Este gasolinazo es hijo de la reforma energética que aprobaron casi todos los partidos políticos. A coro, los firmantes la presumieron como la solución para que los mexicanos tuvieran una vida mejor. “Bajarán los precios”, se dijo una y otra vez. Ahora se afirma que es una medida momentánea para llegar a los importes que establezca el mercado internacional, en beneficio de la sociedad.
Lo cierto, empero, es muy distinto. Pemex fue manejada como la caja chica –y la grande– de los gobiernos mexicanos, en cuyo seno nació, creció y goza todavía de cabal salud una inmensa corrupción con muy pocos beneficiarios, como es entendible. El problema nunca fue Pemex, sino cómo se manejó la empresa paraestatal: sin contrapesos internos ni sujeta a las diversas regulaciones que debieron aplicarse. Así que lo hecho, hecho está. Y el PRI, el PAN y el PRD son corresponsables.
Es de llamar la atención que con las elecciones estatales más importantes en puerta –las del Estado de México– se inicie esta escalada de precios. En cualquier otro lugar del mundo eso sería aplicar la lógica del absurdo: el deseo de un gobierno de cometer suicidio, una medida contranatura en la lógica del poder. ¿Por qué las autoridades, entonces, prácticamente empalman estos dos procesos, que si bien formalmente van por sendas separadas tienen una sinergia que impide que cada uno tome su propio rumbo? La respuesta no es sencilla; antes bien resulta sinuosa y complicada.

La explicación simplista sería que en el PRI hay inexperiencia e impericia. Eso, por desgracia, es falso. El PRI y su entorno son un caudal de mañas de todo tipo, y precisamente en el Estado de México han construido una estrategia clientelar efectiva. En el Estado de México, contra lo que pudiera pensar cualquiera, el presidente Enrique Peña Nieto está bien posicionado, a diferencia de lo que pasa en casi todas las entidades del país –empezando por la Ciudad de México, donde el mandatario carece del mínimo reconocimiento.
En estos últimos cuatro años, los datos sobre México que ofrecen diversos estudios internacionales (entre ellos los de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos: oecdbetterlifeindex.org/countries/mexico, y el de la Fundación Heritage: heritage.org/index/country/mexico) revelan cómo el nivel de vida del mexicano promedio va en picada. La degradación se ha acentuado en los últimos cuatro años.
Sería entendible que en ese escenario hubiera descontento social activo y movilizaciones en los más distintos puntos del país. Pero no. No pasa nada. Por el contrario, las más recientes encuestas internacionales ubican a México entre los cinco países con los ciudadanos más felices del mundo (happyplanetindex.org/coun­tries/mexico)… mucho, mucho más que los ciudadanos de Estados Unidos, Japón o Corea del Sur, por citar tres de las principales economías del orbe.
Los estudios sobre el carácter del mexicano no me ayudan ya a entender por qué somos como somos. Por qué ante el agravio reaccionamos con resignación. Por qué ante la injusticia volteamos la mirada para no ver las cosas que pasan. Por qué incluso en Xalapa, Veracruz, quienes protestan contra las deudas que dejó el gobierno de Javier Duarte son vistos con desdén y molestia por los xalapeños, como si se tratara de delincuentes y no de víctimas de la gestión más corrupta en la historia contemporánea de México.
La tolerancia social al atraco es tan elástica que revela problemas básicos de cultura cívica. Esa conducta adaptativa parece no corresponderse con los datos objetivos de la realidad. Ello pudiera ser un mecanismo de defensa psicológico, que prefiere matizar los impulsos que recibe el cerebro del exterior para no estallar, para no quejarse en público. Por eso probablemente quienes piensan que México va a despertar ante la inequidad y la injusticia seamos sólo unos cuantos que no podemos quedarnos callados ni ser felices con lo que pasa a nuestro alrededor. Tal vez, ingenuamente, queremos salvar a una sociedad que no quiere ser salvada. ¿Será? l
@evillanuevamx
ernestovillanueva@hushmail.com