12/21/2010

Trastornos del sueño



Pedro Miguel

En las narices de César Duarte, gobernador de Chihuahua; a cien metros del fiscal del estado, Jorge Enrique Nicolás; junto al escritorio de Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública; frente a la silla del sedicente constitucional Felipe Calderón; bajo el brazo armado del general secretario Galván Galván, y al filo del agua que domina el almirante Mariano Francisco Saynez Mendoza, Marisela Escobedo fue muerta de un balazo.

No era gobernadora, ni procuradora ni secretaria de nada, ni presidenta usurpadora; no tenía hombres armados bajo su mando; no era uno de esos periodistas que buscan culpables alternativos de la tragedia que se llama México, ni artista contratada para el Bicentenario: Marisela era solamente la mamá de Rubí Marisol Frayre Escobedo, una chava que se casó, apenas adolescente, con Sergio Rafael Barraza Bocanegra. El tipo la golpeaba y, tras dos años de matrimonio, el 28 de agosto de 2008, la asesinó, prendió fuego a su cadáver y lo tiró en un basurero.

Barraza aceptó su culpabilidad en varias ocasiones, pero la presidenta del tribunal que lo juzgó, Catalina Ochoa Contreras, el redactor Netzahualcóyotl Zúñiga y Rafael Boudid, tercer integrante del tribunal, no hallaron elementos para condenarlo, dijeron que la Procuraduría de Chihuahua había armado mal la acusación y dejaron en libertad al homicida.

El entonces gobernador, José Reyes Baeza, se lavó las manos; en el DF, todo mundo se lavó las manos, y mientras más se las lavaban, más fuerte era la pestilencia.

Tras quedarse huérfana de su hija, ayuna de justicia, desnuda de patria que le respondiera, Marisela hizo una manta con el retrato de la muchacha muerta, se la puso de vestido y marchó, acompañada o sola, en demanda de castigo para el asesino y en protesta por tanta mierda.

El 30 de julio de 2010, Marisela tocó a la puerta de la residencia oficial de Los Pinos en demanda de justicia. Iba acompañada por Bertha Alicia García, mamá de Brenda Berenice Castillo García, una chava con un hijo de meses que desapareció el 6 de enero de 2009 en la ciudad de Chihuahua cuando salió a buscar trabajo; nadie ha vuelto a verla desde entonces, pero su desaparición no causó el ruido ni el revuelo que ha provocado el secuestro y la presunta liberación de Fernández de Cevallos. Por esos días, Calderón desarrollaba una agenda privada (¿estaría preparando sus fiestas del Bicentenario o armando el futuro político de su hermana en Michoacán, o bien planeando ofensivas contra los electricistas, o revisando sus negocios inmobiliarios particulares en la colonia Las Águilas?) y las dos madres dolientes fueron recibidas por el asistente del secretario particular de un funcionario de medio pelo. O algo así.

Durante muchos meses, Marisela y Bertha Alicia acudieron a todas las instancias, pegaron retratos de sus hijas en los postes de medio país, marcharon vestidas sólo con los retratos de sus hijas ausentes y con la dignidad que no les quedaba grande, a diferencia de las casacas militares que se pone Calderón.

Marisela recibió amenazas de muerte. Lo supieron en las oficinas municipales, estatales y federales, pero ya saben cuán ocupados viven los funcionarios de todos los niveles. A nadie se le ocurrió ponerle escolta, nadie se interesó por la mamá anónima de una muerta anónima, salvo un puñado de ciudadanos también anónimos que le dieron una palmada en la espalda, le regalaron una sonrisa triste o le ofrecieron una lágrima.

Y ya saben lo que pasó después: tras recibir unos abrazos, unas sonrisas y unas lágrimas solidarias, lo siguiente que Marisela recibió fue un balazo en la cabeza.

Los funcionarios citados, más otros, están satisfechos consigo mismos y en paz con sus conciencias respectivas porque cumplen con su deber: velan por la seguridad, se aseguran de la aplicación de las leyes y garantizan que los ciudadanos puedan ejercer sin cortapisas sus derechos y garantías.

Son los costos de la guerra. Ésta será larga y cruenta, pero treinta mil y pico de vidas, más las que se acumulen esta semana, son un precio bajo para recibir una palmada en la espalda por parte de Obama.

Los funcionarios podrán dormir tranquilos. Pero unos cuantos ciudadanos –neuróticos que somos– sabemos que le hemos fallado a Marisela; que debimos clamar, patear la puerta, arrebatar micrófonos en actos oficiales y en fiestas infantiles y gritar: ¡Con una chingada, háganle caso a esta mujer!

