2/24/2013

Metlatónoc: miseria y explotación


 Zósimo Camacho

En las comunidades de la Montaña de Guerrero, los abuelos no tienen acceso a servicios médicos; tampoco a vivienda digna ni alimentación sana. Trabajan más de 12 horas al día y consiguen menos de 7 pesos por jornada. Programas para Vivir Mejor prefirieron remozar fachadas y construir curatos antes que establecer el primer hospital para los na’saavi, me’phaa y nahuas de la región. Con esta entrega, Contralínea concluye la serie de crónicas desde las zonas más pobres de México

 
Zósimo Camacho/Luis Suaste*, fotos/enviados
 
San Pablo Atzompa, Metlatónoc, Guerrero. Las manos, gruesas y abundantes en callos, deslizan con destreza las hebras de tule. Las palabras en na’saavi fluyen tan rápido como los dedos entreveran los tallos. El matrimonio formado por Daniel Pantaleón Luna y Guadalupe Avilés Cano teje sombreros. Los abuelos, cuyas edades rondan los 60 años, se apresuran a completar una docena, la única manera de obtener algunos pesos.
 
A pesar de que desde el alba y hasta que la luz del sol se va sólo se dedican a confeccionar los rústicos tocados, tienen dificultades para finalizar los seis al día que les corresponden a cada uno. En cuanto completen tres docenas bajarán caminando –un trayecto de 5 horas– hasta la ciudad de Tlapa de Comonfort para venderlos.
 
Por los 36 sombreros les pagan 120 pesos. Ellos debieron desembolsar antes 80 pesos en la compra de un tercio de palma o tule con que los elaboran. Así, su “ganancia” se reduce a 40 pesos… O 20 pesos para cada uno por tres jornadas completas. Es decir, cada abuelo gana 6.66 pesos al día, en jornadas de más de 12 horas de trabajo.
 
No cuentan con ningún tipo de seguridad social ni saben de ningún Artículo 123 que “garantice” sus derechos; tampoco de la responsabilidad que el Estado y los empleadores tienen para con los trabajadores, según lo establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. No hay representantes gubernamentales en varios kilómetros a la redonda. Tal vez sea mejor así: formalmente serían para el Estado mexicano “personas físicas con actividad empresarial” y seguramente estarán “evadiendo” impuestos…
 
—Ésta es mi casa…, tiene pobre; tiene tabla; no tiene piso firme –había dicho Daniel Pantaleón a los reporteros, en entrecortado español, a manera de bienvenida.
 
En silencio, él y Guadalupe Avilés recorren con la mirada su hogar: dentro de la choza de tablas y lámina galvanizada, el espacio para el fogón, un comal, dos pequeñas sillas y una tina con maíz nixtamalizado. En la otra esquina, leña y un bote de plástico con envases vacíos de refresco. Del techo cuelga un garrafón desocupado. Nada más.
 
Invitan a su “otra casa” (en realidad la otra habitación), donde también el piso de tierra se hace lodo en las partes más húmedas. Es el “dormitorio”. Al fondo, cuatro huacales sostienen cinco tablas. Sobre de éstas, un petate. Es la cama. El panorama se completa con ropa amontonada en cajas de cartón, un foco y, sobre una mesa de madera desvencijada, un aparato estereofónico.
 
Mediante la traducción de Eulogia Flores –na’saavi del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan–, Daniel y Guadalupe platican sobre su vida en una comunidad de la Montaña de Guerrero, considerada la región más pobre del país. “Somos campesinos –explica Daniel–; sembramos la milpa, pero el maíz no nos alcanza para todo el año”. Guadalupe completa: “Entonces hacemos sombreros de palma y los vendemos en la ciudad de Tlapa para comprar maíz”.
 
 
Sin interrumpir el tejido, los na’saavi comentan que “todos en Atzompa hacen sombreros: los que no, es porque… porque… se van a otro lugar a trabajar”.
 
—¿Les gusta su trabajo?
 
—Pues aunque no nos gustara –responde Daniel–. No conocemos otra cosa. No sabemos hacer otras labores en las que se gane más. Nada más sabemos el campo y los sombreros.
 
—¿Han salido a trabajar fuera de la comunidad?
 
—Sí, fuimos a Sinaloa –explica Guadalupe–, pero sentimos que allá [de jornaleros] estamos igual o peor que aquí. Por eso ya no volvimos a salir.
 
