9/17/2018

No tan deprisa


León Bendesky

La forma usual en que se tratan las crisis económicas, tanto sus orígenes como sus consecuencias, debe ser revisada seriamente.
Los políticos, académicos, analistas y medios suelen tratarlas como situaciones puntuales, sobre las que centran su atención cuando ocurren y, muy pronto, las arrinconan como si el paso del tiempo las superara y los indicadores de una recuperación, aunque sea leve, fuesen suficientes para pasar a otras cosas más cómodas o rentables.
En México tenemos varios ejemplos de esto desde las crisis de los años 1980 hasta la de gran dimensión, como fue la de 2008 y de la cual se recuerda ahora el décimo aniversario. El caso es que cada una deja una marca.
Tras la caída de la actividad económica (medida como el producto interno bruto) que provoca una crisis, ésta tiende a recuperarse, incluso por efecto de rebote estadístico y se le trata como una superación. Lo mismo ocurre con los precios de los artículos de consumo, acciones y bonos, bienes raíces, tasas de interés y tipo de cambio. Se expresa también en la ocupación de la fuerza de trabajo.
Las crisis son recurrentes y manifiestan el movimiento cíclico de las variables económicas. Este hecho no debe ocultar, sin embargo, el asunto primordial de las repercusiones sociales que permanecen subsumidas en la discusión y sólo reaparecen de modo puntual cuando los indicadores oficiales se publican periódicamente.
Los individuos y las familias resienten el impacto de una crisis, tanto en el flujo de sus ingresos como en su patrimonio y la manera en la que se recuperan no es evidente, ni pareja y no se expresa fehacientemente en los indicadores económicos y financieros que comúnmente se utilizan.
En todo esto tiene un papel relevante la forma en la que se compone cíclicamente la deuda que contraen las familias, el acervo que se acumula y los flujos de pago que exige.
En el caso del empleo, o la ocupación como se mide en las encuestas, es necesario atender al salario, por supuesto, pero también a las condiciones de formalidad, duración y la precariedad de los trabajos disponibles. El conjunto de las oportunidades para distintos grupos de la población se recompone con las crisis y no de manera equitativa. Abarca cuestiones patrimoniales y el amplio espectro de los servicios sociales.
Una de las cuestiones que ha recibido atención, sobre todo luego de la crisis de 2008 es la expansión de la desigualdad económica. Los beneficios de la recuperación, conforme los criterios con los que se mide, indican que ésta tiende a concentrarse especialmente en los estratos de mayor ingreso, en los precios de las acciones y de las propiedades inmobiliarias y con un aumento de la deuda privada y pública.
No es casual que 10 años después se sigan debatiendo y analizando las causas y las consecuencias de la crisis de 2008; entre ambas, por cierto, no hay una relación unívoca, pero sí tendencias observables.
Fue, en efecto, un fenómeno de gran envergadura. Lo que se discute hoy sucede a la sombra de los excesos que la generaron y que han sido sometidos en muchos casos de modo más bien cosmético. La especulación extrema es predominante con todo lo que entraña.
Tal debate se da igualmente a la sombra de una nueva crisis que se vislumbra en las condiciones de los mercados: en la producción y el financiamiento, en la estructura monopólica que los caracteriza y en las políticas económicas que se imponen a escala global, como el nuevo proteccionismo.
De modo paralelo, las tendencias que se observan como derivación de la crisis apuntan a un entorno político y social muy inestable. En Europa se da con un retorno nacionalista y xenófobo. Ahí están los casos ostensibles de Hungría, Polonia e Italia y el resurgimiento de los partidos y movimientos de ultraderecha en Alemania, Austria y Suecia. Todos ellos de corte racista, antigitanos, antimusulmanes, antisemitas y antinmigrantes o cualquier otra minoría.
Esto ocurre, sí, en plena Europa, que enfrenta presiones de desintegración política, social y económica. Estas tensiones parecían haberse contenido luego de 1945 y 1989. Ocurre en Estados Unidos donde, como advirtió recientemente el ex presidente Barack Obama, la elección de Donald Trump es el síntoma, que no la causa, de la división social en aquel país. Los efectos pueden reconocerse en México con las recientes elecciones.
Las crisis son, finalmente, de naturaleza social, no pueden restringirse al ámbito de la economía, de los indicadores de los mercados y del sempiterno trato que se hace de la confianza de los inversionistas como una exigencia y a la vez una muestra de las condiciones políticas.
El caso es que el impacto complejo de una crisis, como la de 2008, tiene que ser asumido precisamente en términos políticos. Ahí está una muestra clave del déficit de una sociedad que aún pretende ser global.

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