Y como no lo hicimos, desde el asesinato de Marisela imaginamos que sigue caminando, evidente, desnuda, necesaria, y no logramos conciliar el sueño.

José Antonio Crespo

Denuncia y riesgo

El gobierno federal ha insistido siempre en que los ciudadanos denunciemos los delitos de los que seamos víctimas, así como movimientos sospechosos que pasen a nuestro alrededor y que podrían ser propios del crimen organizado. Recientemente, el secretario de Gobernación, Francisco Blake, recomendó que perdamos el miedo para hacer denuncias anónimas como ingrediente esencial de la estrategia contra el crimen y la inseguridad. Se puede coincidir con dicha afirmación; con denuncias públicas se podría avanzar significativamente contra la delincuencia organizada, o no. Pero, a su vez, eso requiere de algo que no prevalece en nuestra sociedad: confianza en las instituciones públicas, policías, procuración de justicia, jueces y tribunales. No hay dicha confianza porque tales instituciones están profundamente corrompidas; son ineficaces, torpes, negligentes y altamente penetradas o cooptadas por el crimen organizado. Hacer una denuncia implica una elevada probabilidad de estar denunciando al criminal ante el propio criminal, poniéndonos de inmediato en riesgo. Y la denuncia anónima, que protege nuestra identidad, puede prestarse —como se ha prestado— no sólo a bromas, sino a tender trampas sobre policías y militares, con lo cual la eficacia de tales denuncias se reduce significativamente. ¿Y qué ciudadano quiere tomarse la molestia, o ponerse en riesgo —pese al anonimato— ante lo que será una medida tal vez ineficaz? Mejor seguir cada quien en lo suyo. En un país tan disfuncional como México, parece lo más racional.

La disfuncionalidad mexicana se refleja como fiel espejo en los casos de las activistas Isabel Miranda de Wallace y Marisela Escobedo, que corrieron con suerte diversa. Ante la ineficacia o desdén de policías y ministerios públicos, decidieron hacer una investigación particular para encontrar a los asesinos de sus respectivos hijos (Hugo y Rubí). En el caso de Hugo Wallace, había sido víctima de secuestro, cercenado después con una sierra eléctrica. No puede aún saberse con certeza si se trató de negligencia policial o colusión con los secuestradores; la banda de secuestradores era dirigida por un ex policía, César Freire. Una vez localizados los secuestradores, hubo de presionar a la policía —que prefirió hacerse guaje— para su captura. Después hubo de ejercer estrecha vigilancia sobre Ministerio Público y jueces, tan dignos de desconfianza como los propios secuestradores.

El caso de Marisela Escobedo es parecido, pero con desenlace más trágico; hubo de descubrir al asesino de su hija ante la ineficacia policial, que resultó ser el marido de la víctima, Sergio Barraza. Una vez aprehendido, Barraza se confesó culpable del horrendo crimen (pues descuartizó e incineró a su mujer). Es cierto que en el nuevo modelo de justicia, la confesión no basta como indicio determinante, pero la prueba de culpabilidad la dio el propio asesino: dijo dónde enterró los restos de su víctima. Con eso bastaba y sobraba para despejar dudas. Sin embargo, los jueces que lo juzgaron no lo consideraron así, provocando la reacción de la señora Escobedo, quien exigió la justicia que la “justicia” mexicana le denegó. Detectó el paradero del asesino en Fresnillo, Zacatecas, pero el gobierno de Chihuahua no actuó, alegando “vaguedad” en la información (buen pretexto para no hacer nada). La señora Escobedo protestaba frente al palacio de Gobierno de Chihuahua cuando fue asesinada justo ahí. Había recibido amenazas de muerte por los familiares de Barraza, lo que provocó que exclamara: “Si me van a asesinar, que sea frente al Palacio de Gobierno, para que les dé vergüenza”. Pero vergüenza es lo que menos les da. El gobierno había proporcionado una “protección discreta”, tan discreta que no sirvió de nada; murió la activista y escaparon los asesinos. Ahora el gobierno dice que procesará a los jueces que dejaron ir a Sergio Barraza. ¿Hubo de morir la señora Escobedo para ello? Sí. La pregunta inevitable es: ¿cómo ganar una guerra contra el crimen —organizado y no— con un sistema policial, ministerial y de justicia tan ineficaz y corrupto como el mexicano? La respuesta es obvia: no puede ganarse… aunque, en su obcecación, no quiera verlo Felipe Calderón.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE

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