9/07/2010

Bajas colaterales y responsabilidades
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Editorial La Jornada.
El domingo pasado por la noche, soldados asignados a un retén en la carretera México-Nuevo Laredo, municipio de Apodaca, en el área urbana de Monterrey, dispararon contra un automóvil en que viajaban las familias De León Castellanos y Rodríguez De León. Murieron un menor y su padre, y resultaron heridos dos adultos y dos bebés. De acuerdo con las versiones disponibles, los viajeros no percibieron la señal de alto marcada por los uniformados, por lo que éstos los persiguieron en un vehículo y los acribillaron.

A diferencia de lo ocurrido en incidentes similares –en particular el que tuvo lugar en abril pasado en los alrededores de Matamoros, donde los uniformados mataron a los menores Martín y Bryan Almanza Salazar, de nueve y cinco años de edad, al atacar con granadas el vehículo en el que viajaban junto con sus padres–, los mandos castrenses reconocieron que la agresión del domingo fue producto de un lamentable error, según dijo el secretario de Gobierno de Nuevo León, Javier Treviño Cantú. La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) expresó sus condolencias a los sobrevivientes del ataque y anunció el inicio de una investigación a cargo de la Procuraduría General de Justicia Militar.

Sin poner en duda la pertinencia ni la obligatoriedad del esclarecimiento y de la imputación de las responsabilidades a que haya lugar, es claro que tragedias como la ocurrida el domingo en Apodaca, y que sólo en el noreste del país han causado ya una decena de muertes de civiles inocentes a manos de efectivos militares, resultan inevitables en el marco del recurso a las fuerzas armadas para hacer frente a la delincuencia, pues éstas carecen del entrenamiento necesario para hacer funciones de policía; su formación está orientada al combate, a la supervivencia en él y a la aniquilación del enemigo.

Las fuerzas armadas son el instrumento por medio del cual el Estado ejerce la violencia legítima: son, por su propia naturaleza –e independientemente de sus tareas secundarias, como el auxilio a la población en casos de desastre–, aparatos de guerra. No cabe sorprenderse, en consecuencia, de que la violencia se haya recrudecido en las regiones en las que los institutos armados ha sido desplegados: el noreste –incluidos Nuevo León y Tamaulipas, en donde los primeros operativos militares fueron lanzados en las postrimerías del sexenio foxista–, Michoacán o Ciudad Juárez.

Lo sorprendente es que la administración actual se empecine en defender el uso de la fuerza militar para hacer frente a un problema de seguridad pública y de legalidad, a sabiendas de que ese recurso se traduce, de manera inevitable, en violaciones a los derechos humanos, en impunidad y en el desprestigio de las fuerzas armadas a ojos de la población, fenómenos que debilitan aun más al gobierno y minan la de por sí desgastada credibilidad institucional.

Los soldados directamente involucrados en la masacre de Apodaca no son, ni de lejos, los culpables únicos, y ni siquiera los más importantes: la responsabilidad principal recae en los mandos civiles empeñados en usar al Ejército y a la Marina en tareas que son ajenas a su mandato constitucional y en involucrar a los institutos armados en una guerra que, hasta la fecha, carece de propósitos claros y de bandos definidos.

Alberto Aziz Nassif

La desconexión presidencial

Cuando uno escucha a los políticos hablar del actual momento del país, como sucedió con Felipe Calderón en su mensaje del Cuarto Informe de Gobierno, resulta muy difícil mantener un mínimo de credibilidad. Puede haber dos opciones: o la crítica no entiende al país o lo que dicen los políticos tiene poco que ver con el país real.

Según el Presidente de la República, México está bastante bien: su economía se recupera, en el combate al crimen se va ganando la partida, la política social va a toda velocidad, los compromisos se cumplen, la democracia se consolida y sólo hace falta que la clase política se ponga de acuerdo para sacar adelante unos cuantos pendientes legislativos. Pero, según lo que se puede observar, las voces críticas, los datos que no se dijeron, la percepción, las encuestas y la realidad de millones de ciudadanos, el país es muy diferente al imaginario que nos cuenta Calderón. Casi todas las propuestas de la agenda que se presentó hace un año se encuentran bastante atoradas, pero Calderón saca cuentas alegres y nos muestra la cara positiva de sus logros, aunque la realidad es muy diferente. Veamos por partes.

La pobreza creció con la crisis de forma importante. Se calculaba que el aumento era de poco más de 6 millones de personas, pero se nos vuelve a repetir que los beneficiarios de los programas de combate a la pobreza han crecido. No se quiere entender que estos programas no van a resolver la pobreza y sólo son un paliativo mientras no haya otro modelo de política económica. Lo mismo pasa con la salud; ahora Calderón dice que estamos a punto de la cobertura universal, cuando el deterioro en la atención es creciente. Lo que de plano fue un malabarismo es el tema de la educación, en donde ni siquiera se mencionaron las cifras de la prueba Enlace, que muestran el fracaso de la educación básica, una vergüenza nacional, generaciones de niños reprobados; era para haber hecho una severa autocrítica, pero el triunfalismo es más cómodo. Las finanzas públicas siguen manejadas con el mismo esquema de ahorro, acumulación récord de reservas, pero la calidad de vida de la mayoría se sigue deteriorando. Los impulsos para un desarrollo activo por parte del Estado siguen pendientes.

Ahora resulta que el mayor resultado para tener una economía competitiva es haber cerrado Luz y Fuerza del Centro. Pero, como se ha destacado, la novedad del informe, el conejo de la chistera, fue la propuesta para adelantar la transición de la televisión analógica a la digital, en la que, de acuerdo con el decreto emitido por Fox en 2004, el proceso terminaría en 2021. Parece que la decisión de adelantar los tiempos es una apuesta política. Pagamos por ver cómo se va a generar cobertura, convergencia y competencia en un mercado monopolizado, con reglas deficientes y con órganos reguladores capturados. Se tendrán que atender diversos retos para no generar más concentración; al mismo tiempo, se verá de qué forma se establece una ampliación de nuevos competidores y, finalmente, se tendrá que atender el acceso a las televisiones de tipo digital que al parecer no llegan al 14% de los televidentes en el país. El anuncio ya fue calificado de electorero y de tardío.

El tema de la política de seguridad sigue las mismas pautas de lo que se ha hecho desde diciembre del 2006, y seguirá hasta el final del sexenio. Así que las reuniones de diálogo no sirvieron para modificar ni un centímetro la criticada estrategia del gobierno calderonista. La reforma de trámites y reducción regulatoria es de los pocos asuntos que puede hacer el gobierno, sin embargo, todavía no se notan los resultados. Se anuncia que se han eliminado 7 mil normas, pero no se nota todavía una burocracia más eficiente.

Dos temas están en manos del Congreso: la reforma laboral, un proyecto que presentó el Ejecutivo, bastante retardatario por la restricción de derechos, está atorado en el Poder Legislativo, y la reforma política, que con el actual clima de polarización que hay en la clase política, no se ve muy viable cómo pueda salir adelante. En suma, lo que tenemos es un gobierno que ha decidido jugar las mismas fichas los dos últimos años del sexenio, con la única novedad del adelanto digital en la televisión. Las peticiones y reclamos presidenciales, con llamados a la unidad y a la colaboración, difícilmente pasarán del discurso a los consensos. De esta forma, el panorama es bastante oscuro y todo indica que la crisis de seguridad, la violencia y la impunidad, a pesar de la detención de grandes capos, seguirán cada día peor.

En suma, la característica de este Cuarto Informe es la gran desconexión del discurso presidencial sobre el país real.
Investigador del CIESAS

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