6/14/2008

"A la sombra de las revoluciones conservadoras la salud mental se ha convertido en un mercado de la industria farmacéutica"


Entrevista con el psiquiatra Alberto Fernández Liria


Psiquiatra, coordinador de Salud Mental del Área 3 de Madrid y Jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Príncipe de Asturias, profesor asociado de la Universidad de Alcalá y director del Master de Psicoterapia de la Universidad de Alcalá, Alberto Fernández Liria ha escrito numerosos trabajos en revistas científicas sobre psicoterapia, rehabilitación psicosocial, intervención en situaciones de catástrofe y violencia y la trasformación de los servicios de atención a la salud mental. Es autor de diversos libros entre los que aquí destacamos: La práctica de la psicoterapia: la construcción de narrativas terapéuticas, Desclée de Brouwer, 2001 (junto a Beatriz Rodríguez Vega); Habilidades de entrevista para psicoterapeutas. Desclée de Brouwer, 2002 (también junto a Rodríguez Vega) e Intervención en crisis, 2001 (con la misma coautora).

Dicen que Alberto Fernández Liria se hizo psiquiatra para aliviar el sufrimiento humano allá donde se produjese. Quizá por ello un día se fue a la exYugoslavia donde fue herido por una ráfaga de fusil.

¿Tiene algún uso sensato y no hiriente el término “locura”? ¿Existen límites delimitados o zonas de penumbra acotadas entre racionalidad y locura?

El término “locura” tiene varios inconvenientes. Uno es que se consideraba estigmatizante. Probablemente, hoy, “locura” puede tener hasta connotaciones positivas cosa que no ocurre con términos como “psicosis” o “enfermedad mental”. El otro inconveniente es, precisamente, que “locura” puede significar casi cualquier cosa, con lo que es un término poco adecuado cuando necesitamos ser precisos. Y para atender en condiciones a las personas que sufren trastornos mentales, necesitamos ser precisos.

En cuanto a los límites entre los trastornos mentales y la salud mental, como los límites entre la enfermedad y la salud en general, desde luego no son netos porque las sociedades definen en función de muchos factores lo que van a considerar “enfermedad” y lo que no. De hecho la definición de estos límites, y por tanto de los de la actuación de los profesionales de la salud mental, es una de las tareas que habrán de acometerse en el siglo XXI. Pero, en esta polémica, los límites entre la salud y el trastorno mental no se corresponden con los la racionalidad y la locura porque el trastorno mental sólo en muy contadas ocasiones se traduce en una pérdida de la razón.

¿Cómo puede definirse la enfermedad mental? ¿Por qué “mental”? ¿Qué es aquí la mente?

Podríamos preguntarnos también que no es la mente o que es lo no mental. En realidad la distinción cartesiana entre res extensa y res cogitans, entre mente y cuerpo, lo que ha hecho es ponernos las cosas mucho más difíciles a la hora de entender no sólo las alteraciones de la salud mental, sino al ser humano y a los seres vivos en general.

Decía Kraepelin, el que suele considerarse fundador de la psiquiatría moderna, que las enfermedades mentales son enfermedades que tienen síntomas mentales (independientemente de cual sea su causa).

Un delirium, un estado confusional agudo, es un trastornos mental aunque su causa sea una intoxicación, una alteración metabólica o un traumatismo. A principios del siglo XX, Kraepelin no creyó necesario explicar en su tratado a qué se refería el término “mental”.

Hoy el significado del término nos parece mucho menos evidente. Los seres vivos lo son en la medida en la que son capaces de tomar noticia del ambiente en el que viven y de actuar sobre él de acuerdo con lo que perciben, para mantener su existencia. La experiencia de los seres vivos de un determinado nivel (por ejemplo un animal) resulta de la acción conjunta de los seres vivos de un nivel inferior (en ese caso, sus células) que constituyen su soma y orienta una acción en la que el organismo de nivel superior interacciona como una unidad con su ambiente.

La mente sería el proceso por el que se organiza esa acción unitaria del organismo.

Lo que caracteriza al hombre como animal es el hecho de que se desenvuelve en un ambiente que – en palabras del biólogo español Faustino Cordón – es un ambiente “trabado por la palabra”. Dicho de otro modo, el ambiente de un hombre son los otros hombres, con los que se relaciona a través de su conducta específica, el lenguaje. Por consiguiente, su relación con el medio se da necesariamente (o al menos en lo que tiene de específicamente humano) a través del lenguaje.

Vivimos una realidad construida en los términos que el lenguaje nos permite y nos impone. De algún modo vivimos las historias que nos contamos. Y llamamos mente a ese escenario en el que aparecen los pensamientos, las intenciones, las emociones y las narrativas que los organizan de modo que podemos reconocernos como nosotros mismos y reconocer a los demás y al mundo en el que habitamos, dándoles un sentido.

Entonces, ¿cuándo podemos hablar propiamente de trastornos mentales?

Como psicoterapeuta me sirve pensar que hablamos de trastornos mentales en dos tipos de situaciones. En primer lugar cuando las narrativas con las que damos sentido a nuestra existencia no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles, como sucede con las de un paciente esquizofrénico que considera que los demás pueden leerle el pensamiento, que las ideas que le vienen a la cabeza han sido puestas allí por otro o que cree saber a ciencia cierta las intenciones de los demás. Es lo que sucede con los cuadros que llamamos psicóticos. En segundo lugar cuando dominan narrativas que producen un sufrimiento evitable, como las del paciente hipocondriaco, que no puede vivir sin la certeza de que alguna de sus sensaciones corporales no es signo de una enfermedad maligna. Son lo que se han llamado trastornos neuróticos.

Pero el primer criterio –“no son útiles para la cooperación con nuestros semejantes porque no son compartibles”-, ¿no es un criterio de difícil concreción? ¿Cómo podemos saber, sin error o desvarío, que las narrativas de tal o cual sujeto no son compartibles y que no son útiles para la cooperación con sus conciudadanos si el sujeto no corrobora esa intuición nuestra?

En la práctica no es muy difícil ponernos de acuerdo en que un sujeto delira (tiene creencias que, además de no ser compartibles ocupan un lugar central en la organización de su modo de situarse en el mundo) o tiene alucinaciones (percibe cosas que los demás no percibimos), como, en la práctica, tampoco es difícil ponernos de acuerdo en que una u otra cosa están teniendo consecuencias no deseables para él o para los demás en la convivencia con otros. Pero, desde luego, no hay un criterio duro. En último término hablamos de alguien que está excluido de un mínimo consenso que consideramos necesario. Respecto al otro criterio, tampoco hay un criterio duro para determinar cuando un sufrimiento es evitable. Por eso hay una discusión sobre los límites entre los trastornos mentales llamados “comunes2 y la normalidad.
¿Por qué cree que la ciudadanía tiene, digamos, tanto interés en estos temas? ¿Por qué los medios de inculcación de ideas, temas e informaciones suelen cultivar con tan poco pudor estas temáticas?

La importancia que la salud mental ha tenido en el debate social ha sufrido variaciones muy importantes a lo largo del siglo XX. Así, por ejemplo, la introducción del psicoanálisis supuso una auténtica conmoción en los inicios del siglo veinte, las aportaciones de los psiquiatras culturalistas fueron best sellers en los cincuenta, y la voluntad de descifrar el tipo de cuestionamiento de los usos sociales, que encerraba la locura, lo fue en los sesenta y setenta de la mano de los llamados antipsiquiatras, de los reformadores de la psiquiatría o de Michael Foucault y sus secuelas.
En los años ochenta las referencias a la salud o los trastornos mentales fuera de los ámbitos especializados pasaron e ser meramente marginales.

A la sombra de las grandes revoluciones conservadoras, la atención a la salud mental dejó de ser considerada un desafío para el Estado del Bienestar o una fuente de inspiración para el pensamiento crítico para ser contemplada únicamente como un potencial mercado en el que la industria podría realizar beneficios.

El pensamiento psiquiátrico y la actividad de los psiquiatras se supeditaron entonces, sobre todo, a este fin. La salud mental dejó de ser pensada como un logro difícilmente construido con el esfuerzo de las personas y las comunidades, para ser considerada un estado natural sólo amenazado por alteraciones bioquímicas del funcionamiento cerebral que se esperaba que el desarrollo paralelo de las neurociencias pudiera explicar e incluso fotografiar gracias a los también impresionantes avances de las técnicas de neuroimagen.
Los psiquiatras pasamos a ser prescriptores de fármacos, y, en todo caso, testigos y voceros de las bondades de los remedios que se disputaban el nuevo mercado.

Hablaba usted de Michael Foucault y sus secuelas. ¿Qué secuelas son esas? ¿No tiene usted acaso buena opinión de las intervenciones teóricas de Foucault en este ámbito?
No, no quiero decir eso. He sido un lector apasionado de Foucault. Textos como El nacimiento de la clínica o Historia de la locura en la época clásica han sido importantísimos en mi formación. Si tuviera algún reparo respecto a la obra de Foucault, no sería, desde luego, en sus contribuciones a éste área.

