5/21/2020

El tortuoso camino de la democracia



Hacia finales de 2018, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaraba anticonstitucional la Ley de Seguridad Interior que facultaba a las fuerzas armadas para participar en labores de seguri-dad. En los debates protagonizados por los ministros en ese entonces, se esbozó el concepto de fraude a la Constitución, justo porque algunos consideraban que, bajo el membrete de la seguridad interior, en realidad se facultaba a las fuerzas armadas para hacer tareas de seguridad pública, es decir, de alguna manera se cometía un fraude conceptual a la Constitución.
Seguro al amable lector le sonará familiar el anterior concepto, pues apenas el pasado 11 de mayo la SCJN volvió a invocarlo, esta vez para el caso de la llamada ley Bonilla, que desde el año pasado se cocinaba en el Congreso local de Baja California. Paradójicamente, el mismo día que se publicaba en el Diario Oficial de la Federación un decreto presidencial por el cual las fuerzas armadas retornan a las calles para hacerse cargo de labores de seguridad pública.
Así pues, en un mismo día observamos cómo dos cabezas de nuestro sistema democrático emiten decisiones que apuntan en distintas direcciones: mientras una defiende los principios de la democracia procedimental y electoral, la otra apuesta por un modelo de seguridad de corte militarizado que ha sido tradicionalmente característico de regímenes autoritarios, a diferencia de los modelos de seguridad ciudadana que acompañan sistemas democráticos. El mismo día, pues, la democracia avanzó un paso y retrocedió otro.
En ambos procesos se ha utilizado el derecho para intentar dar apariencia legal a actos que van en contra del sistema constitucional. Empecemos por la ley Bonilla, era evidente desde cualquier ángulo la violación a tres principios constitucionales establecidos en el artículo 116: tener certeza en elecciones libres y claras; el derecho a votar y ser votados, y la no relección. La población de este estado votó para elegir al Ejecutivo por un periodo oficial de dos años, por lo que la pretendida ampliación de éste era, en todos los sentidos, un fraude constitucional y un ejercicio de perversión del poder donde la legalidad y legitimidad de las instituciones se desvía del interés común.
Ahora veamos el decreto. Recordemos que el verdadero piso firme de toda democracia son los derechos humanos; por eso, bien se puede decir que la democracia en México pareciera avanzar a paso de tortuga. La ya de por sí controversial Guardia Nacional se ve ahora rebasada por el nuevo decreto presidencial que de manera más explícita deposita en las fuerzas armadas la responsabilidad de las labores de seguridad pública. Más que las condiciones del retiro de los militares, el decreto parece justificar y habilitar su permanencia.
Si algo caracterizó a los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, fue el papel preponderante de las fuerzas armadas como un estamento casi superior al civil. Además de Ayotzinapa, en los años recientes han ocurrido diversos hechos que cuestionan su empleo en tareas de seguridad, como la masacre de Tlatlaya, los hechos en Apatzingán, la desaparición y ejecución de personas en el poblado de La Calera, Zacatecas, entre otros; episodios todos en los que vemos asociadas a las fuerzas militares con la violación de los derechos humanos.
El decreto deja claro que el gobierno de la 4T apuesta, igual que como lo hicieron los dos anteriores, al uso del Ejército y la Marina para pacificar el país, aun cuando tanto la SCJN, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, han reiterado que, si bien los gobiernos tienen la legitimidad soberana de convocar a las fuerzas armadas a tareas de seguridad y combate a la criminalidad, ello debe ser con carácter excepcional, subsidiario, bajo estricto control civil y con mecanismos robustos de transparencia y rendición de cuentas.
El decreto presidencial emitido normaliza la participación militar en tareas de seguridad, si bien el único principio que se cumple es el de temporalidad. El riesgo que ello entraña es mayúsculo, tanto en el posible impacto en la vigencia de los derechos humanos, como en la efectividad de la propia medida como política pública exitosa, recordemos que llevamos 13 años de militarización de la seguridad, sin que los índices de violencia bajen.
Ciertamente, también llevamos 13 años en donde no se ha apostado por el fortalecimiento de las instituciones civiles de seguridad, lo cual a todas luces ha convalidado el uso del personal militar en el combate a la criminalidad. Esta podría y debería ser una diferencia sustantiva de este gobierno a diferencia de los antecesores, que apostaron sólo a la militarización y no a las instituciones civiles. Sin duda, limpiar, profesionalizar y dotar de mejores condiciones a las policías podría ser un camino más propio de un modelo de seguridad ciudadana anclado en un régimen democrático.
La democracia como régimen político, se caracteriza por ser un sistema de pesos y contrapesos basado en la división de poderes. Si hoy la SCJN evaluara la constitucionalidad y convencionalidad del decreto presidencial, muy probablemente lo declararía como fraude a la Constitución.

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