9/15/2011

Encerrar al miedo, liberar la paz


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El mundo entero construye cada vez más prisiones y curiosamente no obtiene mejores resultados: todas las formas de violencia incrementan. El presidente Sarkozy gana la primera plana de los diarios anunciando la creación de nuevas cárceles para cubrir un cupo de 30 mil nuevos presidiarios, a la vez su equipo elabora un plan más severo para niños y adolescentes infractores. El gobierno de Gran Bretaña cuenta con dos veces más prisiones que el francés, sin embargo, sigue invirtiendo en el sistema carcelario. En Estados Unidos, el sheriff Joe Arpaio ha ganado gran popularidad entre millones de personas que celebran sus cárceles improvisada en carpas al aire libre, donde fuerza a los presos a utilizar calzones rosas (una perspectiva sexista para hacerlos sentir “maricas”) les encadena, humilla, controla la televisión y ha retirado por completo los gimnasios, prohibiendo así que los detenidos hagan cualquier tipo de ejercicio que desarrollen sus músculos y se sientan fuertes o poderosos. En México y casi toda América Latina, las cárceles estatales y federales están sobrepobladas, lo mismo que en países asiáticos, donde en los alimentos se incluye una droga tranquilizante para evitar rebeliones y peleas de internos.

En el siglo XXI se ha normalizado la crueldad, promoviendo lo que Susan Sontag llamó la estética de la muerte. En países como Brasil, Colombia, El Salvador, Guatemala y México, los medios fomentan y nutren un morbo casi pornográfico de las violencias más extremas. La política ya no interesa, en cambio la violencia vende, ha dicho el director de la revista Proceso (que adquirió prestigio y fama por sus buenos reportajes). Ante las críticas por sus portadas y planas completas de fotografías bañadas en sangre que se asemejan a un expediente del servicio forense, el editor sonríe, asegurando que el público quiere ver eso: cuerpos decapitados, seres humanos desmembrados, close-ups de rostros que muestran el miedo del momento final.

Paralelamente, cada vez más jóvenes cometen delitos por los “diez minutos” de fama mediática. Una trabajadora social de la correccional para menores en Jalisco me asegura que los chavos, privados de su libertad, comparan entre sí cuantas primeras planas obtuvieron con su delito, algunos llevan el conteo que arroja su nombre en Google, otros aseguran que lo más interesante que jamás les sucedió fue verse en un noticiero nocturno nacional. La violencia se convierte en la fuente sobre la cuál elaboran su hombría, masculinidad y poder. La fama, para miles de hombres jóvenes que cometen delitos graves, está directamente relacionada con una gran necesidad de sentido de pertenencia a la sociedad, están urgidos de ser vistos, y todo parece indicar que la única opción que la sociedad les está dando es la de la violencia como camino a la fama, la fama como el reconocimiento de su existencia y valor humano.

Por contradictorio que parezca, los estudios elaborados sobre el fenómeno carcelario en el mundo son demasiado parecidos para ignorarlos. No importa si es un joven francés, mexicano o brasileño, sus argumentos son similares, y lo único que el Estado puede ofrecerles es la prisión, el encierro en edad formativa, rodeados de jóvenes que comparten las mismas debilidades emocionales, la misma ausencia de herramientas sociales para respetar las reglas, las mismas historias de falta de afecto, de cuidados, de respeto de las personas adultas hacia ellos.

Mientras tanto, afuera de las rejas una buena parte de la sociedad elige mirar hacia otro lado, dejarse dominar por el miedo, el racismo, promoviendo la exclusión y el castigo severo, es decir, pidiendo al Estado no que reforme a sus presos, sino que los castigue, que ejerza venganza contra ellos, que los humille, que les haga sentir, al estilo Arpaio, menos que humanos y más como salvajes.

Hace falta detenerse a mirar cómo se produce y reproduce la violencia, cómo se incita, de maneras evidentes o sutiles, cómo se potencia y quién puede detener esa dinámica social aberrante. Basta revisar cómo en México hay un fuerte incremento en los trastornos emocionales relacionados con el caos y el pánico que afectan tanto a las víctimas de delitos como a quienes los cometen. Cada vez encontramos a más personas dispuestas a liberar su ira y a ejercer violencia extrema porque han perdido su centro. La creación de más cárceles no es la solución sino la alarma de un síntoma que estamos obligadas a revisar detenidamente.

En los refugios para víctimas de violencia he atestiguado como niños de seis años son capaces de romper una puerta a patadas, impulsados por una ira aprendida de padres violentos y fortalecida por la impotencia de los malos tratos. En tres meses cambian los gritos por diálogo, las patadas a las puertas por patadas al balón de juego, la frustración aminora al aprender a discernir entre lo que piensan y lo que sienten y la manera en que elaboran el dolor cuando alguien no los trata bien; descubren que la violencia es una elección que se hace voluntariamente a diario, y que quien mejor conoce sus derechos más fácilmente protegerá los suyos y los de otros y otras.

Durante siglos se creyó que los niños y jóvenes aprendían ciertas conductas a determinadas edades y que éstas difícilmente podrían ser afectadas por agentes externos. Hoy los estudios con sobrevivientes de violencia extrema nos muestran no solamente que las personas tenemos diferentes niveles de resiliencia al dolor y al miedo; gracias al trabajo conjunto entre las terapias psicoemocionales y la neurología se puede leer con claridad cómo una persona en la niñez o en la vida adulta, es capaz de transformar la forma en que su cerebro funciona y en lugar de ser esclava de sus emociones, puede ser su maestra (desde la depresión hasta la ira y la rabia).

Por simplista que parezca, la creación de más cárceles, más armas y más represión no harán sino incrementar la violencia hasta que ésta nos avasalle. Porque insistimos en cambiar superficialmente, y no en transformar de fondo. La gente insiste en hablar de mejorar los salarios de los policías para que no se corrompan, pero en realidad sabemos que la gente no se corrompe necesariamente por pobreza o necesidad, sino por la ausencia de valores éticos. Millones de personas pobres y necesitadas podrían robar y no lo hacen, porque tienen principios y valores claros, aun con el estómago vacío. Y aunque es bien cierto que el trabajo de ciertos servidores públicos está sobrepagado y de otros subvalorado, y que no se puede pedir a un policía que arriesgue su vida por 3 mil pesos, el dinero, como hemos visto, no resuelve el problema; así como las cárceles no detienen ni evitan la violencia.

Lo cierto es que le hemos dado demasiado poder a la violencia y muy poco poder real a la paz. Por eso, cada vez más personas desarrollan empatía hacia los agresores, piden muerte para quienes matan y odian a quienes les odian. Sabemos bien que este paradigma social no funciona, que beneficia a los mercenarios del poder, por eso los cambios que siguen proponiendo ante la guerra contra el narco sólo parecen empeorarlo todo.

Seguimos exigiendo que cambien las formas (los barrotes carcelarios como sucedáneo de cambio social), sin embargo en el fondo algo nos dice que si no nos detenemos, miramos el miedo, le ponemos nombre y nos educamos para la paz, no habrá transformación de fondo. Me parece que la gran mayoría de personas, policías y militares incluidos, son potencialmente buenas; hace falta, como los niños en el Refugio, reaprender a ejercer la ética, la bondad y nuestros derechos.

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