Decía lo de las secuelas, sin ánimo peyorativo, para referirme a autores como Robert Castel. De Castel también aprendí muchas cosas. Castel, como Foucault, a mi modo de ver ha sabido mostrar magistralmente como los gestos cotidianos de la atención a la salud mental reflejan los mecanismos del poder en las sociedades contemporáneas. El problema en todo caso es que una cosa es que los reflejen y otra que jueguen un papel importante en sustentarlos. Sinceramente creo que el papel de la psiquiatría y la atención a la salud mental en eso es bastante marginal. Y que, en buena parte, el entusiasmo con que algunos psiquiatras pretendidamente progresistas acogieron la idea tuvo que ver con que, aunque fuera en el reverso tenebroso, nos confería a nosotros una importancia que resultaba un consuelo frente a la modestia que nos impone día a día la realidad de la clínica. A mi me parece que al lado de la escuela, la televisión, la familia, la policía o la cárcel, la psiquiatría resulta bastante prescindible para el mantenimiento del orden.Y esa perspectiva de la que hablaba sigue siendo hegemónica…

Aunque esta perspectiva instaurada en los ochenta siga siendo hegemónica, hoy, tenemos datos suficientes para sostener que ha resultado ser un fracaso: los remedios que se suponía que iban a ser cada vez más específicos para trastornos cada vez más precisamente definidos, han resultado ser todo menos específicos. Recuérdese que los ISRS, los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (cuyo paradigma es el Prozac), pretendían haberse convertido en la “bala de plata” que actuaba contra lo que se suponía que era la alteración específica de la depresión, frente a la inespecificidad de los antiguos – y tan baratos – antidepresivos tricíclicos. Hoy, los ISRS son el tratamiento farmacológico de primera elección de la depresión, pero también del trastorno de angustia, de la ansiedad generalizada, del trastorno obsesivo compulsivo, de los trastornos de la personalidad, de los trastornos del control de impulsos y de otros muchos.

Si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos, los síntomas psicóticos de los trastornos mentales orgánicos y otros, quizás podíamos pensar que, aunque sólo fuera en consideración de lo que podemos aprender de nuestro trabajo como clínicos prescriptores necesitaríamos articular nuestras clasificaciones – o, mucho mejor, pensar en la salud mental y los trastornos mentales – sobre nuevas bases.

En los últimos años se han producido algunas señales de que existe una nueva preocupación social por la salud mental y sus alteraciones al menos en lo que solemos llamar el mundo desarrollado. Sin hacer mención a la proliferación de instrumentos de autoayuda que pretenden responder a la necesidad subjetivamente experimentada por multitudes de preservar su salud mental. Si atendemos sólo a las manifestaciones institucionales encontramos que la salud y los trastornos mentales han vuelto a ser motivo de preocupación política al menos en Europa. Desde la Organización Mundial de la Salud, la Comisón Europea y el Consejo de Europa se han promovido nuevos e importantes documentos con directrices, en base a algunos de los cuales se han firmado en Helsinki acuerdos en los que se han comprometido los ministros de sanidad de la Unión.
Algunos gobiernos, como el británico o los escandinavos, han incrementado los fondos dedicados a la atención a la salud mental y han diversificado el tipo de recursos dedicados a ella de un modo muy significativo, tanto en lo que se refiere a la atención a los trastornos graves como a los trastornos comunes.

La prestigiosa revista médica The Lancet, ha dedicado una serie de artículos haciéndose eco de todo lo anterior y proponiendo vías de actuación a través de una serie de artículos redactados por un llamado Lancet Global Mental Health Group, que reúne a 38 expertos internacionales en el tema que se hacen eco del aforismo de la OMS de “no hay salud sin salud mental”.

Pero de estas informaciones apenas hay noticias en los media…

Los medios de comunicación de masas apenas se han hecho eco de estos movimientos. En los medios, en este momento, lo que aparecen son o secciones de autoayuda o noticias en las que el trastorno metal es tratado de modo absolutamente truculento, sobre la idea absolutamente falsa de que los enfermos mentales son peligrosos (los enfermos mentales graves cometen, en realidad, menos delitos violentos que los ciudadanos que no lo son) o de que los delincuentes de cuyos actos queremos distanciarnos son enfermos mentales, en lugar de simplemente malvados. Probablemente porque aceptar que la maldad existe en nuestra especia y en nuestra cultura, y buscarle una explicación, es más incómodo que atribuir sus efectos a causas que no tienen nada que ver con nosotros.

