4/20/2014

El último Elvis



La Muestra
Vamos a jugar al infierno
Carlos Bonfil

Fotograma de El último Elvis, de Armando Bo

Foto
Love me tender. El último Elvis, primer largometraje de Armando Bo, realizador argentino de cortos publicitarios y coguionista de la cinta Biutiful, de Alejandro González Iñárritu, es el recuento agridulce de la obsesión de un hombre de 40 años, Carlos Gutiérrez (John McInerny), por encarnar a su ídolo absoluto Elvis Presley. Sin tener el atractivo físico del emblemático cantante de rock en la época en que seducía a multitudes, su afanoso doble elige algo azaroso, incrementar con fuerte ingesta calórica su masa corporal, enfundarse en brillantes trajes entalladísimos y confiar en que su voz privilegiada opere el milagro de restituir al Elvis de los últimos años.

Más allá del convencionalismo de su trama sentimental (el rencuentro de una paternidad responsable por parte del hombre cuya obsesión le ha provocado problemas laborales y una separación conyugal), la cinta explora vetas más sugerentes. Una de ellas es la descripción de una farándula poblada de celebridades (dobles de John Lennon, Barbra Streisand, de la banda de rock Kiss) –a la manera de Mister Lonely (2007), de Harmony Korine–, donde el Elvis de Carlos tiene una aceptación variable, y que se sitúa en ámbitos de juego que son tristes remedos de Las Vegas. En momentos más deslucidos, la estrella canta en un asilo de ancianos. Esta dinámica de fulgurantes éxitos postizos e inevitables frustraciones artísticas, se explora sólo a medias cuando podía haber sido fascinante.

La película habría ganado un interés mayor concentrándose menos en el drama de una inconvincente reconciliación familiar luego de un accidente automovilístico y más en la recreación de las atmósferas de simulación escénica. Piénsese en la obsesión realmente perturbadora del personaje que se empeña a imitar a John Travolta en el magnífico Tony Manero (2008), del chileno Pablo Larraín, y su actor Alfredo Castro, para medir hasta qué punto el drama familiar aquí descrito se vuelve un lastre innecesario o una situación insuficientemente manejada. Todo se presenta en la cinta de modo parcial y fracturado, desde el mundo laboral de Carlos hasta sus estupendas fugas a ese escenario que es su vida verdadera.

La actuación de McInerny despliega justamente los registros de vitalidad y desvarío que vuelven emotivo al personaje crepuscular. El guión no acierta, sin embargo, a conferir al conjunto de la cinta una energía semejante. Cabe señalar como grandes aciertos la actuación contenida de la niña Margarita López, la Lisa Marie que observa escéptica y paciente el extraño comportamiento de su padre, y el propio desenlace de la cinta, una suerte de ritual macabro que mantiene vivo el interés de los espectadores.

Vamos a jugar al infierno

Juegos de masacre. Doce años después de aquella ácida radiografía de una juventud japonesa ensimismada en delirios autodestructivos (El club del suicidio, 2001), el realizador de culto Shion Sono (Love exposure, 2008; El romance y la culpa, 2011), propone un giro sorprendente en su carrera con una comedia sanguinolenta, suerte de manga-filme plenamente asumido, que de nueva cuenta coloca como protagonistas a un grupo de jóvenes. El grupo de cinéfilos enardecidos que responden al nombre de Fuck bombers pretende irrumpir con fuerza en la realización fílmica con sus cámaras de 8 mm y bajo la guía de su líder, el muy entusiasta Don Hirata (Hiroki Hasegawa).

Shion Sono juega con dos registros temporales. En un primer momento refiere los esfuerzos de esos aficionados juveniles y los enfrentamientos de dos clanes de yakuzas (el de Muto y su sanguinaria esposa contra el del jefe Ikegawa), y cómo esa lucha sin cuartel afecta la carrera de Mitsuko, hija de los primeros y aspirante a estrella de cine. En el segundo tiempo, diez años después, los Fuck bombers procuran rescatar la vocación suspendida de la joven, y de paso la propia, realizando con participación directa del clan del yakuza Muto la vieja película soñada, obra maestra del cine de acción y de las artes marciales.

Asistimos así a un gradual desbordamiento de artificios escénicos, retruécanos narrativos y delirios gore capaces de pasmar al Tarantino de Kill Bill (2003-04), al Robert Rodríguez de Machete (2010), o al Takeshi Kitano de Outrage (2010) y de Beyond Outrage (2012).

Todo en clave de parodia caricaturesca de un género que pareciéndose agotar cada año, sorprende siempre con novedosas mutaciones. En la lúdica incursión en el infierno que ahora propone Sono se mezclan la añoranza por los formatos en vías de desaparición, las cintas de 35 mm, las obsesiones de la cinefilia, el gusto por la tira cómica, las leyendas locales y la divertida analogía de un estudio de rodaje con un campo de batalla. El director veterano juega con sus jóvenes seguidores cinéfilos; comprende y comparte sus fobias y manías, incluso sus novatadas técnicas, y a lado suyo sale victorioso y engreído, con una película terminada, dejando tras de sí toda una estela de cadáveres y devastaciones. Pareciera esta cinta un paréntesis caprichoso en la filmografía del autor. Sus próximas películas bien podrán tener registros muy distintos. Por lo pronto, hay la libertad suprema de la cinefilia, el fantasioso privilegio de un maestro siempre capaz de sorprender de una obra a la siguiente.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario