Otra vez los indios. Y nuevamente con aire de tragedia, que es por lo visto lo que le espolea los sentimientos a la sociedad mayoritaria mexicana, a pesar de lo abrumada que la tiene hoy la odiosa guerra del presidente y sus subordinados contra el extremadamente bien organizado crimen organizado. Es un alivio ver que todavía reaccionamos ante el dolor ajeno. Pero damos señales preocupantes de que la sociedad mayoritaria no ha aprendido la lección. La presunta o real hambruna en comunidades rarámuri de la Tarahumara (no peor que en años anteriores, pero ahora resulta que nos enteramos) ha despertado sentimientos humanitarios, así como tácitos sentimientos de culpa (justificada, sin duda) de nuestra sociedad dominante (que no única, aunque sí fatalmente subdividida en clases, donde los indios serían la última).
No hemos aprendido que los pueblos indios son otra cosa y lo seguirán siendo. Ni clase, ni casta. Troncos y ramas, maltratados pero vivos, de una civilización que no es la nuestra, y que nos la pasamos cosificando y negando con estadísticas desesperadamente mentirosas o arrebatos de lástima. En el fondo, les tenemos miedo. Lo tuvieron los caxlanes en Chiapas mucho antes del levantamiento zapatista. Lo tienen hoy los chihuahuenses urbanos que quieren ver a los tarahumaras
como meros indigentes. Nuestro inconsciente (la mala conciencia) sabe que esos indios son príncipes en una dimensión de dignidad que nuestra sociedad desconoce.
Antonin Artaud, Fernando Benítez, Carlos Montemayor y El Ronco Robles, S. J., deben estarse revolcando en la tumba ante el espectacular Teletón de todos contra todos en que se han convertido las desventuras del pueblo rarámuri, cuya intensidad espiritual y vital deslumbra a quienes han tenido el privilegio de intuirla. No nuestros políticos, ciertamente. Repitiendo el invariable guión de la doctrina del poder, el secretario de Economía, Bruno Ferrari, lo expresa bien. Es cosa de proporcionarles oportunidades para que salgan del atraso. Lo dicho: no hemos entendido nada. Y si hubo un poco, se nos olvidó.
Los pueblos indios no necesitan oportunidades; tienen y demandan derechos. Primero, los elementales de todo mexicano. Y luego los específicos de su ser pueblos originarios, con lenguas, territorios y estructuras colectivas y comunitarias de organización. Justamente lo contrario del funcionamiento social bajo el capitalismo; éste creció convencido de que la Tierra pertenece a cada generación presente, que puede disponer de ella como sea, conquistarla, transformarla, exprimirla, arrasarla. La creencia devino fanática y a todas luces suicida (una más de sus múltiples similitudes con el fascismo). Para la civilización indígena, la Tierra no es pertenencia, sino don. Y una responsabilidad ante los nietos que vendrán. En esto los pueblos no fueron reducidos. Tan es así que de ahí nacen sus resistencias, y nos resultan incomprensibles. Qué, ¿no quieren vivir mejor? Pues no. Sólo quieren vivir bien, y su idea del buen vivir no es la nuestra, señor Ferrari.
Admitámoslo, más que lástima o miedo, los pueblos indios nos dan envidia. No contentos con lo que tenemos, mucho de lo cual se lo hemos quitado a ellos, queremos lo suyo: tierras, aguas, selvas, playas, desiertos. Queremos extraerle plusvalía, aprovecharlo bien, no como ellos, tan atrasados y faltos de visión que no ven el potencial: minerales, centros turísticos, grandes plantaciones de palma africana y maíz transgénico, autopistas, hidroeléctricas. Puro progreso.
Tras décadas de exprimir nuestro mexicano cuerno de la abundancia, descubrimos que la única cornucopia que queda se encuentra en manos de la indiada: los mejores paisajes, la naturaleza en estado natural (¡qué cosa!), las relaciones armónicas con el medio ambiente, los ríos verdaderos, los bosques, las cuevas. Démosles entonces oportunidades: ser cuidacoches y recamareras en sus tierras, o migrantes, mendigos, fantasmas atrapados en suburbios, maquiladoras y ciudades rurales. Robémosles una vez más sus derechos. Con violencia, con la ley (nuestra) en la mano. El resto es filantropía.
Ernesto Zedillo, el genocida de cuello blanco, fiel a su naturaleza, traicionó los acuerdos firmados en San Andrés. Hubieran sentado un precedente, el único posible, contra la avalancha de reformas estructurales que desde 1989 han sepultado en la legislación mexicana cualquier vocación social que irrite a los mercados. Pero los pueblos se otorgan hoy los derechos que les negamos. Y eso es nuevo, único otra vez. Se gobiernan, son guardianes de sí mismos y de la Tierra. O sea, no agarran la onda.
Preguntemos a esos tarahumaritas que tanto nos duelen qué se fizieron sus bosques, montañas, manantiales, barrancas. Producen toneladas de madera (y mariguana). Les robamos los paisajes y el oro. Y nos sorprende su hambre. Las oportunidades son en realidad para los chabochi, que necesitamos borrarlos para medrar allí sin llenadera.
