9/27/2011

Contra los casinos

Máquinas tragamonedas en un casino. Foto: Rafael del Río
Máquinas tragamonedas en un casino.
Foto: Rafael del Río

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Hace unos años, en torno al tema de los casinos, cité a Mario Puzo: “Enséñame un apostador y te enseñaré un perdedor”. Pues los países también apuestan y también pierden, y México lo ha hecho, como el caso del casino Royale revela. Al abrir la puerta a los casinos, el gobierno ha abierto la puerta del gallinero a los zorros. Al arrojar los dados en favor del juego, los ha tirado cargados contra los mexicanos. Porque los beneficios han ido a los bolsillos de la casa, y los perjuicios han vaciado los bolsillos de quienes acuden a jugar en ella. Porque los empleos creados han palidecido frente a los crímenes cometidos. Porque los impuestos cobrados han sido a costa de las adicciones generadas. Con casinos, México se ha convertido en un país de perdedores.

En México no ha habido un debate amplio y profundo sobre los casinos y sus consecuencias. En México no se ha promovido una decisión informada. En México ha prevalecido la prisa. Ha prevalecido la premura. Ha prevalecido el deseo de tomar decisiones a puerta cerrada y de espaldas a la sociedad. La opacidad y la discrecionalidad detrás del otorgamiento de concesiones para los casinos y su regulación alimentan la sospecha. Alimentan la percepción de complicidades costosas para el país y quienes lo habitan. Alimentan la percepción de alianzas entre los que hacen dinero y los que quieren elegirse con él. Alimentan la visión de diputados que venden su voto y de empresarios dispuestos a comprarlo. Porque la prostitución –igual que el juego clandestino– también existe, pero nadie habla de legalizarla. Porque el tráfico de drogas –igual que los “brincos” en Las Lomas– también existe, pero nadie habla de legalizarlo. Nadie lo propone porque pocos lo aceptarían. Porque hoy se percibe que los perjuicios serían mayores que los beneficios.

Y los casinos han salido caros. Por cada empleo creado, hay muchos más perdidos. Por cada casino instalado, hay muchos más hoteles y restaurantes y discotecas cerrados. Por cada extranjero que juega, hay muchos más mexicanos que pagan costos al hacerlo. Por cada nuevo impuesto recolectado, hay muchos más evaporados por los otros comercios que han dejado de funcionar. Por cada dólar jugado, hay muchos más lavados. Por cada individuo que gana en el casino, hay muchas más familias que pierden el patrimonio de la casa. Por cada dueño de casino que hace una fortuna, hay miles de mexicanos que merman la suya en la mesa de juego. Por cada apostador adicto, hay un robo nuevo, una prostituta nueva, un extorsionista nuevo, un crimen nuevo.

Los estudios en otros países lo demuestran. Los datos duros lo revelan. En Estados Unidos, en los condados donde se instala el juego aumenta el índice delictivo. En los condados donde se permite la operación de casinos aumenta el lavado de dinero. En los condados donde se promueven las apuestas aumenta el número de prostitutas. En esos condados hay más bancarrotas familiares y más cuentas incobrables y más impuestos evadidos y más falsificación de documentos y más fraudes y más prostitución infantil y menos estado de derecho. Menos ley. Menos ciudadanos dispuestos a obedecerla. Porque el peso del dinero se impone sobre el peso de la ley. Porque el dinero habla. Porque el dinero impone silencio: el silencio de la complicidad compartida frente a la voz de la autoridad establecida.

Los países que permiten casinos lo saben. Y por ello cuentan con sistemas eficaces de fiscalización. Cuentan con instituciones judiciales que vigilan, que acechan, que controlan, que sancionan. Cuentan con policías honestos y jueces incorruptibles y sistemas financieros sólidos y métodos para evitar el lavado de dinero. Cuentan con manos duras para prevenir prácticas malolientes. Cuentan con todo aquello que México no tiene y le está costando trabajo crear. En México se lavan miles de millones de dólares al año. En México los cuerpos policiacos con frecuencia se convierten en los principales perpetradores. En México el poder del Estado con frecuencia sucumbe frente al poder del crimen organizado. En México el dinero de los intereses especiales afecta los resultados electorales. En México la prostitución infantil ocupa el quinto lugar en el mundo. En México la inseguridad va en aumento y la ansiedad ciudadana también.

Frente a esa realidad, que quienes promueven el juego preferirían ocultar, la expansión de casinos le echa leña a la hoguera. Rocía napalm sobre la población. Le entrega el país a las mafias que quieren apropiarse de él. Debilita, día con día, un estado de derecho que ya vive en jaque. Empodera a quienes no piensan en la ciudadanía, sino en cómo extraer más recursos de ella. Porque los casinos viven de las ganacias para pocos y las pérdidas para muchos. Porque los casinos son una fuente de recaudación para los políticos, pero constituyen un impuesto regresivo sobre los pobres. Porque los casinos se han instalado en ciudades como Monterrey y exacerban la criminalidad que ya padecen.

En esencia, las preguntas en torno a los casinos tienen que ver con el tipo de país que México quiere ser. El tipo de país al que aspira. ¿País de trabajadores o país de jugadores? ¿País que entiende las consecuencias sociales –y criminales– de los casinos, o país que actúa como si no existieran? ¿País donde los políticos controlan las reglas del juego, o país de mafias que las manipulan? Frente a estas preguntas relevantes hacen falta respuesta sensatas. Frente a estas interrogantes hacen falta políticos dispuestos a contestarlas. Antes de seguir arruinando al país, hace falta que alguien apueste en su favor.

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