Quienes sí decidieron trabajar fuera de la Montaña fueron sus hijos: “Decían que con lo de los sombreros no alcanzaba para mantenerse y ya no quisieron aprender de su papá –señala Guadalupe–; y mejor se fueron hasta Nueva York para ganar más”.
 
Pero la tragedia no abandonó a la familia: “Ya tenían año y medio que estaban trabajando allá. Se compraron un carrito y tuvieron un accidente con un tráiler”.
 
Murieron los tres hijos del matrimonio y una nuera.
 
—¿Recibieron indemnización?
 
—Al contrario, hicimos mucho gasto cuando ellos fallecieron. Por el traslado de los cuerpos gastamos mucho. Y eso que el síndico de Metlatónoc nos ayudó para traerlos a enterrar aquí. Y ya no pudimos traer a los nietos. De eso hace 5 años y los niños ya crecieron allá.
 
Interrumpen sus labores. Guardan silencio. Cabellos desordenados, rostros enjutos, arrugan el entrecejo. El viento frío campea en la casa: se cuela sin problema alguno por las paredes de tablones. Afuera, arrecia la lluvia. Pesadas nubes grisáceas han chocado con la montaña y se deshacen en millones de gotas.
 
Daniel y Guadalupe son parte de los casi 1 mil 400 habitantes de esta comunidad, una de las más populosas de las 40 que pertenecen a Metlatónoc, un municipio ciento por ciento indígena. En toda la demarcación habitan 18 mil 976 personas, de acuerdo con la más reciente Encuesta de población y vivienda realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2005). La mayoría de los habitantes es monolingüe: na’saavi, 12 mil 390, y me’phaa, 1 mil 269. Más de la mitad de los mayores de 15 años (52 por ciento) no sabe leer ni escribir. El promedio de años cursados en educación formal es de 3.2. Apenas 3 mil 769 tienen acceso a las atenciones médicas.
 
 
Desde la cabecera municipal, el secretario general del ayuntamiento, Federico Vázquez Ramírez, ofrece –sin proponérselo– un panorama de devastación.
 
“Carecemos de muchos servicios. Sí tenemos tres médicos aquí en la cabecera, en el centro de salud”. Inmediatamente aclara: “no es hospital: es centro de salud”.
 
La historia de los municipios de la Montaña guerrerense se repite: la demanda de atención médica rebasa a los doctores. “No se dan abasto”, explica Vázquez Ramírez. No cuentan con suficientes medicinas ni con equipo médico. Tampoco hay espacio para camas ni para atender a los enfermos; por eso a los que se enferman hay que trasladarlos a [la ciudad de] Tlapa o a [la de] Chilpancingo… Estamos muy mal con el servicio; pero no es culpa de los médicos; ellos hacen lo que pueden”.
 
—¿Con cuántos médicos cuentan?
 
—Con tres; pero aunque estén, aquí no se puede atender algo serio, pues no hay equipo para sacar radiografías ni para hacer estudios. Solamente se puede hacer lo más sencillo, como curaciones. Ahorita tenemos la suerte de que dos estudiantes de enfermería de la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México] vinieron a hacer su servicio social. Estamos muy contentos con ellos, pues también se atienden los partos. Y lo hacen sin ningún sueldo.
 
—¿Y cuántos médicos se encuentran en las comunidades dependientes de esta cabecera?
 
—No hay. Estos mismos tres son los que se dan su vuelta por las comunidades. Tienen su itinerario, su programa de visitas… –Repara en que se trata de 40 comunidades y cerca de 18 mil habitantes–. Como decía, estamos muy mal.
 
Federico Vázquez Ramírez –quien como secretario general del ayuntamiento es integrante del equipo del presidente municipal Roberto Guevara Maldonado, que asumió el cargo en octubre de 2012– también reconoce que hay comunidades sin maestros ni escuelas.
 
“Hay comunidades que no reciben educación, pues no hay maestros. En la cabecera sí tenemos desde preescolar hasta secundaria; además, un Colegio de Bachilleres por Cooperación [en el que los pobladores prestan casas para las clases y les dan alimento a los maestros]”. Adicionalmente, ha comenzado a operar, en un par de salones, la Universidad de los Pueblos del Sur (Unisur).
 