Desde un principio, la falta de cooperación de las autoridades fue evidente. Actuaron con dolo y de manera conspirativa. Ratificando su vocación represiva, autoritaria y criminal, procedieron al margen de los protocolos antimotines correspondientes y con total desprecio por los derechos humanos. Funcionarios de primer nivel del gobierno de Guerrero y de la Policía Federal mintieron de manera deliberada para distorsionar, enredar y ocultar los hechos. Las autoridades alteraron la escena del crimen y mediante una operación barrido
destruyeron y/o desaparecieron pruebas y evidencias para encubrir a los responsables materiales e intelectuales de la violenta acción represiva.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos documentó que el uso de la fuerza letal contra civiles desarmados obedeció a un acto consciente de causar daño más allá del control de la situación. Además se quiso fabricar un culpable. Un chivo expiatorio. Mediante tortura y la siembra de un fusil de asalto se intentó manufacturar un falso positivo a la mexicana. El estudiante Gerardo Torres Pérez fue doblemente victimizado. Capturado en el lugar de los hechos, fue aislado e incomunicado. Lo desnudaron, le mojaron el cuerpo y lo golpearon en la espalda, costillas y cara para que se incriminara. Después, sus captores lo llevaron a una casa abandonada en Zumpango y lo obligaron a disparar un arma AK-47 –cuerno de chivo– y tocar los casquillos percutidos para impregnar sus manos con pólvora, con la intención de imputarle el asesinato de sus compañeros.
El montaje, atribuido por el estudiante al comandante de la policía ministerial David Urquizo (quien sigue activo), lo divulgó mediáticamente el ex procurador estatal Alberto Rosas López, quien manejó la presencia en el lugar –con fines desestabilizadores, dijo– de grupos civiles ajenos
al gobierno y los estudiantes. Y sin la autopsia correspondiente, a pocas horas del crimen reveló
que las víctimas presentaban impactos de arma AK-47, que no usan las corporaciones del estado, cuyos elementos acudieron al lugar desarmados
.
El uso excesivo de fuerza letal frente a la protesta social de los estudiantes de Ayotzi se dio en el marco del operativo Guerrero seguro, donde participan diversas corporaciones de seguridad (Ejército, Marina, Policía Federal y Procuraduría General de la República) que responden a una coordinación interinstitucional, cuyo mando superior se ubica en el gabinete de seguridad nacional de Felipe Calderón. La estrategia es coordinada por el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna. En la acción también intervinieron agentes de las policías preventiva y ministerial del estado de Guerrero.
El operativo estuvo a cargo del subsecretario de Seguridad Pública local, general Ramón Miguel Arriola Ibarra, quien declaró a los medios: El gobernador me pidió limpiar y la carretera está limpia
. Durante la limpieza
hubo un uso excesivo de armas de fuego. No hubo enfrentamiento. Se empleó fuerza letal para reprimir estudiantes desarmados. Diversas videograbaciones permitieron contabilizar 300 detonaciones de fusiles de asalto y 200 disparos con escuadras, revólveres y rifles de bajo calibre en sólo ocho minutos. Muchos tiros fueron al aire. Pero varios autobuses donde se refugiaron estudiantes exhibieron impactos de bala en vidrios y carrocería. La tragedia pudo ser mayor.
Los homicidios no debieron ocurrir. Pero alguien dio la orden y ésta bajó por la cadena de mando. El o los asesinos tiraron a matar; lo hicieron a sangre fría. Herrera recibió un tiro en la cabeza; Echeverría, en el cuello. Los autores materiales de los disparos son agentes de un poder violento. Quien ordenó tirar lo hizo con lúcida conciencia. Fue una acción intencional y calculada que obedeció a una estrategia de poder, como engranaje o eslabón imprescindible de un sistema de gobierno o una provocación interpares.
Quedan muchas preguntas pendientes: ¿cuál fue la línea de mando?, ¿quién estuvo a cargo del operativo?, ¿quién ordenó el envío de efectivos con fusiles de asalto a desalojar una manifestación de estudiantes?, ¿quién en la cadena de mando político y operativo ordenó abrir fuego y con qué criterios?, ¿quién ordenó modificar la escena del crimen y desaparecer evidencias?, ¿quiénes coaccionaron, previa tortura física y sicológica, al estudiante Gerardo Torres para que accionara un arma sembrada y se incriminara?, ¿por qué no están detenidos los torturadores?, ¿por qué no se tomó declaración al general Arriola, quien proporcionó un testimonio incontrovertible: El gobernador me ordenó limpiar
? ¿Quién incendió la bomba de gasolina: un joven furioso, hasta la madre
por tanta injusticia y violencia, un agente provocador, una bala o granada? ¿A qué actores políticos, grupos caciquiles o poderes fácticos convenía, en la antesala de un año electoral, montar una provocación criminal en Chilpancingo? ¿Quiénes tienen capacidad para hacerlo? ¿Hubo terceros instigadores del uso de la violencia sistémica que al intentar incendiar
Guerrero perseguían profundizar la desestabilización del país?
El martirio de Echeverría y Herrera es referente simbólico de punición para toda la comunidad de Ayotzinapa y fue planificado para conducir a una parálisis social, mediante el terror y amedrentamiento, de la protesta estudiantil. No alcanza el grito indignado ¡Nunca más! Es necesario comprender qué ocurrió y cómo ocurrió. Conocer la verdad histórica. Ambos crímenes de Estado no deben quedar impunes.
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