9/20/2018

Un año de desamparo

La Jornada

Ayer se cumplió un año del sismo que causó graves daños en regiones del estado de México, Ciudad de México, Morelos, Puebla, Chiapas, Oaxaca y Guerrero, y de menor consideración en Michoacán, Tlaxcala y Veracruz, así como 368 muertos, más de 3 mil lesionados y enormes daños materiales, sobre todo en casas habitación y edificios habitacionales, pero también en plazas comerciales, escuelas, edificaciones históricas y templos. Para colmo, ese movimiento telúrico fue precedido por otro, ocurrido 12 días antes, que afectó los territorios de Chiapas, Oaxaca y Tabasco, el cual había dejado casi unos 200 muertos, 700 lesionados y la destrucción de más de 22 mil viviendas en esas entidades, además de daños en clínicas, edificios públicos, comercios e iglesias, además de sistemas de electricidad y agua, y tramos carreteros.
Aunque en una escala menor, en ambos desastres –que para efectos humanos fueron uno solo– se repitió lo ocurrido exactamente 32 años atrás a raíz del terremoto que diezmó varias ciudades del centro de la República: la población dio muestras de una solidaridad y una capacidad organizativa insospechadas, en tanto que las autoridades exhibieron descoordinación, apatía, ineficiencia y mezquindad, y se pudo percibir un hilo entre algunas edificaciones caídas o dañadas y prácticas corruptas en la concesión y el control de permisos de construcción.
Una vez pasada la emergencia inicial, cuando habría debido emprenderse la reconstrucción masiva de las viviendas destruidas, las distintas entidades públicas involucradas, pertenecientes a los tres niveles de gobierno, no fueron capaces ni siquiera de realizar una estimación correcta de los daños, a la fecha miles de damnificados siguen durmiendo en la calle, en refugios precarios o en casas de familiares o amigos, y los millones donados por instancias públicas y privadas del país y del extranjero fueron objeto de un manejo opaco que ha hecho imposible conocer su monto, su administración y su aplicación.
Más allá de los fallecimientos, los daños materiales y la incierta y exasperante situación que experimenta el sector de la sociedad que perdió viviendas y sitios de trabajo, los terremotos de septiembre del año pasado ponen a México ante la evidente necesidad de enfrentar y combatir la ineficacia, la corrupción y el carácter omiso de instituciones que habrían debido acudir en auxilio expedito de los afectados.
A un año de esos trágicos sismos resulta impostergable emprender un programa de reconstrucción riguroso y de las dimensiones adecuadas, así como investigar y deslindar las responsabilidades de empresarios de la construcción y de servidores públicos, responsabilidades que hasta ahora han sido depositadas en un pequeño número de funcionarios y empleados menores.
En suma, los gobiernos salientes –el federal, el capitalino y varios estatales– han desperdiciado 12 meses y la reconstrucción sigue siendo, en buena medida, una tarea pendiente. La exasperación de los damnificados está plenamente justificada, en la medida en que han sido condenados a un año de desamparo. Cabe esperar que las autoridades de distintos niveles que tomarán posesión el próximo primero de diciembre asuman ante esta tragedia una actitud claramente distinta y que el programa nacional de reconstrucción anunciado ayer mismo por el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, sea ejecutado con prontitud, transparencia y eficacia.

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