5/14/2017

Mar de Historias: La practicante



Cristina Pacheco
Después de una semana muy problemática en el trabajo, el viernes por la noche decidí desconectarme del mundo, apagar mi cel, no abrir la puerta. Pensaba darme un baño y comer algo ligero en mi cuarto viendo una película que me hiciera olvidarme de todo.
Al bajar del Metrobús recordé que ya no tenía champú. Me detuve en la farmacia. Las únicas clientas éramos yo y una mujer mayor parada frente a los anaqueles de perfumes y lociones. Eligió una. Al tomarla se le cayó de las manos. De inmediato inundó el local un olor que me resultó familiar. La mujer, casi llorando, se deshizo en disculpas y ofreció cubrir el importe de la loción. El responsable en turno le pidió que no se preocupara, un accidente le sucede a cualquiera. Sobre todo a quien tiene mi edad y artritis, le respondió la desconocida, ya rumbo a la salida.
Todos la seguimos con la mirada. La cajera opinó que una persona tan mayor no debería salir sola. El mensajero aclaró que la señora vivía cerca; él a veces le llevaba pedidos. Sentí tranquilidad y fui a mi asunto. De paso a la sección de productos para baño quedé sorprendida ante la cantidad de cremas y sueros para combatir las arrugas, la flaccidez, las líneas de expresión. Lamenté que no hubiera algo semejante para borrar las experiencias desagradables.
Un minuto más allí y caería en la tentación de comprar por lo menos una bruma refrescante. Rápido elegí mi producto. Cuando llegué a la caja vi en el cesto de la basura los restos de la botella con la etiqueta Loción Maja. La figura de la manola y el olor persistente en el aire me devolvieron el recuerdo de la señorita Aurora.
II
La conocí en cuarto de primaria. Aquel año ella formaba parte del grupo de practicantes: normalistas que a lo largo de dos semanas substituían a nuestros profesores a fin de ejercer sus conocimientos y medir su habilidad para controlar a grupos mixtos, formados por hijos de comerciantes y obreros.
Los practicantes eran muy jóvenes, casi todas mujeres, con poca o ninguna experiencia en el aula. En el momento de conocerlas les demostrábamos nuestra antipatía por considerarlas intrusas llegadas a interrumpir el trato familiar con nuestros maestros.
El viernes anterior a la aparición de nuestra practicante, la maestra Eva nos pidió tratarla con el mismo respeto que a ella, poner atención a sus explicaciones, quedarnos calladitos, contestar a sus preguntas y mostrarnos amables para que se llevara una buena impresión del grupo y de la escuela.
Terminó su breve discurso al mismo tiempo que oímos la campana indicando la hora de salida, pero no mostramos el entusiasmo ni la precipitación de otros viernes. Estábamos desolados sólo de imaginar que el lunes ocuparía el escritorio de la maestra Eva una extraña de quien no sabíamos ni el nombre.
III
Me llamo Aurora. Estaré con ustedes por dos semanas. Espero que en ese tiempo lleguemos a ser buenos amigos. Voy a pasar lista. Les pido por favor que cuando escuchen su apelativo se levanten para que vaya conociéndolos.
Quien dijo esas palabras era nuestra practicante. Una muchacha de ojos garzos, cabello rizado, mediana estatura. Iba vestida con su uniforme azul y de su persona emanaba un olor muy agradable y fresco. (Luego supe por ella que era a loción Maja.)
Con voz incierta, la señorita Aurora comenzó a pasarnos lista: Armenta Vidal Lucila. Bonilla Tizcareño Rafael. Carmona Hernández América... Al fin llegó al último nombre: Zambrano Pérez Luis Antonio. Sorprendida por no escuchar la clásica respuesta de presente, nos miró en espera de una explicación. El único que habló fue Mercado: Zambrano siempre llega tarde y falta mucho porque trabaja con su tío en el rastro. Y su papá es bien borracho, agregó Peláez con un dejo de burla que desató risitas.
En vez de hacer comentarios, la señorita Aurora explicó su esquema de trabajo: revisión de la tarea, estudio de las materias correspondientes al programa y dictado. Después del recreo tendríamos lectura en voz alta y 15 minutos de conversación. Al advertir nuestro desconcierto sonrió: Se trata de que platiquemos de nuestras cosas. Y eso, ¿para qué?, preguntó Mercado. La señorita Aurora guardó sus cosas y nos pidió que saliéramos al recreo.
V
Las dos semanas que la señorita Aurora estuvo con nosotros se pasaron volando; fueron muy agradables y sorprendentes: memorizamos poemas, aprendimos canciones, dramatizamos nuestras lecturas escolares, hicimos viajes imaginarios en el mapamundi y, gracias a los 15 minutos de conversación, los alumnos del 4o C llegamos a entendernos mejor. Nadie volvió a hacer mofa de Zambrano.
El último viernes que la señorita Aurora nos dio clases, todos la acompañamos a la parada del camión. Le aseguramos que íbamos a extrañarla. Sonrió y dijo que, con suerte, al año siguiente podrían mandarla a nuestra escuela. Tan remota posibilidad nos alegró, pero hubo lágrimas.
Al abrazarla para despedirme de ella percibí el olor de su loción Maja, el mismo que siguió flotando en el aula durante algunos días, luego fue haciéndose más tenue y desapareció.

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