Carlos Bonfil
▲ Fotograma de El atentado del siglo: Utoya Foto
Las estrategias narrativas son
diametralmente opuestas, pero dos películas refieren este año una misma
tragedia: la masacre cometida en la pequeña isla noruega de Utoya, a 40
kilómetros al noroeste de Oslo, en la que murieron 77 adolescentes
víctimas del tiroteo en solitario de Anders Behring Breivik, 32 años, un
militante de extrema derecha. Pocas horas antes, ese 22 de julio de
2011, el mismo hombre había hecho explotar un coche bomba devastando un
edificio gubernamental en la capital noruega. La primera cinta, en
cartelera comercial, tiene como título sensacionalista El atentado del siglo: Utoya (Utoya, July 22), del noruego Erik Poppe, y la segunda, producida y difundida por la plataforma Netflix, es la estadunidense 22 de julio dirigida por Paul Greengrass.
Aun cuando sus apuestas estilísticas se contraponen de modo
sustancial, las dos producciones son complementarias. El relato de
Greengrass, basado en el bestseller One of Us, de la escritora
noruega Asne Seierstad, a partir de testimonios de algunos
sobrevivientes, aporta todo el contexto político y social de la tragedia
que la película escandinava prefiere soslayar, considerando tal vez que
los hechos son ampliamente conocidos y que resulta más interesante
centrarse, en tiempo real, en el clima de desasosiego moral y espanto
que padecieron las víctimas del atentado. En esta película de Netflix
hay una crónica detallada de la actuación del homicida serial de
ultraderecha, se exploran sus motivaciones y sus delirios ideológicos,
su vocación de fundamentalista cristiano, su ardiente nacionalismo y
también su islamofobia. Anders Breivik es el protagonista central y el
proceso al que lo somete la justicia noruega se vuelve una pieza central
del relato. A pesar de que su abordaje dramático es muy convencional, 22 de julio
procura elaborar una radiografía, a su juicio muy urgente, del ascenso
actual de la ultraderecha en Europa, tomando la masacre de Utoya como
uno de sus síntomas más alarmantes. La figura de Breivik, el incendiario
admirador de los Caballeros Templarios (interpretado de modo
inquietante por Anders Danielsen), se contrapone a la del joven Viljar
(Jonas Strand), una de sus víctimas más laceradas, representante clave
de una inquisición moral colectiva que el asesino no puede burlar. El
director y guionista Paul Greengrass tiene claro el duro dilema no sólo
del abogado del asesino, quien debe defender lo indefendible, poniendo
en riesgo su seguridad y la de su familia, también alude a la
responsabilidad del gobierno liberal noruego por no haber asistido
oportunamente a las víctimas y por contribuir, junto con otras naciones
europeas, al auge de una ultraderecha que luego no podrá ya contener.
Nada de todo ello aparece de modo explícito en la cinta noruega de
Erik Poppe, donde se apuesta más por el aspecto formal que por el
contenido, y donde ni siquiera importa el rostro del terrorista de
derechas Breivik, pues apenas se vislumbra su figura en una escena. El atentado del siglo: Utoya
es ante todo un alarde de destreza técnica. Filmada en una sola toma
(recurso muy de moda) y en tiempo real (los 72 minutos que duró la
masacre, más un prólogo del atentado de Oslo con imágenes de archivo),
la película adopta el punto de vista de la joven Kaja (Andrea Berntzen) y
todo su virtuosismo fotográfico, con cámara en mano, sugiere la idea de
un completo involucramiento testimonial a lado de las víctimas, lo cual
semeja una decisión artística no sólo arriesgada sino éticamente
cuestionable. Durante poco más de una hora el horror se transforma en el
espectáculo de algo pavorosamente maligno que se abate sobre las
víctimas adolescentes. Un notable diseño de sonido vuelve omnipresentes
los disparos y estallidos y gritos lejanos que son ya el único vínculo
entre el absurdo drama vivido y lo que parece ser una ficción de
pesadilla. Lo único que saben los jóvenes sobre el asesino suelto es que
viste uniforme de policía, y esa presencia amenazante y ubicua de unas
fuerzas del orden generando destrucción y caos agudiza en ellos una
sensación de desprotección absoluta. Los personajes viven una gama de
emociones complejas que van del impulso solidario al repliegue egoísta
que provoca el miedo, sin que la cinta manifieste una denuncia abierta
ni tampoco una indagación de las causas profundas de la masacre. Se
trata del testimonio crudo del horror (“Nunca entenderás… sólo
escúchame”, profiere Kaja frente a la cámara, un mandato similar al de
aquel terrible Ven y mira –Klimov, 1985–, del mejor cine
soviético). A la cinta de Popper como a la de Greengrass les sobran
demasiadas concesiones dramáticas para alcanzar una contundencia
artística. Consideradas en conjunto ofrecen, sin embargo, una
aproximación más coherente al significado político y emocional de una
tragedia interminable.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.
Twitter: Carlos.Bonfil1
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