años, tomó el control de las instituciones de seguridad pública y con el tiempo se ha erigido como la única fuerza que no admite controles ni límites en su actuar, que lo obliguen a respetar los derechos humanos de la población civil. En Guerrero, el Ejército ha cometido graves violaciones a los derechos humanos: desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones sexuales, torturas, allanamiento de morada y detenciones arbitrarias. Sin embargo, las autoridades civiles siguen encubriendo estos crímenes.
Los casos de Rosendo Radilla, Inés Fernández, Valentina Rosendo, Teodoro Cabrera y Rodolfo Montiel nos hablan de un patrón de impunidad persistente en las Fuerzas Armadas Mexicanas que se amparan en el fuero militar.
La ocupación de territorios entre las comunidades indígenas ha sido para generar temor e impedir que los pueblos avancen en sus procesos organizativos autónomos. La estrategia de guerra de contrainsurgencia se sigue aplicando en las regiones donde los pueblos se han asumido como sujetos de derecho y han demostrado su capacidad para autogobernarse.
Con sus cuatro sentencias, la CIDH ha ordenado al Estado mexicano investigar estos delitos y castigar a los militares. A pesar de esta resolución, las autoridades civiles siguen empeñadas en evadir su responsabilidad para no dar el paso que se necesita para transformar nuestro sistema de justicia, hecho para mantener en la impunidad a las autoridades que violan derechos humanos.
La situación de los defensores y periodistas es de alto riesgo en el estado. A pesar de las medidas provisionales otorgadas por la CIDH a 107 defensores y defensoras de Guerrero, no existen avances en las investigaciones, más bien se han multiplicado las amenazas y han obligado a que seis defensores busquen refugio fuera del estado. La oficina de Tlachinollan, con sede en Ayutla, no ha podido ser reabierta porque no existen condiciones de seguridad mínimas para continuar con el trabajo de promoción y defensa de los derechos humanos.
Los asesinatos de periodistas, que suman nueve en lo que va del sexenio, y de dos indígenas defensores de derechos humanos, Raúl Lucas y Manuel Ponce, no son investigados como casos que atentan contra la libertad de expresión y la defensa de los derechos, sino como asuntos relacionados con la delincuencia organizada. La intención es denigrar su trabajo y su honorabilidad. El atentado contra el diario El Sur y la actitud persecutoria contra su director, Juan Angulo, es un indicador funesto de la falta de garantías para ejercer un periodismo libre e independiente. Pesan más las fobias personales que se imponen por encima de las responsabilidades públicas que tiene el Ejecutivo estatal para proteger a quienes se han consagrado al derecho de informar y de defender los derechos.
El caso emblemático de Armando Chavarría, como uno de los crímenes políticos más graves de este sexenio, también ha sido tratado dentro de la línea de la delincuencia organizada, poniendo en duda su trayectoria política. Sin cuidar las formas ni respetar la dignidad de la víctima, las autoridades estatales se han empeñado en presentarlo como un usurpador. Sus familiares no cuentan con las garantías para lograr un debido proceso legal ni para coadyuvar en la investigación; por el contrario, el órgano investigador los trata con desprecio y total desconfianza.
La espiral de violencia que vivimos en nuestro estado es uno de los daños más severos que afecta gravemente la vida de los guerrerenses. Sin medir las fatales consecuencias, el gobernador apoyó incondicionalmente la estrategia del presidente Calderón: utilizar el Ejército para atacar frontalmente al crimen organizado, dejando los demás problemas delictivos y de la seguridad pública supeditados a esta estrategia bélica. Las autoridades se empeñan en mantener y proteger su poder soberano, porque lo que importa es la seguridad del estado, no la seguridad pública, entendida como la protección de la paz pública a través de la prevención y represión de delitos para proteger las garantías individuales y los derechos humanos.
Esta progresiva militarización ha ido aparejada con el avance y fortalecimiento de los grupos de la delincuencia organizada, que ha crecido a la sombra del poder y ha demostrado su capacidad de fuego para causar terror entre la población para supeditar a las autoridades municipales a sus intereses y para tener el control territorial en varias regiones del estado. Esta nueva guerra sucia se libra sin ningún control político; se alienta la confrontación y se promueve el uso violento de las fuerzas del Estado como única salida para contener la violencia del crimen organizado. La seguridad pública en nuestro estado sólo existe en el papel, en la asignación de presupuestos, en la construcción de cuarteles, en la dotación de equipo, de vehículos, en la capacitación y en las reuniones ostentosas que realizan a espaldas de la sociedad para planear acciones que no inciden en la seguridad de los ciudadanos.
La desigualdad en nuestro estado se ha recrudecido con la profundización de los problemas relacionados con el analfabetismo, la mortalidad materna, la desnutrición infantil, el desempleo, el hambre y la expansión del fenómeno migratorio ante la imposibilidad de sobrevivir en el campo. La desatención a la población migrante es una demostración fehaciente de que este gobierno no tuvo el compromiso para implantar una política social que, por lo menos, contuviera o redujera la brecha de la población pobre que no tiene otra opción más que trabajar como jornalero en condiciones de semiesclavitud para los empresarios agrícolas que hacen crecer su fortuna con el sudor y la sangre del trabajo de los indígenas.
La ambición e improvisación de los gobernantes y de los ahora candidatos son un gran peligro para la sociedad porque se aferran a proyectos de desarrollo que fomentan la acumulación capitalista, como si se tratara de proyectos emanados de la sociedad. Los intereses de la clase empresarial son defendidos por los políticos con argumentos etéreos para promover, desde el poder, inversiones millonarias y, de esta forma, controlar el sistema financiero en el círculo cerrado de los grandes capitalistas.
El proyecto hidroeléctrico de La Parota no representa la panacea del desarrollo: es un meganegocio que quiere imponerse en regiones empobrecidas, vendiendo la idea obsoleta de que, con la inyección de millones de dólares destinados al negocio privado de la generación de energía eléctrica, derramará migajas con empleos temporales a los dueños de las tierras, trasformados en mano de obra barata. El desarrollo no puede depender de una hidroeléctrica que, además de causar daños irreversibles y graves conflictos sociales, es un proyecto sin futuro porque tiene corta durabilidad y causaría afectaciones medioambientales. Ésta es la gran mentira que pregonan los políticos ante su incapacidad y compromiso para diseñar un nuevo modelo de desarrollo donde se le garantice a la clase trabajadora un verdadero desarrollo humano.
El escenario de 2011, con una elección en puerta, no despierta grandes expectativas entre los sectores más golpeados y marginados de la sociedad guerrerense. El proceso electoral ha dejado de representar una oportunidad política para que la población pueda manifestarse libremente. La gente tiene claro que el rumbo político por el que se siguen encauzando los candidatos es totalmente contrario a las aspiraciones históricas por las que han batallado muchas generaciones de guerrerenses.
La inautenticidad y la demagogia que se manifiesta en el actuar de los candidatos han sido la causa del descrédito y desencanto que permea en el ánimo de los electores. El malestar de la ciudadanía radica en el abandono y desinterés que han manifestado los gobernantes para atender las demandas sociales. La arrogancia y la ineficiencia de los políticos displicentes han hecho de Guerrero un estado rezagado y truncado en su transición hacia la democracia. Esto quedó demostrado con este gobierno fallido.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
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