6/06/2017

La credibilidad de un sistema en el que pierden los ciudadanos



Poco antes de que los comicios locales en cuatro entidades de la federación comenzaran, el presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova, afirmó que lo que más se está jugando en estas elecciones —aunque de manera primordial en las que se celebran en el Estado de México—no son los cargos de elección pública en sí mismos, sino la legitimidad y la credibilidad del andamiaje electoral en su conjunto, de cara a las votaciones federales de 2018. Aunque infortunada, la declaración de Córdova es acertada por varios motivos. El principal de ellos, quizá, es que sin importar por donde se los mire, en los comicios de este cuatro de junio todos los actores involucrados pierden.
Sin orden de importancia, el primero en perder es la autoridad electoral misma. Y es que a pesar de los titánicos esfuerzos de ésta por mostrarse ante la ciudadanía como entramado institucional neutral, justo y apegado a la legalidad que dictan las normas jurídicas que lo rigen; y a pesar aún de las sumas millonarias empleadas para eliminar del imaginario colectivo nacional el recuerdo de ese amargo sabor de boca que dejaron elecciones pasadas —marcadas por la violencia, el acarreo masivo, el dispendio en dádivas, la alteración o eliminación de boletas o la intransigencia ante las violaciones legales cometidas por los partidos políticos, etcétera—, el que la credibilidad del Instituto se resuelva en la determinación del ganador habla, por si propio, de una institucionalidad en la que la ciudadanía sigue observando las más despreciables prácticas del ancien régime: cuando el partido hegemónico (sin importar sus siglas: PNR, PRM, PRI), colonizando todo el aparato estatal, era el único encargado de declararse victorioso —porque nunca se asumió perdedor.
Las posturas, en este sentido, son más claras que nunca: de ganar el Partido Revolucionario Institucional lo único que el INE estaría ratificando es su acción subordinada a los intereses que se aglutinan en aquel partido. La victoria de Del Mazo, aquí, implicaría enviar a la población el mensaje de que nada ha cambiado en realidad, porque lo primero que se observaría es que el Instituto no estuvo dispuesto a permitir que la joya de la corona del priísmose deslizara hacía abajo y a la izquierda. El triunfo del Partido Acción Nacional y del de la Revolución Democrática, por su parte, no cambiaría en nada el panorama, toda vez que desde la firma del Pacto Por México, al asumir la presidencia de la República Enrique Peña Nieto, identificó a éstos dos partidos políticos como meros apéndices del priísmo, ya sin distinciones ideológicas o programitas entre unos y otros.
De frente a tal situación, la victoria de Delfina Gómez se antoja como la mejor posibilidad del INE de lavar su propia imagen y de dar, por lo menos, un poco la sensación de que la alternancia partidista (más nunca democrática) entre derechas (PRI, PAN y PRD) e izquierdas (Morena) también es posible en las grandes competencias por el botín del erario; y no sólo en municipalidades o algunas curules en senadurías y diputaciones, para cumplir con la cuota del color —más añeja que las cuotas de género. La cuestión es que si en el triunfo de Del Mazo el Instituto pierde ante la ciudadanía, en la victoria de Delfina Gómez lo hace ante la maquinaria de la cual dependen los puestos y los sueldos de sus funcionarios. En consecuencia, si el Instituto declara ganador al priísmo, en automático está sancionando que el sucesor de Enrique Peña Nieto en la presidencia de la república sea de su misma extracción partidista; y quién sabe, hasta del mismo seno familiar.
Los siguientes en perder son, por supuesto, los partidos políticos —y aquí pérdida es mera retórica, pues aún después de los comicios sus integrantes mantienen sus privilegios de clase. En las urnas, la derrota del priísmo, la verdad, se antoja distante. Siendo el único partido contendiente con el respaldo del gobierno federal, tanto en el plano del financiamiento cuanto en el de vocería y publirrelacionista oficial, sin mencionar el de cooptador por la vía de los programas de asistencia social: la única manera viable de vencerlo, por parte de la izquierda, es mediante una masiva movilización de sus cuadros y del voto no-partidista.
Por ello, si el priísmo es derrotado en las boletas, esa pérdida se extrapola de inmediato —aunque no de manera directa— a nivel federal. Pero si gana, la derrota es aún mayor, en términos, por un lado, de la renovada desacreditación que conllevaría al sistema electoral en su conjunto; y por el otro, de la profundización en la que se encausarían la violencia, la corrupción, la criminalidad, la pauperización social, etcétera, en la lógica de fortalecer aquellos mecanismos que imposibiliten que cualquier otro partido, de izquierda o de derecha, se vuelva a aproximar tanto a la posibilidad de desbancar al priísmo de sus posiciones clave para mantener su hegemonía en la escala nacional. Una victoria del PRI, hoy, significaría avanzar hacia un punto de no retorno en el que la coerción del voto sólo puede seguir escalando en su violencia, habida cuenta de la desacreditación autoinducida.
