3/08/2017

La Iglesia y los derechos humanos de los migrantes



Bernardo Barranco V.
La Iglesia católica mexicana debe afrontar la crisis humana que significa el desafío de la migración bajo los tiempos acechantes de Donald Trump. Los obispos mexicanos deben asumir el tema de las migraciones –así, en plural– como uno de los principales retos pastorales de los tiempos actuales. La migración es un fenómeno complejo que rebasa de lejos sólo la movilidad humana; implica enfrentar las causas que están de fondo: la pobreza, la injusticia y la falta de oportunidades. Engarza un enfoque de derechos humanos: todas las personas son hijos e hijas de la tierra y por tanto de la casa común. Nadie tiene la facultad de rechazar la condición humana por causas de seguridad nacional, raza, cultura ni credo. Las instituciones religiosas, no sólo la católica, tienen en este sentido la obligación moral de confortar y afrontar los derechos humanos de los migrantes porque son parte de la familia humana. El papa Francisco, desde que visitó Lampedusa en 2013, no ha dejado de denunciar las violaciones escalofriantes a los derechos de los migrantes. En su visita a México marcó claramente su distanciamiento del entonces candidato Trump, diciendo en el vuelo a Roma: Una persona que piensa sólo en hacer muros, sea donde sea, y no hacer puentes, no es cristiano. Esto no está en el Evangelio. Los obispos mexicanos deben abordar, por tanto, la migración no sólo desde la dignidad de los connacionales, sino también desde los derechos de los migrantes centroamericanos, sometidos a vejaciones y trato inhumano por nuestras propias autoridades. Si ya existen 70 albergues, como reportaba Alfonso Miranda, secretario general de los obispos mexicanos, hay que construir muchos más. No basta expresar que la Iglesia es la institución que más ha procurado por los migrantes en tránsito; hay que ir mucho más lejos. Se trata también de abordar el fenómeno desde una complejidad regional que involucra no sólo a Estados Unidos y México, sino a todos los países centroamericanos y del Caribe desde donde las iglesias deberán cooperar con espíritu evangélico y con enfoque moderno de derechos.
Desde su campaña, Donald Trump prometió que deportaría a unos 6 millones de indocumentados, de ellos 2 millones con antecedentes criminales, y otros 4 millones que entraron legalmente, pero se quedaron más allá del término permitido por sus visas. Durante los dos gobiernos de Barack Obama, 2009-2017, se ha deportado a más de 2.7 millones de inmigrantes indocumentados sin que hubiera tanto estrépito. La amenaza no son los migrantes, sino los sistemas injustos que crean el alarmante fenómeno del flujo migratorio. Más bien, la migración es un reflejo de sistemas viciados y corrompidos por sus élites. Las iglesias deben recordarnos el derecho de todo ser humano a ser respetado en tanto hijo de Dios y que le sea procurada una vida digna. A través de los años, hemos visto de primera mano el sufrimiento causado por un sistema de inmigración roto, causado por las condiciones estructurales políticas y económicas, que generan amenazas, deportaciones, impunidad y violencia extrema. Esta situación acontece tanto en la relación entre Centroamérica y México como entre EU y México (extracto del comunicado de los obispos que radican entre Texas y la frontera norte de México, 17/2/17, recogido por Rogelio Cabrera, arzobispo de Monterrey).
La crisis humana de la migración es una de las mayores vulnerabilidades de nuestra civilización. En Europa es dramático el exilio masivo forzado por guerras, persecución y pobreza, sólo comparable a las condiciones de la Segunda Guerra Mundial. La migración forzada, cual sea su causa, es una tragedia humana. Como advirtió Francisco en su última homilía en Ciudad Juárez, Chihuahua, el 17 de febrero de 2016: Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado. Frente a tantos vacíos legales, se tiende una red que atrapa y destruye siempre a los más pobres. No sólo sufren la pobreza, sino que además tienen que sufrir todas estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza en los jóvenes, ellos, carne de cañón [...].
Si bien la defensa de los derechos humanos en la Iglesia se remonta en nuestro país al dominico fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) como verdadero precursor moderno, fue a partir de la Segunda Guerra Mundial y de los estragos políticos a los que muchos regímenes laicos habían sometido a la Iglesia que se sensibiliza a la jerarquía católica en Roma. Los derechos ciudadanos comenzaron a ser invocados para obtener mayor libertad religiosa y de enseñanza. Pero el viraje teórico fundamental es el de León XIII (1810-1903), quien replantea en su encíclica Rerum novarum los derechos económico-sociales, en torno de la cuestión obrera, tesis cuestionada por conservadores, porque los derechos humanos no acababan de embonar, porque era fruto del derecho positivo, con matices a la ley natural querida por Dios y custodiada por la Iglesia. De las posiciones católicas en favor de los derechos humanos la más notable fue sin duda la de Jacques Maritain (1882-1973), filósofo católico francés, quien después de la Segunda Guerra Mundial incidió de manera notable en la redacción de la Carta Universal de 1948. El papa Juan XXIII, con la encíclica Pacem in terris (1963), da carta de ciudadanía a los derechos humanos con la sensibilidad católica en los siguientes términos: En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo ser público.
Los obispos mexicanos tienen bajo la era Trump la oportunidad de reivindicar una agenda social y humanitaria en torno a las diferentes aristas, insistimos, del fenómeno migratorio. ¿No se han pronunciado los obispos por ser patrióticos? La Iglesia
debe sumarse a la indignación por la postura antimexicana del gobierno estadunidense e inhibir las expresiones de júbilo que realizan sectores de la ultraderecha católica mexicana que hasta dan gracias a Dios ante ciertas iniciativas de Donald Trump.

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