9/06/2010

Cantaleta sin shalalá

Carlos Fazio.

Desde el comienzo de la administración calderonista denunciamos un larvado proceso de fascistización en México y el tránsito hacia un Estado de excepción como parte de una política gubernamental planificada. Según las propias cifras oficiales, el saldo en víctimas ejecutadas en lo que va del sexenio es de 28 mil 353. A lo que se suman 3 mil casos de desapariciones forzadas por razones políticas, trata de personas y levantones en el marco de la guerra entre los cárteles de una economía criminal que, con un pie en la clase política y otro en la clase empresarial, permea a toda la sociedad.

Además, una porción considerable de las 28 mil ejecuciones registradas podría estar relacionada con desapariciones, sobre todo aquellos casos en los que las víctimas aparecen desmembradas, descuartizadas o en fosas clandestinas (como la de Taxco con 77 cuerpos), sin que se investigue su identidad ni a los autores materiales o intelectuales del crimen.

En ese contexto, la presentación el 30 de agosto del Manual: ¿qué hacer en caso de desaparición forzada? guarda relación directa con el resurgimiento de ese tradicional mecanismo de represión del Estado mexicano. Históricamente, la dupla escuadrones de la muerte-desaparición forzada de personas es un componente esencial del modelo de la guerra contrainsurgente. Remite, invariablemente, a la práctica introducida por el ejército colonial francés en Argelia, utilizada después por Estados Unidos en Vietnam durante la Operación Fénix y exportada a América Latina por el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), mediante la Escuela de las Américas.

Junto con la tortura sistemática y la ejecución sumaria extrajudicial, la desaparición forzada formó parte de los instrumentos clave de las guerras sucias impulsadas por varios gobiernos latinoamericanos, México incluido, que practicaron el terrorismo de Estado. Sin embargo, la técnica de la desaparición forzada fue inaugurada por el Tercer Reich en diciembre de 1941, en el marco de la solución final destinada a eliminar judíos y miembros de otras razas malditas, como los gitanos, en los territorios de Europa ocupada por las tropas hitlerianas.

Esa directiva, conocida por el nombre eufemístico de Decreto Noche y Niebla (o Decreto NN), incluyó el asesinato de prisioneros de guerra cuyos derechos estaban protegidos por la Convención de Ginebra. Los prisioneros eran transportados de manera oculta a campos de concentración, sin que se conservase testimonio o registro de los hechos. Según palabras de Hitler, “el efecto de disuasión de estas medidas […] radica en que: a) permite la desaparición de los acusados sin dejar rastro y, b) que ninguna información puede ser difundida acerca de su paradero o destino […]. Una intimidación efectiva y duradera sólo se logra por penas de muerte o por medidas que mantengan a los familiares y a la población en la incertidumbre sobre la suerte del reo. […] A través de la diseminación de tal terror toda disposición de resistencia entre el pueblo, será eliminada”.

Según los ideólogos del nazismo, el decreto implicaba una innovación básica del Estado: la organización de un sistema de desapariciones forzadas. Una característica fundamental es que permitía la aplicación secreta de la pena sin dejar testimonio o pruebas sobre las circunstancias y término de la misma. De ahí el uso eufemístico de las palabras noche (nacht) y niebla (nebel), inspiradas de un canto de la ópera El oro del Rin, de Richard Wagner.

La desaparición forzada fue utilizada después por el ejército francés en la batalla de Argel (1957). Según reconoció el comandante Paul Aussaresses, uno de los cultores de la llamada Escuela Francesa, no era posible emprender una acción judicial para todos los detenidos (24 mil en los seis meses que duró la ofensiva antisubversiva). El saldo fue de 3 mil desaparecidos. Roger Trinquier, uno de los teóricos de la guerra moderna, desarrolló la idea de la contrainsurgencia planteando que cuando el poder político está en peligro, los militares son los únicos que disponen de medios suficientes para establecer el orden. Según Trinquier, en una situación de emergencia, los límites legales establecidos detienen la acción de las fuerzas militares regulares y la protección de la ley favorece al irregular. La ley es un obstáculo para la guerra total; la solución es apartar al prisionero del marco legal que pueda protegerlo.

En América Latina, la desaparición se utilizó en Guatemala en 1964, y luego en México y los países del Cono Sur contra el enemigo interno. Las víctimas entraron en el rubro de los daños colaterales. La secuencia secuestro-tortura-desaparición no representa una falla del sistema. Es un método ilegal utilizado por agentes del Estado o personas o grupos (paramilitares) con la aquiescencia de éste, sin orden de autoridad competente, para frenar la acción colectiva, vía la instalación del miedo y el terror.

La razón por la que un Estado recurre a ese método de represión racionalizada se debe a su efecto de supresión de todo derecho: al no existir cuerpo del delito se garantiza la impunidad. El desconocimiento impide a los familiares realizar acciones legales; infunde terror en las víctimas y en la sociedad, y mantiene separados a los ciudadanos en su accionar frente al Estado. Según Agamben, la desaparición es lo que vuelve al opositor un homo sacer. Es decir, una persona que puede ser asesinada impunemente.