Del lado del morenismo la victoria de Delfina Gómez le pinta, tanto al partido como a la entidad, una derrota más atroz que la que sufrirían lasalternativas de derecha. El que Delfina gane la gubernatura no se traduce en que Morena adquiera la capacidad de hacer valer su proyecto electoral con total libertad y un completo despliegue de contenidos. La gestión de Delfina, sin duda, se deberá enfrentar con la resistencia de las municipalidades y las diputaciones que aún sostengan sus antagónicos. Ello, sin sumarle más elementos, conlleva dos posibilidades: primera, se llega a un punto de inamovilidad en la administración estatal; segunda, el enfrentamiento se hace tan descarnado que la asignación de recursos, la implementación de programas etc., profundiza las desgracias de sus gobernados.
Si Morena decide negociar con sus antagónicos ideológicos, priísmo, panismo o perredismo por igual, pierde frente a su electorado menos sectarista; afectando directamente la captación de votos no-morenistas para los siguientes comicios. Es decir, en estricto, estaría validando la posición de sus detractores: que Morena es, después de la demagogia y el populismo de sumesiánico líder, más de lo mismo que ofrecen el PRI, el PAN y el PRD sin tanto drama político —y hasta con un dejo de civilidad y corrección política. Pero si decide la confrontación, antes que la traición de la agenda ideológica y programática con la que se ha vendido como algo distinto al statu quo partidista, la cuestión sería que Morena, en general; y Delfina Gómez, en particular; se estarían enfrentando ante una serie de dispositivos desplegados por PAN, PRI y PRD para hacer notar a la población que, el final del día, Morena no sabe gobernar. Los incrementos de acontecimientos delictivos, del uso de la violencia por parte de cárteles del narcotráfico, la intensificación de operativos castrenses, el desvío de recursos, y hasta el bloqueo de los mismos para impedir el correcto funcionamiento del andamiaje gubernamental de la entidad se antojan el pan de cada día.
Ahora bien, en todos los escenarios anteriores la población resulta afectada, y por ello, son los mexicanos quienes se presentan, en cualquier teatro de operaciones como los actores que más pierde. La cuestión es, no obstante, que al margen de los señalamientos anteriores hay una manera muy propia de la ciudadanía de perder, y de hacerlo de frente a sí misma. Por un lado, si se opta por votar atendiendo a la tradicional maquinaria que despliegan todos los partidos, sin excepción, para movilizar conciencias y boletas —desde monederos rosas, con un sueldazo de poco más de mil pesos mensuales para las amas de casa, hasta calentadores de agua solares, pasando por los vales de despensa, las despensas mismas, la posibilidad de obtener una pantalla plana o de pertenecer al padrón de algún programa social—, la derrota de la ciudadanía redundará en la legitimación de la podredumbre del sistema en su conjunto.
En efecto, lejos de introducir un cambio cualitativo en la manera en que tanto el sistema de partidos cuanto el andamiaje electoral funcionan en el país, el atender a los mecanismos de compra y coacción del voto que emplean los institutos políticos solo viene a rectificar que después de la contienda electoral éstos reproduzcan la misma lógica viciada de la cual la ciudadanía intenta escapar a través de la delegación de su voluntad. En este sentido, su pérdida mayor es la de afianzar la lógica de sujeción a la que se encuentra sometida para permitir que unos cuantos sectores se beneficien como clase privilegiada. Y lo cierto es que castigar a la estructura política nacional con la anulación del voto no hará ninguna diferencia.
Ahora bien, por el otro lado, la ciudadanía también pierde si asume que sólo por hoy, y por los días en los que el sistema le concede el privilegio de votar por un representante público, tiene la potestad de influir y determinar la manera en que su organización política comunitaria se lleva a cabo. El voto, en última instancia, es únicamente una parte ínfima de la enorme responsabilidad y cantidad de acciones que día a día cada habitante del país debe realizar para mejorar su entorno, para ratificar la validez de su vigencia o para modificarla como mejor le convenga. De ahí que la tarea de sufragar y conseguir el triunfo de la opción partidista de su preferencia no sea más que un parpadeo al cual deben seguir una profunda —militante, quizá— actividad ciudadana de control y gestión de la actividad política.
El entramado institucional del Estado mexicano es simplemente demasiado grande y profundo como para que se suponga, ilusoriamente, que el triunfo de una u otra opción electoral bastará para mejorar las cosas, aunque sea sólo en principio. Y por si ello fuese poco, los intereses internacionales —estadounidenses, primordialmente— son tan bastos y con tantos puntos de anclaje que abandonándose a la voluntad de la burocracia nacional para ejecutar el programa ideológico que representa es lo mismo que abandonarse a la colonización de la vida comunitaria por parte de intereses reducidos que ven en la gestión pública nada más que la puerta de entrada para amasar grandes fortunas.
Aunque sean procesos locales, en los comicios de este cuatro de junio se juega mucho más que la pura y simple posición de un gobernador o una gobernadora, de una diputación o una municipalidad. Las partes del conjunto que representa el sistema político mexicano no deben ser leídas como la mera suma de las partes, pues procediendo de esa manera lo único que se logra es validar la renuncia de la población a su potestad para darse la configuración política que más le sirva para alcanzar un mínimo de equidad y justicia

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