1/27/2010

Sobre la reforma del Estado
Diego Valadés*
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Diego Valadés durante el foro sobre la reforma política
Foto Carlos Ramos

En México tenemos una sociedad moderna regida por un Estado arcaico. Las consecuencias de esta contradicción se pagan con pobreza, injusticia y violencia. A lo largo de las últimas dos décadas se ha insistido, sin éxito, en la reforma del Estado. El diferimiento sistemático tuvo la ventaja relativa de facilitar a los gobernantes el ejercicio concentrado del poder, pero implicó la desventaja de acumular tensiones que hoy privan al sistema mexicano de medios para discutir y adoptar políticas de Estado, para generar liderazgos democráticos, y para satisfacer las demandas sociales de bienestar, seguridad y desarrollo. Perpetuar esta situación es alimentar el escepticismo colectivo y consolidar la medianía generalizada que impera.

Las instituciones no mueren, pero sí envejecen. La disyuntiva institucional de México es clara: reformarse o seguir decayendo. Nuestra institucionalidad, letárgica, produce anomia, porque hay falta de relación entre las expectativas sociales y la actuación efectiva de las instituciones.

Para recuperar la institucionalidad existe una plétora de propuestas, algunas transformadas en iniciativas. La más conspicua, por ahora, es la presentada por el Presidente de la República en diciembre pasado. Dos aspectos de esta iniciativa resultan sorprendentes: se trata de la primera propuesta de gran calado en esta materia, desde que comenzó la transición democrática en 1977, que se envía al Congreso sin un acuerdo previo entre las fuerzas políticas. Después de tres décadas de experiencia en la construcción de consensos, se retornó al modelo autoritario. El segundo factor llamativo consiste en lo disfuncional de las propuestas, desde la perspectiva de un Estado constitucional.

Ambas deficiencias pueden ser enmendadas por el Congreso. Por lo que respecta al primer problema, es posible convertir la iniciativa en el punto de partida de un acuerdo, mostrando así el talante democrático de los legisladores y de los partidos; en cuanto a la segunda cuestión, también es viable reorientar los objetivos de la reforma hacia metas democráticas y republicanas.

La cuestión política de nuestro tiempo tiene como ejes las libertades públicas y las responsabilidades políticas. Las primeras se traducen, entre otros aspectos, en los medios que garantizan la emisión libre, autónoma, secreta, informada, periódica y eficaz del sufragio. En este caso la libertad significa la ausencia de coacción física para emitir el voto y la autonomía se traduce en la ausencia de coacción sicológica para condicionar las preferencias electorales de los ciudadanos. Este último aspecto está inconcluso.

A su vez, las responsabilidades políticas son las que identifican a los sistemas democráticos contemporáneos. La irresponsabilidad política de los gobernantes denota un ejercicio patrimonial del poder. Las libertades democráticas de un sistema electoral pueden ser aprovechadas, en estas condiciones, para conferir legitimidad a los gobernantes autoritarios. El fenómeno de la irresponsabilidad política de los gobernantes, otrora muy extendido, es excepcional en el constitucionalismo actual. En una relación de tres grupos de países, que corresponde a los 20 más poblados, a los 20 más extendidos y a los 20 más ricos del orbe, sólo nueve carecen de instrumentos de responsabilidad política: Arabia Saudita, Bangladesh, China, Etiopía, Indonesia, Libia, Mongolia, Sudán y México. Si practicamos la comparación entre los 35 países de América, esos instrumentos faltan sólo en Cuba y en México.

La iniciativa presidencial pasa por alto esas circunstancias. De aprobarse en sus términos, México seguiría ocupando un llamativo lugar entre los sistemas constitucionales más rezagados del planeta, en esta materia.

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En cuanto al equilibrio entre los órganos del poder, resulta relevante la propuesta sobre la reducción del tamaño del Congreso. Al examinarla deben valorarse dos cuestiones: los costos de transacción, referidos a la concertación de acuerdos, y los costos de representación, referidos al número y a la calidad de quienes resulten elegidos. Las restricciones para la representación van en detrimento del número de corrientes políticas que participan en la toma de decisiones.

La máxima posibilidad de acuerdo en una organización o en una comunidad se logra cuando la decisión la toma uno, y la mínima cuando la toman todos; en cambio la máxima participación se consigue cuando intervienen todos, y la mínima cuando lo hace uno. Se trata, por consiguiente, de vectores que se combinan de manera inversa.