¿Qué de todo eso está vigente en México hoy? Mucho, incluido el accionar de comandos paramilitares, escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social. ¿Está Calderón aplicando una versión actualizada de la guerra sucia? En todo caso, la cifra de muertos y desaparecidos se acerca, en sólo cuatro años, a las de la dictadura de Videla y la Colombia de Álvaro Uribe.

Calderón y el balance ciudadano.

José Antonio Crespo

Como suele suceder en este extraño país, que se valore bien al Presidente no significa que se aprecie su desempeño en temas concretos

Es natural que un líder político o un jefe de Estado quiera mantener alta la moral de sus seguidores, sus partidarios y los ciudadanos en general. Más cuando se vive una situación de guerra civil (como la que padecemos, así no sea por razones ideológicas). Ésa, decía Sun-Tzu, es una clave para ganar cualquier guerra. Pero en un discurso que sobrepasa el optimismo y se convierte en triunfalista el riesgo es que, lejos de elevar la moral, la mine, pues al oír los ciudadanos una oratoria excesiva, se vuelve inverosímil y genera la idea de que, por el contrario, las cosas están bastante mal. Así, frente a más de la mitad de ciudadanos que creen que la guerra contra el crimen organizado la está perdiendo el gobierno, y dos terceras partes consideran intolerable el costo social que se está pagando por la estrategia calderonista (Reforma, 1/IX/10), Felipe nos asegura que sí es posible ganar esta guerra: "Sé, bien lo sé, que en muchos ciudadanos existe hoy incertidumbre y pesar. Y a ellos les digo, y a todos les digo con absoluta certeza: que sí es posible someter a la delincuencia, que no será fácil ni rápido, pero sí es posible lograr la seguridad que anhelamos para los nuestros, que lo vamos a lograr", dijo en su mensaje (2/IX/10).

Siendo un hombre religioso, probablemente Calderón esté apelando a la fe de los ciudadanos, una fe ciega que debe profesarse más allá de cualquier evidencia, de cualquier dato o fundamento que permita concluir que, en efecto, se está ganando la guerra, y que es posible derrotar a los narcos. En cuyo caso, seríamos el único país que habría ganado la guerra contra los cárteles. Todos los que de una u otra forma lo padecen (por producción, comercialización o consumo), cuando mucho logran administrarlo con los menores costos posibles. Pero, derrotarlo, jamás han podido. Por eso probablemente ni siquiera lo intentan, sino mejor buscan las fórmulas que permitan reducir los riesgos, los costos, la inseguridad y eventualmente la ingobernabilidad al afrontar el fenómeno. Sólo los muy valientes deciden emprender semejante guerra frontal; cosa distinta es que la puedan ganar pero, ante todo, se impone el valor, el arrojo y la temeridad en tiempos de heroísmo (la racionalidad y la inteligencia pueden esperar para más tarde).

¿Qué balance hacen los ciudadanos sobre la gestión de Calderón, al filo de su cuarto año? Según encuesta nacional de Consulta Mitofsky (10/VIII/10), una mayoría de 55% aprueba la gestión de Calderón (aunque hace un año lo hacía 64%). Pero como suele suceder en este extraño país, que se valore bien al Presidente no significa que se aprecie su desempeño en temas concretos. Así, por ejemplo, 78% de los entrevistados ve la situación política peor que antes (frente a 70%, que así pensaba hace un año);

81% considera que la seguridad está peor ahora (frente a 71% que eso creía en 2009); 78% de los entrevistados piensa que vivimos peores momentos que en 2009 (que fue calificado por Felipe como el que "año que vivimos en peligro", cuando todo indica que será "el sexenio que vivimos en peligro");

60% considera que las cosas están ya fuera de control, mientras que sólo 30% cree que Calderón aún tiene las riendas del país. Y 57% piensa que el rumbo del país está equivocado (frente a 49% que eso creía en mayo de 2009). Peor aún, sólo 27% expresa que Felipe tiene el liderazgo para dirigir el país; 27%, que posee la experiencia necesaria para gobernar; 23%, la capacidad para resolver los problemas; 30%, que mantiene tolerancia hacia sus críticos (un rasgo típicamente democrático), y sólo 28%, que es honrado (otra característica democrática). ¿De dónde sale entonces una evaluación mayoritariamente aprobatoria? Se trata de una incógnita para sicólogos sociales y antropólogos que decidan sicoanalizar al país o desentrañar nuestra cultura política, si es que pueden (no está nada fácil). Quedémonos con aquella respuesta que alguna vez dieron algunas encuestas de por qué la gente evaluaba positivamente al Presidente: "Porque le echa ganas", como enfatizando que una cosa es que le "eche ganas" y otra muy distinta que obtenga los resultados buscados.

MUESTRARIO. De los muchos atributos de nuestro buen amigo Germán Dehesa, como escritor, divulgador de cultura, editorialista, crítico político y activista cívico, me quedo con su enorme calidad humana, que todos los que lo conocimos pudimos constatar y apreciar.

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