Luego de 10 años de haber sido declarado el municipio más pobre de México, las “acciones” de los sucesivos gobiernos federales, estatales y municipales, que involucran a los partidos Acción Nacional, Revolucionario Institucional y de la Revolución Democrática han dejado en el primer cuadro de la cabecera una calle con cemento, un palacio municipal remozado y dos pequeñas construcciones nuevas: una con un auditorio y tres salones (dos de éstos prestados a la Unisur); la otra, una pequeña cabina para la radio comunitaria Tachi Ñuu Itia Tanu y la sede del Centro Comunitario de Aprendizaje, dependiente de la federal Secretaría de Desarrollo Social.
 
Metlatónoc ahora es el séptimo municipio más pobre en el nivel nacional; el primero lo ostenta su vecino Cochoapa El Grande. Lo cierto es que no se perciben diferencias ni entre las cabeceras ni entre las comunidades de ambos lugares.
 
No hay un sólo hospital o clínica en la cabecera; menos aún en las comunidades de la Montaña profunda pertenecientes a este municipio. Más de 84 kilómetros separan al centro de Metlatónoc con los hospitales más cercanos, ubicados en la ciudad de Tlapa. En efecto, en este tiempo se ha construido una carretera, la cual “siempre está en pésimas condiciones; desde que se inauguró ha tenido derrumbes y luego, luego, se llenó de baches; nunca la hemos podido disfrutar”, señala el secretario general de Gobierno del ayuntamiento, Federico Vázquez.
 
—¿Y los caminos hacia las comunidades?
 
—Están mucho peor. En tiempos de lluvias entramos a las comunidades empujando el carro; pero a veces ni se puede. Y aunque rastreemos, con la siguiente lluvia el camino se vuelve a deshacer.
 
*Integrante de Regeneración Radio
 
 
Infografía:
 
 
 
⇒Parte I Metlatónoc: miseria y explotación


Metlatónoc, Guerrero: maquillaje, engaño y violencia

El eslogan “Vivir mejor” se tradujo, para las comunidades montañeras, en arcos de bienvenida a la entrada de los pueblos, curatos e iglesias de concreto, un corral para jaripeos y remozamiento de las fachadas de las comisarías. Los niños siguen creciendo, famélicos y con andrajos, tan pobres como sus padres y más aun que sus abuelos. La violencia del narcotráfico cerca a las comunidades más pobres

 
Zósimo Camacho/Luis Suaste*, fotos/enviados
 
 
San Pablo Atzompa, Metlatónoc, Guerrero. Aproximadamente 30 kilómetros de camino terregoso separan a San Pablo Atzompa de la carretera Tlapa-Metlatónoc. El trayecto se realiza en alrededor de 1 hora y media. Se trata de una de las comunidades consideradas casi a pie de carretera, aquellas donde los programas sociales de combate a la pobreza y los “apoyos” tienen menos dificultades para llegar.
 
Como en todos estos pueblos, Atzompa cuenta con un arco de concreto que da la bienvenida a los visitantes; una cancha de basquetbol con techo de lámina; un curato y una iglesia de concreto; una comisaría remozada y un corral de toros para los jaripeos de las fiestas. En eso se tradujo el lema “Vivir mejor” para los indígenas montañeros.
 
La casa de salud, de adobe y sin médicos ni medicinas. Más de la mitad de las casas no cuenta con piso firme. El drenaje, introducido hace 1 año, se estropeó con las primeras lluvias. Los programas de Desarrollo Humano Oportunidades y de Apoyos Directos al Campo sólo alcanzan para la mitad de las mujeres y un tercio de los hombres, respectivamente. La energía eléctrica, instalada hace 2 años, constantemente se suspende.
 
De la comisaría llegan el bullicio y los acordes de tuba, trombones, trompetas y flautas. Una banda de viento toca una versión montañera de la canción chilena “Yo vendo unos ojos negros”: de los instrumentos metálicos de los na’saavi nace un son melancólico. No hay nadie en la plaza. La llovizna, por momentos, se trueca en aguacero.
 
En el interior de la comisaría, los fiscales del pueblo y el comisario Rutilio Luna Ayala discuten cómo recomponer el tejido social de la comunidad, roto por asesinatos y disputas políticas. Todos están borrachos. De momento dejan atrás sus diferencias y se organizan para hablar con los reporteros.
 
