Sabemos que en los mamíferos superiores como nosotros (se supone), los impulsos nerviosos pueden viajar a velocidades tan variables que van desde 0.5 micras (milésima de milímetro) por minuto hasta 300 kilómetros por hora, dependiendo del diámetro de los cables, su grado de mielinización, etcétera, y que el proceso es complejo, porque implica descargas de sustancias (neurotransmisores como no-radrenalina y acetilcolina) que, a su vez, originan descargas eléctricas. La cosa se complica si se tiene en cuenta que las neuronas se comunican entre ellas con un protocolo determinado y con otros diferentes para enviar o recibir información de células musculares y secretoras.
De todos modos, el pensamiento no se puede circunscribir a intercambios de neurotransmisores ionizados, o sí, pero no sabemos cómo, y no disponemos, por ahora, de unidades para medir las muchas manifestaciones posibles del pensamiento ni manera de delimitar la extensión precisa de una idea. La fusión automática de lenguaje, conceptos, imágenes sensoriales, percepciones, recuerdos, fantasías y sentimientos, será todo lo prodigiosa que se quiera, pero es una lata cuando uno trata de analizar de cerca el fenómeno y de reducirlo a sus componentes básicos, porque se encuentra con una sopa pegajosa, amorfa e incomprensible. Hasta ahora.
A la vista de esta limitación, es curioso que se haya definido trastornos relacionados con la velocidad
del pensamiento, como la taquipsiquia, que consiste en la aceleración patológica de la actividad síquica y que suele traducirse en verborrea y en fuga de ideas.
Parecería que el caso del paciente BW
, citado por Bikofsky y Block en 1996, se situaría en el extremo opuesto a la taquipsiquia: una mañana, un hombre que conducía su automóvil notó una manifiesta aceleración de la realidad circundante; postes y edificios a su alrededor empezaron a moverse por las ventanillas como si el vehículo fuera conducido a 300 kilómetros por hora. El individuo quitó el pie del acelerador, se orilló a la orilla, como dicen que dicen, y cuando levantó la vista del volante vio, para su infortunio, que el mundo seguía moviéndose a una velocidad vertiginosa. Horas después (aunque al pobre BW deben haberle parecido unos pocos segundos), los médicos que lo atendieron reportaron que el hombre caminaba y hablaba en cámara lenta y que para su percepción 60 segundos del mundo real equivalían a 286. A la postre le hallaron un tumor en el córtex frontal que impedía al sujeto tener una percepción adecuada del tiempo, lo cual, por cierto, no necesariamente significaba que pensara despacio
.
Recuperé la esperanza de dilucidar el asunto al ver un artículo de Carl Zimmer, publicado en diciembre de 2009 en Discovery titulado, precisamente, ¿Cuál es la velocidad del pensamiento?
, pero rapidito (no se cuán rapidito, pero sí) descubrí que, en realidad, se refiere a fenómenos como los ya citados impulsos nerviosos la percepción visual y auditiva, experimentos con retinas de anfibios, diámetros de axones y cosas así. Pero de pensar, lo que se llama pensar, no hay ni una definición clara.
El problema, sin embargo, sigue allí. Pensamos a una velocidad determinada, y una prueba palpable de ello es la relación entre pensamiento verbal, lenguaje escrito y los distintos ritmos de los mecanismos de almacenamiento inventados hasta la fecha. Imaginen, por ejemplo, los problemas a los que debe enfrentarse alguien que desea plasmar sus ideas en escritura lapidaria: media hora por letra, como mínimo, mientras su imaginación avanza capítulos enteros.
Los sistemas cuneiformes –escribir en tablillas de lodo– aceleran el proceso de escritura y reducen la brecha entre la velocidad del pensamiento y el escrito, pero no tanto como el cálamo, inferior de cualquier forma a la combinación de pluma de ganso y caligrafía cursiva, que permiten una escritura mucho más fluida, en la medida en que no es necesario separar del pergamino o papel, a cada letra, la punta del instrumento. El paso siguiente de esa cadena evolutiva es la estilográfica, que suprime las constantes interrupciones características del cálamo y la pluma de ave, cuyas puntas debían ser remojadas en tinta después de trazar unas pocas letras.
Las máquinas de escribir más primitivas aparecieron en Italia, Austria, Brasil y Dinamarca, entre 1855 y 1865, aunque el éxito comercial de estos artilugios no llegó sino hasta 1895, cuando se diseñaron máquinas que permitían observar la progresión del texto en el papel. Para los años 20 del siglo pasado, los fabricantes de máquinas de escribir, como parte de ardides publicitarios, popularizaron los concursos de velocidad entre mecanógrafas, algunas de las cuales eran capaces de componer, sobre teclados mecánicos, 130 palabras –que son 35 más de las que hay en este párrafo– por minuto.
Sepa la tía Juana cuántos vocablos pueden acudir a nuestra mente en un lapso de 60 segundos. El hecho es que la máquina de escribir acortó de manera muy siginificativa la brecha entre la escritura y el pensamiento. No tanto como el lenguaje verbal, claro. Para eso, en el primer tercio del siglo XX, los dictáfonos permitieron conservar lo pensado y hablado en cuerdas semejantes a las de guitarra, primero, y posteriormente en cintas magnéticas, las cuales operan a velocidades que van de 9.5 a 38 centímetros por segundo y permiten que el más desaforado hablantín registre la huella análoga de su voz.
Ahora empieza a parecer obsoleto y estorboso el teclado QWERTY, incluso desprovisto de los duros y problemáticos resortes de las máquinas de escribir mecánicas, y parece ser que los sistemas de conversión de voz a texto empiezan, por fin, a ser eficientes. Algunos querrían que la tecnología dé el próximo paso y nos coloque conexiones USB bajo la oreja para transportar nuestros pensamientos a tarjetas de memoria de cuatro Gigas. No estoy seguro de que sea una buena idea. A mi modo de ver, basta con lo que hay y no requerimos de mecanismos más rápidos para plasmar el pensamiento. Es un hecho: cuando escribimos en computadora –escribir, digo, no transcribir ni tomar dictado–, nuestras manos permanecen inmóviles, en promedio, seis de cada diez segundos. O sea que quién sabe qué cosa sea el pensamiento, pero tal vez no sea tan rápido como suponemos.
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