Déjeme hacerle algunas preguntas sobre lo que acaba de señalar. Las dos primeras. Decía usted que si tenemos en cuenta que, a la vez, a los antipsicóticos responden los síntomas positivos de los pacientes esquizofrénicos, los delirios crónicos, los cuadros maníacos y otros quizás podíamos pensar que necesitaríamos articular nuestras clasificaciones, o pensar en la salud mental y los trastornos mentales, sobre nuevas bases.

¿Sugiere usted entonces que los antipsicóticos no son efectivos para la diversidad de casos tratados con ellos?

En absoluto. Precisamente lo que sabemos –y por eso los utilizamos – es que son eficaces. No dudo de la eficacia de los fármacos, sino de la utilidad de las clasificaciones. Entiendo que las enfermedades no son, como creían a finales del siglo XVII los primeros protopsiquiatras que fueron enviados por el directorio revolucionario a hacerse cargo de los hospitales de París, entidades existentes en la naturaleza cuya diversidad se iba a manifestar ante sus ojos, mediante la observación, como la diversidad de las especies vegetales se había desplegado ante los ojos de Linneo.

Las enfermedades (todas, no sólo ni especialmente las mentales) son constructos que nos sirven para predecir el efecto que pueden tener las actuaciones de los médicos u otros sanadores sobre determinadas formas de malestar para los que una sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre el rol de enfermo

¿Y sobre qué nuevas bases deberíamos pensar entonces los trastornos mentales?

Precisamente sobre esa. Sobre su utilidad para guiar las actividades de sanación. La medicina (como la arquitectura o la ingeniería) no es una ciencia, sino una tecnología (Aunque como toda tecnología pretenda tener un fundamento científico). Y su objetivo no es producir conocimiento sino producir un bien social (en este caso la salud.
Llamamos enfermedad a un estado —involuntario e indeseable— que produce un malestar frente al que una sociedad está dispuesta a articular un procedimiento que incluye exención de obligaciones, provisión de cuidados especiales y actividades de sanación (en nuestra cultura, médicas) encaminadas a resolverlo o paliarlo.
Desde esta perspectiva, la determinación de qué condiciones van a ser consideradas como enfermedad y cuales no, corresponde a cada sociedad. Por eso hay sociedades en las que determinadas condiciones que en otras son consideradas normales (y, a veces, incluso deseables) son consideradas enfermedades.

La delimitación entre la enfermedad en general y lo que no lo es depende, según esto, de una decisión que sería mejor entendida como política o, en todo caso, cultural que como resultado de una investigación científico-natural.
La distinción entre enfermedades diferentes adquiere sentido en la medida en que sirve para poner en marcha distintos procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con los espantos, y qué hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil, o ek ti’ol. Nuestras familias y nuestros médicos saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con la varicela, y qué hacer con el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico. Por eso, aunque tengan el mismo agente causal, la varicela y el herpes zoster son enfermedades diferentes.

Según este modo de ver las cosas, podríamos decir que en nuestra cultura las enfermedades son constructos referidos a condiciones en las que un individuo experimenta un malestar, sobre el que existe un consenso en la idea de que debe ponerse en marcha un procedimiento que incluye la intervención del sistema sanitario, y que permiten hacer predicciones sobre las actuaciones de los médicos.
No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la naturaleza esperando a encarnarse en enfermos. No hay nada más allá de los enfermos. Es la acción de los médicos —y los resultados que se espera emanen de ella— la que distingue unas enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en términos de aquel sujeto que padece un malestar ante el que los médicos indicarían un procedimiento de tratamiento o cuidados.

Si aceptamos esta hipótesis, lo lógico será construir nuestra nosología mirando más a los condicionantes de la intervención que a la observación de los síntomas.
Puede precisar un poco. A qué se refiere con esta última afirmación.

No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han extraviado menos su rumbo que la psiquiatría. Los cánceres de mama no se clasifican por la dureza o la proximidad a la areola del tumor. Se clasifican en grado I o grado n según lo que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos. Y esa clasificación permite determinar cuál es el protocolo que va a aplicarse a un paciente dado y qué cabe esperar que suceda con él (qué parece más probable a la vista de lo sucedido con otros pacientes similares). El pragmatismo de los cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento de la intervención a los síntomas, más que de los síntomas a la intervención.