 
En lengua na’saavi, el comisario dice que no sirve de nada contar con una casa de salud si no hay doctores. Explica que las mujeres embarazadas deben ser trasladadas a la ciudad de Tlapa o, incluso, al vecino estado de Oaxaca.
 
Se queja de los maestros: “no dan clases la semana completa; los lunes llegan muy tarde, cuando ya no es hora de clase; tienen el pretexto de que la “pasajera” no salió temprano o no podía pasar por el camino. Y nada más están 3 días, porque el viernes se van temprano para Tlapa”.
 
Formalmente ya cuentan con una escuela secundaria, pero las clases se interrumpieron luego de que “se peleó el pueblo”. El conflicto surgió a raíz del lugar donde deberían construir el plantel. En la disputa murieron dos personas y los maestros se fueron. Desde entonces no han regresado.
 
Aunque también ya cuentan con servicio eléctrico, cada vez más familias optan por suspenderlo. El comisario explica: “Toda la comunidad tiene un problema con la luz. Están llegando muy caros los recibos. Lo menos que llega es de 1 mil 500; pero casi siempre llega de 2 mil 500; y ha llegado de 4 mil [pesos por bimestre]. Y en mi casa nomás tenemos tres focos. Ni molino ni aparatos tengo”.
 
Retoman sus maltratados sombreros de palma colocados en la mesa desvencijada, y vuelven a sus disputas. La banda de viento vuelve a sonar. Las cervezas pasan de mano en mano. Los fiscales y el comisario consideran que han dicho a los visitantes lo necesario. Continúan su discusión.
 
Apenas salen, los reporteros son abordados por dos mestizos, quienes amablemente preguntan cuál es el motivo de la visita y cuáles fueron las palabras de las autoridades comunitarias. Camisa a cuadros, sombrero blanco de lona, botas con punteras, hebilla plateada, un hombre de aproximadamente 35 años ofrece su mano abierta. En perfecto español dice: “Cualquier cosa que necesiten, por aquí estamos”.
 
 
La pobreza de los habitantes y las dificultades para ingresar a la región han hecho de la Montaña un escenario inmejorable para fomentar cultivos ilícitos. Algunas familias del municipio han optado por sembrar maíz bola, como llaman los na’saavi a la amapola. Los narcotraficantes pagan cada gramo de goma de amapola a 1 peso. Un cultivo menor a 1 hectárea puede proporcionar 1 kilogramo de goma en 6 meses. Así, los campesinos reciben 18 mil pesos por el opio que, en el mercado negro estadunidense, alcanza un precio equivalente a 340.66 pesos por gramo o 340 mil 660 pesos por kilo.
 
La violencia asociada al crimen organizado se incrementó en los últimos años en la Montaña. A las muertes por pobreza, los montañeros suman las muertes por ajustes de cuentas, en las que los campesinos son, accidentalmente, los eslabones últimos y más delgados del engranaje del narcotráfico.
 
Las comunidades con mayor contacto con los mestizos son las que más violencia padecen. Son también las que se mantienen en mayor resistencia por la defensa de su lengua. A diferencia de los na’saavi de las comunidades de la Montaña profunda, los que se encuentran cerca de los centros urbanos han dejado de vestir sus ropas tradicionales. Algunas familias cuentan con viejos aparatos de televisión. No son muy exitosos: un sólo canal pueden sintonizar; los personajes hablan una lengua que no comprenden, y los escenarios que se les presentan nada tienen que ver con la realidad de la Montaña.
 
Hasta la choza de los abuelos Daniel Pantaleón Luna y Guadalupe Avilés Cano se escuchan los acordes de la banda de viento; la llovizna no ha cesado; los niños, empapados, se corretean en las calles lodosas. Sus risas también se cuelan por las paredes de tabla. El sol se ha ocultado y ha sido necesario encender el único foco de la habitación. Han concluido 10 sombreros. No dormirán hasta que completen la docena. Estiran piernas y brazos; se frotan los dedos. Cada uno toma otro tercio de tule. Entreveran los primeros tallos.
 
