La lista es interminable. Los incidentes violentos ya no son exclusivos de algunas entidades, sino que incluyen a las grandes metrópolis. No son únicamente los territorios bajo el control de la delincuencia organizada; ahora se extienden a todo el país, incluyendo la capital; pero también las otras dos grandes metrópolis (Guadalajara y Monterrey) sufrieron acontecimientos que las convulsionaron.
El año 1994 (cuando se realizó la elección presidencial para suceder a Carlos Salinas de Gortari) es recordado como uno de los más convulsos, puesto que se inició con el alzamiento zapatista en la sierra chiapaneca; en marzo siguiente se perpetró el asesinato del candidato presidencial del PRI a la Presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio, y posteriormente el homicidio de quien se perfilaba como coordinador del grupo parlamentario del PRI en la Cámara de Diputados, José Francisco Ruiz Massieu, cometido unos días antes de su toma de posesión como legislador.
En 1996, poco más de un año después de la llegada de Ernesto Zedillo a la Presidencia, el país presentaba una tasa de homicidios de 14.505 por cada 100 mil habitantes, y un año más tarde, cuando se celebró la primera elección legislativa en la que el PRI no obtuvo la mayoría de diputados, la tasa bajó a 13.552. Para 2000, cuando se dio la primera alternancia en la Presidencia de la República, la tasa bajó a 10.737 y se mantuvo con algunas fluctuaciones hasta el final de sexenio, en 2006, cuando reportó 10.452.
Dicho indicador bajó a 8.867 en 2007, primer año del sexenio de Felipe Calderón y cuando se inició la guerra contra la delincuencia organizada tras el envío del Ejército en diciembre de 2006 a Michoacán.
A partir de ese momento la tendencia se revirtió y la violencia se desató: en 2009, año de la elección intermedia en la que se renovaba la Cámara de Diputados, la tasa de homicidios llegó a 19.803, es decir, más del doble que la de dos años antes. Para 2012, cuando se celebró la elección presidencial que dio paso a la segunda alternancia en el Poder Ejecutivo, con la elección de Enrique Peña Nieto, postulado por la coalición conformada por el PRI y el PVEM, la tasa ya se ubicaba en 25.967, que si bien era más del triple que la de 2007, era menor que la de 2011 (27.213).
En los dos primeros años de este gobierno se mantuvo la disminución de la tasa, pero a la mitad del mandato, en 2015, se revirtió dicha tendencia y se ubicó en 20.762. Para 2016 se ubicó en 24.559, y el año pasado, tras un incremento de 23% en los homicidios dolosos, la tasa debe ubicarse arriba de 28 homicidios por cada 100 mil habitantes, es decir, por encima de los 27.213 de 2011, que era el porcentaje más alto hasta entonces.
A juzgar por los primeros cuatro meses de 2018, la tasa de homicidios dolosos en este año electoral superará los 30 asesinatos por cada 100 mil habitantes y probablemente se ubique en casi cuatro veces la tasa de 2007, con lo cual se habrá cuadruplicado en sólo 11 años.
En las dos colaboraciones anteriores (Proceso 2167 y 2168) me ocupé de los homicidios de políticos y periodistas, dos grupos especialmente golpeados por la violencia, junto con los activistas sociales –particularmente los defensores de derechos humanos–, que también han sido muy vulnerados. Sin embargo, como puede verse en los párrafos anteriores, aunque hay algunos grupos más lastimados, la violencia golpea gravemente a toda la población.
Los procesos electorales catalizan muchos de los procesos de la vida pública por el dinamismo que en ella introducen, y es evidente que sucede lo mismo con la violencia. La delincuencia organizada intenta incidir hoy, de muy diversas maneras, en los procesos electorales: financiamiento a las campañas electorales, postulación de candidatos a puestos de elección, eliminación de candidatos que les pueden resultar incómodos o que son promovidos por grupos opuestos y, desde luego, también con presiones a la ciudadanía para que vote por determinados aspirantes, rechace a otros o simplemente no acuda a las urnas.
Las presiones a la ciudadanía se manifiestan de diversas maneras, pues en comunidades pequeñas llegan a la amenaza colectiva, a indicarles cuál es el candidato que debe ganar o cuál debe perder, y la ciudadanía no se atreve a desafiar a los grupos delictivos por temor a las represalias. En las grandes ciudades la operación es muy distinta e implica presionar directamente a los candidatos o bien elevar los niveles de violencia que se viven en las urbes, provocando temor entre los electores a fin de inhibir el ejercicio de su derecho y obligación de sufragar.
Pero los miembros de los poderes fácticos también pretenden incidir en los procesos electorales y, en ocasiones, como se evidencia con lo que sucedió en 1994, recurren asimismo a las prácticas de la delincuencia organizada, particularmente en momentos en los que ésta es culpable de toda la violencia que padecen los ciudadanos.
El recrudecimiento de la violencia en 1994, 2006, 2015 y 2018 está vinculado a la celebración de los respectivos procesos electorales, particularmente el actual, que es el más complejo de la historia, con más de 3 mil 400 puestos de elección popular por definir.
La violencia tendrá impacto, todavía impredecible, en los resultados electorales, pues aun cuando algunos candidatos han sido eliminados, es imposible establecer aún los verdaderos alcances de ello.
El fenómeno difícilmente se detendrá en los meses por venir, pero también puede tener los efectos opuestos a las intenciones de quienes lo perpetran: puede motivar que los ciudadanos acudan a votar como la única vía para romper la destructora tendencia actual.
Este análisis se publicó el 27 de mayo de 2018 en la edición 2169 de la revista Proceso.