Si lo que se privilegia es el acuerdo, una reforma es a favor de los gobernantes; si lo que se privilegia es la representación, una reforma es a favor de los gobernados. Puede aducirse, empero, que los acuerdos también contribuyen al bienestar de los gobernados, pero esto es cierto sólo cuando los gobernantes son responsables de sus decisiones ante los órganos de representación y cuando la representación es democrática. Por otra parte, la función de los órganos representativos no es sólo alcanzar acuerdos: la función más relevante de los sistemas representativos contemporáneos es ejercer controles políticos, y el poder está mejor controlado cuando el órgano facultado para ese menester es lo más plural posible.

También debe tenerse presente que en ningún congreso o parlamento las decisiones se discuten en sesiones plenarias. Cada grupo parlamentario debate internamente sus opciones y asume luego posiciones colectivas. La negociación posterior se produce en comités integrados por los representantes de esos grupos. La afirmación presidencial de que el menor número de legisladores facilita los acuerdos sólo será convincente para quienes desconozcan los procedimientos parlamentarios.

Otra forma de reforzar el predominio del presidente consiste en asociar la segunda vuelta de la elección presidencial con la configuración del Congreso. Se pretende que los umbrales de control político sean análogos a los que estuvieron presentes en el periodo de la hegemonía de partido. Así como en 1933 se suprimió la relección de legisladores para evitar la implosión del partido dominante en gestación, ahora se buscan los instrumentos de sujeción congresual a través de la mecánica electoral y propagandística.

Con el mecanismo propuesto se propiciaría que los dos candidatos presidenciales que disputaran la segunda vuelta contribuyeran en forma decisiva a la integración del Congreso, con lo cual se construiría el predominio bipartidista en el sistema representativo. Se argumenta que con la relección los legisladores se someterían al escrutinio de los electores, pero se omite que si bien hay electores que dividen su voto, los estudios de sociología electoral demuestran que los candidatos presidenciales tienen una poderosa influencia sobre la ciudadanía, sobre todo cuando consiguen que las opciones se polaricen entre dos contrincantes.

La imagen y el tema sobresalientes en una campaña sexenal estarían centrados en las dos figuras que contendieran por la titularidad del poder más concentrado: la Presidencia. Esta lucha difuminaría la presunta evaluación del comportamiento de los diputados y de los senadores que aspiraran a la relección.

La primera vuelta presidencial atomizaría el voto en múltiples partidos, y la segunda lo concentraría sólo en dos. El sistema representativo quedaría demeritado, y se correría el riesgo de trasladar las tensiones políticas de la asamblea a la calle. Lejos de fortalecer la vida institucional, se le añadirían obstáculos. En lugar de promover equilibrios constructivos entre los órganos del poder, se busca debilitar el sistema representativo.

Hay una interacción directa entre la reducción del Congreso y la disminución de los partidos que el Presidente promueve. Se robustecerían los liderazgos hegemónicos en los partidos que intervinieran en la segunda vuelta para la elección presidencial y se rezagarían los partidos ausentes de ese proceso. Si a esto se sumara la elevación del porcentaje requerido para conservar el registro de los partidos, se tendría un estrechamiento de las opciones para los electores. Aquí habría que hacer consideraciones de sociología más que de política y de derecho, porque además de comprimir la participación política de las corrientes existentes en cada partido, los militantes y los simpatizantes de los partidos que desaparecieran tampoco encontrarían cabida fácil en las organizaciones que subsistieran, y tendrían muy pocos estímulos para fundar otras nuevas.

¿Cómo se escogió la cifra mágica propuesta? ¿Por qué se estimó que es mejor reducir en 100 el número de diputados y no en 75 o en 150? ¿Se hizo algún estudio, que se mantiene en secreto, o no se hizo ninguno? Ambas cosas serían desconcertantes. No es sensato que cuestiones como ésta sean objeto de propuestas hechas a la ligera. Suponer que nadie advertiría las trampas que encierra, y exponer el país a una regresión autoritaria, no abona a favor de la iniciativa presidencial.

La reforma promueve la concentración del poder y su ejercicio irresponsable. Es un diseño para reforzar el autoritarismo en México y para adicionar obstáculos al equilibrio y a la cooperación entre los órganos del poder.

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En términos generales las constituciones contienen normas que confieren facultades, normas que imponen deberes y normas de organización de las instituciones. En este contexto el veto parcial que se propone se inscribiría en el rubro de ampliación de las facultades presidenciales, con un significativo impacto en lo concerniente a la organización institucional. Ese veto parcial facultaría al Presidente a publicar las partes no observadas. Empero, no se define qué se puede vetar en una ley: ¿un título, un capítulo, un artículo, una fracción? También se dejaría pendiente a la polémica interpretativa qué ocurriría con la cláusula derogatoria que contuviera la ley vetada parcialmente; la previsión anterior análoga a la observada, ¿seguiría vigente?