*Integrante de Regeneración Radio

 

Gobiernos nunca han buscado abatir pobreza en la Montaña, sino ganar votos: Tlachinollan

 Zósimo Camacho

⇒ Parte III Gobiernos nunca han buscado abatir pobreza en la Montaña, sino ganar votos: Tlachinollan
 
El antropólogo Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, explica que nunca se ha realizado un combate real a la pobreza que padece la Montaña de Guerrero. En entrevista con Contralínea, explica que quienes ganan con los programas asistencialistas son contratistas, funcionarios y algunas empresas; nunca los indígenas. A las comunidades sólo llegan limosnas que sirven para remozar alguna fachada, pero nunca para acabar con el hambre o garantizar la educación de los niños
 
Zósimo Camacho/Luis Suaste*, fotos/enviados
 
San Pablo Atzompa, Metlatónoc, Guerrero. El mismo “libreto neoliberal” del supuesto combate a la pobreza ha sido aplicado en la Montaña de Guerrero por los gobiernos federales emanados de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN). No sólo no han abatido la miseria: la han profundizado.
 
El análisis es del antropólogo Abel Barrera Hernández, director y fundador del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan. Testigo de la miseria en esa región guerrerense, pero también de la resistencia y de las luchas de los pueblos nahuas, me’phaa y na’saavi, explica que los programas asistencialistas no están diseñados para acabar con la pobreza.
 
Tanto el estilo “redencionista” del PAN como el “paternalista” del PRI tienen de base el desprecio a los indígenas, a quienes “se les sigue viendo como objetos de interés público, como gente pobre de la que hay que compadecerse”.
 
Barrera Hernández considera que un esfuerzo auténtico de combate a la pobreza tendría que “garantizar que los pueblos fueran copartícipes en el presupuesto público, en la toma de decisiones y en el diseño de los planes de desarrollo; y, sobre todo, incorporar otros modelos de desarrollo comunitario que no sean etnocéntricos”.
 
Hasta ahora, a decir del antropólogo egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, “el combate a la pobreza sólo está diseñado para remozar la pobreza, para tener una fachada no tan deprimente de lo que es la desigualdad, el sufrimiento, el hambre, la desesperanza”.
 
—¿El que “remocen” la pobreza no implica una mejoría, aunque sea mínima, en las condiciones de vida de la Montaña?
 
—No. Lo que hacen es remozar el panorama con cemento, pintura, con un techo, un salón, con el rastreo de una carretera, un escritorio para una comisaría, una bocina con aparato de sonido para la misma comisaría… Pero nunca se quita la huella del peso del Estado que aplasta, y que deja cuerpos famélicos, siempre con hambre, sin derecho a la salud y, sobre todo, azotando con el látigo del desprecio y la discriminación a los niños, a las mujeres, a todas estas personas que viven en el olvido.
 
—En comunidades de la Montaña, como la de San Pedro El Viejo, se han construido iglesias y curatos, aunque no tengan cura. Y no se ha construido una sola casa de salud…
 
—Es un ejemplo de cómo a la hora de ejercer los recursos las autoridades simplemente buscan responder a necesidades muy inmediatas, pero no resuelven el problema de fondo. El gobierno construye una iglesia, un corral para los toros y lleva cobijas porque busca votos. No se hace nada en realidad para mejorar la alimentación, la educación, la salud.
 
—Luego de un sexenio de supuesta “guerra” contra el narcotráfico, los índices de violencia en la región se incrementaron significativamente. ¿Fue la Montaña uno de los campos de batalla de esta “guerra”?
 
—La guerra del sexenio pasado fue declarada contra los pobres. La mayor inversión que hizo el gobierno federal en la Montaña fue en el ámbito militar: hubo más presencia del Ejército Mexicano, y se emplearon más recursos de tecnología militar. Se criminalizó a los indígenas por su pobreza. Se les colocó fuera de la ley porque se ven obligados a cultivar siembras ilícitas. Esta situación puso a los pueblos en un estado de mayor vulnerabilidad. Y la guerra contra los pobres vino a fortalecer el modelo de guerra de contrainsurgencia: se generó terror con afán de desmovilizar y criminalizar a las organizaciones y movimientos. Esto vino a causar mucho daño, a vulnerar la vida de los pueblos y a pervertir las relaciones intracomunitarias.
 
—¿Y a fomentar la presencia de la delincuencia organizada?
 
—Sí, porque se ha construido una situación de mayor descontrol porque llegaron agentes externos a las comunidades, los cuales gozan de total impunidad. Son los que se encargan de crear las redes de la delincuencia. Sus víctimas son las comunidades, las familias indígenas. Y, claro, no faltan personas que se sienten tentadas a involucrarse.
 
*Integrante de Regeneración Radio

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