1/15/2012

Mar de Historias : Retratos



Cristina Pacheco
Quien vea esta foto dirá que se la tomaron a mi madre en un velorio y no el día en que celebramos aquí su cumpleaños. Mírala y verás que no exagero. Dime si no parece asustada y a punto de llorar. Me duele tanto este retrato que me gustaría romperlo, pero no me atrevo. Además no serviría de nada. Mientras viva jamás olvidaré la expresión amarga en su rostro, el abandono de su cuerpo, el cansancio con que recarga la cabeza en la mano cerrada. Ojalá cuando yo cumpla la edad que ella tiene ahora no vaya a causarles a mis hijos la pena de verme así en una fotografía.

Cada vez que miro ésta me pregunto en qué estaría pensando mi madre cuando se la tomamos. Tal vez en mi padre. Han transcurrido nueve años desde que él murió y ella aún no se resigna. Vive triste, aunque te juro que hemos hecho todo lo posible para que no le falte nada y sepa que no está sola.

Mi marido la respeta y la aprecia mucho. Fue idea suya que mi madre se viniera a vivir con nosotros. No te diré que estaba en las mejores condiciones, pero al menos tenía su cuarto. Imposible instalarla en el departamento porque es muy pequeño, así que le arreglamos muy bien el de servicio. El hecho de que estuviera en la azotea le daba a ella cierta independencia. Además podía bajarse acá a ver la tele, a sentarse junto a la ventana, divertirse mirando la calle o a platicar. Aunque, la verdad, durante el día nunca estamos aquí. Alfredo y yo salimos tempranísimo al trabajo y regresamos tarde. Mis hijos igual.

Comprendo que debió ser muy pesado para mi madre quedarse sola todo el día, pero nunca se quejó. Hizo mal. Debió decírnoslo, pero en vez de hacerlo buscó un asilo y se fue, por más que le rogamos que no lo hiciera. Cuando voy a visitarla le digo que su cuarto la está esperando. No acepta volver. Dice que en el asilo está feliz, porque al menos tiene con quién hablar. ¿No es una reclamación indirecta? Desde luego que sí, y me parece injusta. Ella debería comprender que la vida ya no es como antes ni las familias tampoco. No lo entendió ni lo hará jamás.

II

Un domingo, a la hora de la comida, mi madre nos avisó que ya tenía arreglado el ingreso a un asilo. Para todos fue una sorpresa tremenda. Sentí horrible. Me solté llorando y le pregunté cómo lo había conseguido. Nos dijo que Emita, la enfermera que llegaba cada semana para inyectarla, la había puesto en contacto con la institución en donde trabaja una de sus hermanas. Mi madre le pidió mayores informes y luego ayuda para los trámites. Los hizo mientras nosotros salíamos a trabajar y por eso no nos dimos cuenta de nada.

Le rogué que nos dijera si se iba porque estaba molesta con nosotros o si alguno de mis hijos le había faltado al respeto. Dijo que no, que sus nietos son muy buenos muchachos, pero que le hubiera gustado que se acercaran un poco más a ella en vez de ponerse a jugar con la computadora el poco tiempo que están en la casa.

Alfredo le indicó que ese comportamiento de sus nietos no era razón para sentirse despreciada, ya que con nosotros actúan en la misma forma. Nos ven como si fuéramos transparentes, nos hablan poco y desde que les compramos su computadora rara vez nos preguntan algo, porque allí encuentran respuestas para todo lo humano y lo divino.

Mi madre le contestó algo en lo que yo jamás había pensado: Cuando mis nietos crezcan y quieran saber acerca de sus orígenes, por ejemplo cómo eran sus bisabuelos, a qué se dedicaron, de qué edad murieron y en dónde están enterrados, ¿la computadora les va a responder? Claro que no, y es una lástima, porque son datos muy valiosos para que las familias se mantengan unidas.

III

El sábado que fui a visitar a mi mamá le regalé una copia de esta foto. Desde hace meses se la había prometido y hasta ahora, cuando ya vamos a celebrarle otro cumpleaños, me acordé de llevársela. No pude menos que preguntarle en qué estaba pensando cuando se la tomamos. Me respondió que ya no se acordaba. No le creí. Si algo has tenido siempre –le dije– es buen oído y mejor memoria.

Se quedó muy seria, mirando la foto. Luego me confesó que cada día padece más olvidos. Ella ve esa pérdida como si empezara a desvanecerse y a entrar en su muerte. Más que sus palabras, me asustó el tono en que las dijo. Procuré animarla informándole que hay vitaminas para el cerebro y ejercicios que lo mantienen funcionando: leer, hacer operaciones matemáticas, memorizar, escribir. Se rió. ¿A quién le escribo? ¡Ni modo que a ustedes! Además, una carta tardaría más en llegarles que yo en volver a visitarlos.

Le reclamé que lo haga tan de vez en cuando. Se justificó poniendo como pretexto la distancia, el temor de sufrir uno de sus olvidos y no saber cómo llegar a nuestra casa o reintegrarse al asilo. Me la imaginé caminando sin rumbo y a nosotros buscándola y dejando en los periódicos sus datos personales y su descripción. Pero, ¿cuál? No sé cuánto mide ni cuánto pesa, ni si aún tiene en el vientre la cicatriz que le dejó la operación de la vesícula. Lo más que podría decir es que usa el cabello entrecano muy corto, que de seguro iba vestida con la blusa de flores que tanto le gusta y el suéter gris que le regalamos en su último cumpleaños. Me avergonzó pensar que sabía más de la ropa de mi madre que de ella.

Me di cuenta de que tampoco sé de qué color tiene los ojos. Le pedí que me mirara y me emocioné –así como lo oyes, me emocioné– al notar que son entre verdes y amarillos. Se los elogié porque aún los tiene preciosos. Me dijo que los había heredado de su madre, mi abuela Josefina, de quien yo ignoro casi todo. Con el pretexto de que ejercitara su memoria le pedí que me describiera a mi abuela. Lo hizo como una niña aplicada que lee su primera composición.

Durante mis visitas voy a seguir haciéndole preguntas acerca de los otros abuelos, de los tíos, los primos. Espero que mi madre viva lo suficiente para que, con sus palabras, reconstruya un retrato de familia que no tuve jamás y que, desde luego, no aparece en ninguna computadora.

¿Por qué te estoy contando todo esto? Ah, sí, porque te enseñé este retrato. Aunque a veces lo piense, no voy a romperlo. Un día será todo lo que conserve de mi madre.

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