Una posibilidad aún más inquietante consiste en que no habría límites para que el Presidente vetara las obligaciones y promulgara sólo las facultades gubernamentales. Imagínese, por ejemplo, que hubiera vetado, en todo o en parte, el artículo 50 de la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público.1

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Para entender el sentido y el alcance de una reforma constitucional hay que contestar al menos las siguientes preguntas:

En cuanto a los gobernados: ¿ampliarán sus derechos? ¿Habrá más garantías para sus derechos? ¿Mejorarán su bienestar?

En cuanto a los gobernantes: ¿tendrán más facultades? ¿Aumentará su ámbito de discrecionalidad? ¿Tendrán más responsabilidades?

En el caso de las propuestas hechas por el Presidente es posible responder así:

Por lo que atañe a los gobernados:

La relección de los legisladores ampliaría facultades de los electores en materia de control sobre los elegidos, si no estuviera asociada a las restricciones del sistema representativo y a la segunda vuelta en la elección presidencial.

La iniciativa ciudadana es sólo un paliativo para justificar las restricciones impuestas a los partidos y el privilegio de las iniciativas preferentes del Presidente. Si se pensara de otra manera, habría que garantizar el trámite parlamentario de la iniciativa popular.

La experiencia indica que cuando hay receptividad, los legisladores hacen suyas las propuestas ciudadanas. Recuérdense, por ejemplo, las importantes reformas en materia de transparencia impulsadas por el Grupo Oaxaca en 2001. En cambio la propuesta de reformas presentada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en ese mismo año sigue sin recibir atención. Ahora se plantea darle derecho de iniciativa a la Corte. En los estados ya tienen esa facultad los tribunales superiores, y así sucede también en otros sistemas constitucionales. Aunque es una reforma aceptable, su importancia con relación a las necesidades de actualización institucional es minúscula.

Las candidaturas independientes aparentan ampliar los derechos de los ciudadanos, pero en realidad encubrirían las elevadas posibilidades de manipulación electoral, los recursos oscuros en las elecciones, la creciente intervención de los grupos con poder financiero, el desprestigio de los partidos políticos y la menor capacidad del Congreso en el control político sobre el gobierno. Además de los candidatos de los partidos, podría haberlos con el apoyo subrepticio de organizaciones delictivas, de gobiernos extranjeros o de caciques convertidos en grandes electores, por ejemplo.

Respecto de los gobernados

La reducción del Congreso y los obstáculos para los partidos con menor votación representarían una limitación para el sistema representativo y auspiciarían la mayor concentración del poder. Lo mismo sucedería con las facultades conferidas al Presidente mediante la iniciativa preferente y el veto parcial, sin la contrapartida de alguna forma, siquiera tenue, de control político.

Como se puede apreciar, la iniciativa en apariencia favorece a los gobernados pero oculta muchos mecanismos propiciatorios de un autoritarismo reforzado. En su larga exposición de motivos y en las normas propuestas, el Presidente no hizo una sola alusión a la responsabilidad política de los gobernantes. La intangibilidad de los titulares del poder corresponde a la tradición del absolutismo europeo, o sea, es una pervivencia del poder arcaico. Lejos de enmendar este anacronismo ajeno a una república moderna, la iniciativa tiende a vigorizarlo.

Ni siquiera la idea de ratificar al gabinete aparece en la iniciativa presidencial. La ratificación, por otra parte, es apenas una forma discreta de acercamiento a la responsabilidad política. Ratificar y otorgar confianza no son lo mismo, porque la ratificación no es revocable y la confianza sí. La ratificación, vigente en los sistemas presidenciales desde su origen, en 1787, ha sido soslayada de manera sistemática entre nosotros. Sin que se pueda decir que su adopción significaría un gran avance, sería preferible a la discrecionalidad presidencial imperante, que auspicia un régimen de amigos incompatible con la idea de República.

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Comparativamente con el resto de América somos una democracia embrionaria, confinada en lo electoral y con algunos matices de avance, como la transparencia, cuya adopción se produjo en el sexenio anterior. En cambio, si extendemos el cotejo a otros sistemas constitucionales, encontraremos instituciones democráticas y republicanas bien implantadas en países africanos, asiáticos y europeos que hace 20 años o menos vivían en la dictadura. A pesar de la adversidad, incluso Irak cuenta hoy con un sistema constitucional mejor equilibrado que el mexicano.