En psiquiatría sucede hoy exactamente lo contrario. Poseídos por lo que a mi me gusta llamar la ilusión de Pinel (uno de estos prtotopsiquiatras a los que me refería antes) los psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis) dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿la industria farmacéutica, quizás?) encontrará después remedios apropiados. Los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los remedios más específicos (antes señalábamos el caso de los antidepresivos ISRS) han resultado aplicables para cuadros que no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Y esto no ha sucedido sólo con los psicofármacos. Es bien conocido el caso de Cristopher Fairburn, quien para proporcionarse una intervención placebo manualizada con que comparar la terapia cognitivo-conductual de la bulimia nervosa decidió utilizar el manual de terapia interpersonal de Klerman para el tratamiento de la depresión. Lo que sucedió fue que, aunque la terapia cognitivo-conductual producía mejores resultados al terminar las 18 sesiones de tratamiento, los resultados a 6 y 12 meses de las pacientes que habían recibido terapia interpersonal (que seguían mejorando después de terminada la terapia) eran incluso mejores. De este modo, Fairburn descubrió (que no inventó) la terapia interpersonal de la bulimia nerviosa. Algo parecido había pasado antes con un antidepresivo como la clorimipramina.

Podemos congratularnos de tales descubrimientos. Pero, aunque nos sirvan para atender mejor a nuestros pacientes, lo que en definitiva muestran es que en nuestro trabajo como clasificadores no ha respondido a nuestras expectativas. Tendremos que plantearnos que enseñanzas podemos extraer de ello.

Entonces usted cree que la investigación se ha visto dirigida por este prejuicio.

La investigación en el terreno de la psicofarmacología se ha visto relativamente encorsetada por este prejuicio. En el terreno de las intervenciones psicosociales los efectos están siendo devastadores. Guiados por esa idea se pretende organizar la investigación sobre la eficacia de las intervenciones psicosociales (y, posteriormente, establecer su indicación y su pago) a partir de las categorías delimitadas por los flamantes nuevos sistemas consensuados de clasificación. Las diversas listas de psicoterapias empíricamente validadas que han reunido diversos grupos (entre los que destaca la Asociación Americana de Psicología) están configuradas de este modo, y tienen como epígrafes diversas categorías del DSM bajo las que figuran listados de intervenciones que generalmente comienzan con la expresión terapia cognitivo-conductual o terapia interpersonal y acaban con el nombre de la categoría o de una subcategoría.
Hasta que los grupos encabezados por Beck y Klerman (a cuya orientación aluden estos prefijos), decidieron, a finales de los años 70, someter su trabajo a la prueba del ensayo clínico aleatorizado, había un consenso entre los psicoterapeutas acerca de que las categorías diagnósticas, tal y como las dibujaban las clasificaciones, no eran una guía útil para el trabajo práctico con los pacientes. Hoy se han propuesto múltiples sistemas de constructos que sí lo son, y que han conseguido, muchas veces a través de un trabajo finísimo de investigación, dotarse de un respaldo empírico. Pero la falta de correspondencia entre estos sistemas y las clasificaciones al uso hace difícil que este trabajo pueda pasar el filtro que la comunidad psiquiátrica neopineliana se está organizando para imponer, bajo la bandera de la medicina basada en pruebas, a toda información que pueda llegar a sus miembros.
Que las enfermedades son constructos, decía usted, formas de malestar para los que la sociedad ha acordado conceder a quien lo sufre un rol de enfermo. ¿No es esa visión muy idealista, muy sociologista? ¿No olvida usted en demasía la determinación de lo real? No se trata de defender que nuestras teorías son calcos de la realidad pero de ahí a afirmar que la enfermedad es un constructo… Jacques Bouveresse enfermará si le lee y le aseguro que no construirá su enfermedad. ¿No hay ahí un salto epistemológico excesivo? Por otra parte, ¿qué sociedad es esa que acuerda tal cosa?

No creo que sea ni idealista ni sociologista, porque las construcciones sociales no se producen sobre el vacío. Por seguir con su ejemplo, lo que puede sucederle a Jacques Bouveresse (espero que no) o a cualquier otro, es que la emoción de indignación a la que le mueva un texto ofensivo se traduzca en una estimulación muy importante de su sistema autonómico que incluso puede a llegar a alterar de modo irreversible el funcionamiento o la estructura de alguna de las células que constituyen su soma (A esto Faustino Cordón lo llama enfermar de arriba abajo; enfermaríamos en cambio de abajo arriba cuando el mal funcionamiento de algunas células – por la acción de un tóxico, por ejemplo, impide que realicen su necesaria contribución al surgimiento de nuestro organismo animal). Ahora bien, si decimos que esto es “ponerse enfermo” (y no “endemoniarse”, “sentir que uno está en desacuerdo” o simplemente “encenderse de santa indignación”) es porque existe un consenso en llamar a eso enfermedad. Si esto es así a Bouveresse le darán la baja, entenderán que no acuda a una conferencia que tenía programada para hoy, su mamá le llevará a la cama caldito y recortables y le prescribirán un tratamiento parte del cual pagaremos entre todos con nuestros impuestos.


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