8/25/2011

Terror en el estadio




Adolfo Sánchez Rebolledo
¿Cuántas escenas como las del estadio de Torreón serán necesarias para confirmar que estamos mal y de malas, que urgen cambios y éstos no pueden esperar? La sensación de horror se intensifica al observar los rostros de los espectadores que huyen o tratan de protegerse de los disparos invisibles que resuenan en el recinto: unos corren, los más evitan la estampida y protegen con sus cuerpos a los niños. El temple de la gente, expuesta a las balas perdidas que no se sabe cómo cruzan el espacio y pegan sobre la cabina de la televisión, evita la tragedia mayor y, aunque en rigor no hay sicosis colectiva, el episodio materializa plásticamente el temor difuso, general (y generalizable) que no ve salidas a la situación de violencia que encierra al país, sobre todo las regiones donde la delincuencia ha sentado sus reales y ha decidido desafiar al Estado.

Frente a la extrema gravedad de los hechos, puestos a no decir nada, a cuenta de la paciencia nacional, los políticos repitieron las frases de cajón, bien instalados como están en el reino del deber ser. El Presidente, por ejemplo, condenó los hechos ocurridos en el estadio, así como la refriega en una plaza comercial de Morelia, que pusieron en riesgo la vida de muchos inocentes, alegando que esto demuestra la falta de escrúpulos y la nula calidad humana de los enemigos de México, rizo retórico al que agregó la coletilla acostumbrada: Los hechos nos recuerdan una y otra vez que los criminales son los enemigos de nuestras leyes, de la tranquila convivencia de las familias mexicanas, de nuestras instituciones, y precisamente por eso debemos combatirlos con firmeza.

A estas alturas salir a denunciar la nula calidad humana de los homicidas que decapitan o desmiembran a sus víctimas es una frase hecha, insignificante, incapaz de asumir el estado de ánimo de la población, que espera, en efecto, la tranquila convivencia prometida, que por desgracia no llega, sino que la violencia se expande a espacios públicos hasta ayer tenidos por seguros.

El compartible discurso de la indignación moral sirve de muy poco si la autoridad no lo acompaña de medidas de gobierno que marquen la diferencia. El pánico que los disparos desencadenan trasciende los límites del estadio del Santos o de la ciudad de Morelia porque la ciudadanía del país entero ya vive en la zozobra permanente creada por la inseguridad, ese terrible terreno pantanoso que encuestas y discursos no disuelven porque la realidad lejos de mejorar acredita nuevos elementos que acrecientan la sensación de riesgo, la incertidumbre, la fragilidad de una sociedad que ve el presente con angustia y el futuro con desesperación cada vez más acusada. Por eso tal vez la primera reacción de las autoridades sea restarle trascendencia al asunto mediante el expediente de subrayar el carácter circunstancial de los sucesos.

En su turno –cito a La Jornada– el señor Poiré confirmó que la balacera ocurrida a las afueras del estadio de futbol de Torreón no tenía como objetivo agredir a la afición presente en el encuentro deportivo ni perturbar directamente dicho partido, sino derivó de la agresión de un grupo criminal a una patrulla de la policía municipal. Supongo que el encargado de hacer la narrativa oficial estará de acuerdo en que luego de casi 50 mil muertos el argumento sólo convence a quien lo emite, no porque la casualidad no exista, sino porque la reiteración de los episodios circunstanciales denota una falla de fondo, la imprevisión de las fuerzas del orden o su debilidad para someter a los delincuentes.

También habrá de reconocerse que los ciudadanos, a quienes se les exige unidad y cooperación, incluso heroica, están en su derecho de responsabilizar a la autoridad por las pifias en materia de seguridad pública que ponen en riesgo su vida. O, me pregunto, ¿qué querrá decir el Presidente cuando da a entender que alguien entre los tres niveles de gobierno no cumple con sus tareas? Se sabe, gracias a la memoria del señor Poiré, que en Coahuila ya existe desde mayo un acuerdo para fortalecer la presencia de elementos del Ejército y la Policía Federal. Este apoyo viene derivado primordialmente de la solicitud de los empresarios, de los ciudadanos de la localidad, que precisamente ven cómo no es suficiente lo que está ocurriendo en términos de la autoridad, sobre todo la local, en resguardo de la justicia.

Y ese es, según el gobierno federal, el quid del asunto, como se comprueba –más allá de los peligrosos coletazos electorales– en la disputa por el subsidio de seguridad a los municipios que está en curso ahora mismo: el municipio y los gobiernos no están en sintonía con el esfuerzo que viene del centro.

¿No es esa desconexión, por llamarla de alguna manera, la gran falla original en la estrategia general dictada por el gobierno federal para librar la guerra contra la delincuencia organizada? ¿No es la inexistencia de una policía profesional en todo el territorio la que llevó al indeseable camino de la militarización de la seguridad pública? Es muy probable que los cuerpos municipales, de suyo débiles y tan corrompidos como los federales, estén tomados por elementos de las bandas y, sin demérito de otras razones técnicas, esta sea la causa de su inoperancia como primera línea de resistencia, pero es obvio, también, que la estrategia presidencial no devuelve la confianza social ni reduce la violencia que impide la existencia normal de la ciudadanía.

Pero en este punto, no obstante la apertura de canales de diálogo, el curso de acción se mantiene inalterado. El gobierno confunde responsabilidad con culpabilidad, metiendo en una misma bolsa la dimensión política y jurídica del asunto con los alcances éticos de las críticas que a propósito de la estrategia aplicada se le endilgan.

Por último, hay un aspecto de todo este terrible episodio que merece ser examinado con cuidado antes de tragarnos las píldoras tranquilizantes expedidas incluso por la Federación Mexicana de Futbol y los funcionarios ad hoc. El problema es cómo nos ven como país en el mundo globalizado en una coyuntura de crisis internacional. ¿Será, como dijo el panista Felipe González, presidente de la Comisión de Seguridad Pública del Senado, que estamos ante una nueva modalidad de actuación del crimen organizado que ocupa las plazas públicas y centros comerciales “para que las fuerzas de seguridad del Estado –la Policía Federal y el Ejército– o las policías estatales y municipales no lo persigan, a riesgo de generar heridos entre la población civil”? Con este tipo de acciones, aseveró el senador González, los criminales buscan impunidad, porque ellos saben perfectamente que hay un protocolo de seguridad en la Policía Federal, en las fuerzas armadas y en las policías de los estados, que impide a la autoridad disparar cuando se pone en peligro a la población civil. Eso es lo que ellos están buscando: poner en peligro a la ciudadanía para provocar a las fuerzas de seguridad.

En otras palabras: la guerra contra la delincuencia organizada estaría entrando en una fase donde las acciones terroristas –crear pánico entre la población– dejan de ser acontecimientos puntuales o circunstanciales para transformarse en toda una apuesta para demostrar que, en efecto, hay ingobernabilidad, insurgencia delictiva, en fin, eso que se quiere decir al hablar de Estado fallido.

El gobierno, por boca de su vocero, ha negado la intencionalidad de la violencia en los espacios públicos, pero ¿esa respuesta será suficiente para devolverle la confianza a la ciudadanía o, por lo menos, para darle cumplida respuesta a las inquietudes del senador González? Temo que no. No se olvide que en tiempos electorales –es obvio– no se busca la verdad, sino los votos.

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