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La idea de que es conveniente debilitar a un órgano del Estado para vigorizar otro parte de una perspectiva errónea en cuanto a la unidad del poder político. No existen los poderes acotados; se puede limitar al conjunto de los órganos del poder para que se extienda el ámbito de libertades y de potestades de los gobernados, pero no es posible ampliar las facultades de un órgano a expensas de otro sin generar deformaciones en el funcionamiento de las instituciones. El éxito de un sistema consiste en equilibrar las atribuciones de cada órgano.

Una democracia alcanza su consolidación y la preserva cuando en el diseño y en los ajustes constantes de las instituciones se tiene presente que no hay arreglos perfectos; que todo beneficio tiene costes; que los mejores resultados se obtienen por la vía de los incentivos para colaborar y no de las inhibiciones para actuar; que los aspectos más nocivos del poder son la arbitrariedad, la discrecionalidad y la irresponsabilidad; y que el mejor diseño institucional posible es el que hace que todos los órganos del poder entren en sinergia.

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Quiero hacer una precisión final. En esta intervención me he referido a los problemas del equilibrio del poder en el ámbito federal. Sin embargo, en el actual proceso de discusión se está pasando por alto que ese equilibrio no concierne sólo a la forma en que se relacionen entre sí el gobierno y el Congreso de la Unión. La ausencia de un partido hegemónico nacional ha trasladado un enorme poder de decisión a los gobernadores, quienes ya no ocultan su control sobre los aparatos políticos en sus respectivas entidades. El neocaciquismo es una realidad en ascenso. La renovación institucional que se promueva debe tener alcance nacional, no sólo federal; de otra manera se estará fomentando que la concentración del poder en los estados siga creciendo y que se convierta en una amenaza impune para las libertades públicas en el país, como ya se ha visto en algunos estados. El solo hecho de que este problema no sea debatido es bastante sintomático.

La democracia mexicana está a medio camino, pero que nadie se llame a engaño: sus adversarios son muchos y son poderosos. Hace 10 años se tuvo la oportunidad de construir una nueva constitucionalidad mediante una auténtica reforma del Estado; desde entonces han sido muchas las oportunidades perdidas. Hoy, los márgenes de esa reforma se han contraído porque los intereses adversos se han ensanchado. Una buena muestra es la iniciativa presidencial de diciembre pasado. Si las respuestas se siguen difiriendo, o si son tímidas y confusas, se podría llevar a la Constitución a los límites de su vigencia y se propiciaría una nueva corriente que exija su sustitución. El reformismo sólo es viable cuando es oportuno. Jacobo II de Inglaterra, Luis XVI de Francia y Nicolás II de Rusia aceptaron las reformas cuando ya era demasiado tarde. Porfirio Díaz olvidó en 1910 lo que había ofrecido en 1908. Así les fue. Ojalá que nuestros dirigentes políticos quieran entender el calendario.

1A manera de ilustración del caso, véanse algunas fracciones del referido precepto:

Artículo 50. Las dependencias y entidades se abstendrán de recibir proposiciones o adjudicar contrato alguno en las materias a que se refiere esta ley, con las personas siguientes:

I. Aquellas en que el servidor público que intervenga en cualquier etapa del procedimiento de contratación tenga interés personal, familiar o de negocios, incluyendo aquellas de las que pueda resultar algún beneficio para él, su cónyuge o sus parientes consanguíneos hasta el cuarto grado, por afinidad o civiles, o para terceros con los que tenga relaciones profesionales, laborales o de negocios, o para socios o sociedades de las que el servidor público o las personas antes referidas formen o hayan formado parte durante los dos años previos a la fecha de celebración del procedimiento de contratación de que se trate;

II. Las que desempeñen un empleo, cargo o comisión en el servicio público, o bien las sociedades de las que dichas personas formen parte, sin la autorización previa y específica de la Secretaría de la Función Pública;

XI. Las que hayan utilizado información privilegiada, proporcionada indebidamente por servidores públicos o sus familiares por parentesco consanguíneo y, por afinidad hasta el cuarto grado, o civil;

XII. Las que contraten servicios de asesoría, consultoría y apoyo de cualquier tipo de personas en materia de contrataciones gubernamentales, si se comprueba que todo o parte de las contraprestaciones pagadas al prestador del servicio, a su vez, son recibidas por servidores públicos por sí o por interpósita persona, con independencia de que quienes las reciban tengan o no relación con la contratación.

Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. (Senado, enero 25, 2010)

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