2/25/2013

Los derechos y las telecomunicaciones



 Ricardo Raphael

¿Anécdota cierta o inventada? No lo sé. Me la contaron y la atesoro como revelación. Podría haber surgido de las filas del empresario, pero igual es propaganda presidencial.

Hace aproximadamente tres semanas uno de los pocos capitanes de los medios televisivos en México acudió a Los Pinos para entrevistarse con Peña Nieto. Traía en el portafolio la petición de echar para atrás la nueva ley de amparo que impide suspender los efectos de una decisión gubernamental cuando un concesionario exija, para ayudar a su negocio, la protección de sus garantías constitucionales.

Se dice que el jefe del Ejecutivo le escuchó atentamente para después coincidir con sus preocupaciones. Le habría dicho que sus razones eran entendibles y respetables. Y que por tanto debía defender por todos los medios legales disponibles su punto de vista. Después acotó pidiéndole que comprendiera que, de su lado, él haría lo propio: asegurar los intereses del Estado por encima de los particulares.

Al parecer, la amabilidad de la charla desarmó al empresario, dejando clara la posición presidencial.

Esta conversación, real o imaginada, ayuda a dar cuenta de la complejidad del debate que, durante los últimos diez años ha implicado el tema de la reforma a las telecomunicaciones. Los empresarios metidos al negocio argumentan que este sector requiere una inversión intensiva en capital y tecnología, la cual, a su vez, necesita de un marco jurídico dispuesto para dar certidumbre a sus intereses. Y tienen razón. No habrá quien se arriesgue a nadar sobre esos arrecifes si a la primera ola resulta lesionado.

Este argumento es el que ha predominado cada vez que las posiciones se tensan. Los gobernantes de la última camada se han asumido como árbitros de una disputa entre gigantes, tratando de modular la furia con que se agreden, muchas veces en el territorio de los tribunales pero también en otras geometrías donde todo se vale: desde el abuso de sus espacios informativos hasta los intentos por capturar los órganos reguladores.

Sin desconocer la importancia de la batalla entre minotauros, me temo que el Estado más parece un policía de crucero al que todos menosprecian, que una autoridad respaldada por el imperio de la ley.

Para que el Estado se coloque por encima de los privilegios, la autoridad, además de presionar los botones rojo, verde y amarillo, debe velar por el cumplimiento los derechos de todos los gobernados. Esto lo convierte en un garante para que todas las partes participen en el debate, en el juego de las decisiones y en la obtención de los beneficios.

En materia de telecomunicaciones, el Estado está obligado a basar su acción a partir de, al menos, dos derechos fundamentales. La libertad de expresión definida por el artículo 7º constitucional y el acceso a la información establecido de manera todavía incompleta en el artículo 6º constitucional.

El primero advierte que ninguna ley o autoridad puede censurar la expresión de los gobernados. Esta garantía no solo implica una prohibición para el Estado sino también un mandato para que éste confronte a todos aquellos poderes que, por la acumulación de ventajas, afecten el arco de libertad para expresarse del resto de la población. Debe ser interpretada como una instrucción al gobernante para que asegure pluralidad de medios, micrófonos y vías de participación en el debate democrático.

Puesto así, se espera que el Estado emprenda un ejercicio múltiple para que, quienes hoy no tienen voz, la obtengan porque las autoridades y las leyes proveen de un contexto mínimo y necesario.

Con respecto al segundo tema, el desafío para las telecomunicaciones es asegurar a toda la población de un acceso máximo a la ciudad virtual confeccionada por las redes y los sistemas que están ya modificando de manera radical el ejercicio de la comunicación humana. No se trata por tanto, solo del acceso a la información gubernamental sino a la información sin adjetivos; plataforma de la sociedad del conocimiento y la de la economía virtual donde cada día más cosas ocurren y seguirán ocurriendo.

¿Será esta doble misión la que el jefe del Ejecutivo está dispuesto a defender desde su particular circunstancia de poder? Esa es la pregunta que la anécdota arriba narrada no alcanza a responder. Muy deseable sería que no tardemos en conocer el interés sincero que, desde el gobierno, se habrá de promover en esta compleja coordenada.

 Analista político

 
 

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