10/11/2014

Un refugio cuando el mundo ha cambiado

Carmen Boullosa
HACE 15 años se inauguró la Casa Refugio Citlaltépetl en la ciudad de México. El mundo ha cambiado. La idea nació de una mesa redonda en 1997 a la que me invitaron a participar en Estrasburgo, cuando la sede del Parlamento Europeo acogía también el Parlamento de Escritores que presidía Salman Rushdie. En la mesa redonda participaron él, Breyten Breytenbach y Wole Soyinka —que no había podido asistir a una reunión anterior por habérsele negado pasaporte—. Hablamos entonces del papel del escritor frente a la intolerancia. Era la Europa de Le Pen. Nos era fácil alzar la voz.
Ese mismo día, con Salman Rushdie conversé de por qué no intentar llevar a México una punta de la red de ciudades refugio trazada para defender escritores perseguidos. Acogió la posibilidad con entusiasmo, pero no habría pasado de una puntada o un sueño entre amigos de no ser porque Cuauhtémoc Cárdenas resultó ganador de las primeras elecciones al gobierno de la ciudad, y que tuve la oportunidad —en otra reunión entre amigos— de proponerle esta idea. Cárdenas la acogió con el mayor entusiasmo, empeño, y generosidad. Un poco después, Alejandro Aura (poeta y señor precioso) quedó al cargo del entonces Instituto de Cultura de la Ciudad de México, y con su equipo apoyó la creación de una casa refugio. Entre varias posibles que pertenecían al gobierno de la Ciudad, elegimos (o elegí) la que estaba en la calle Citlaltépetl. Fue idea de Cuauhtémoc llamarla así; tardé años en darme cuenta de la dimensión de su acierto (el nombre Citlaltépetl encierra una leyenda: cuando una guerrera olmeca cae en la batalla, su compañera fiel, un águila pescadora, vuela muy alto y se va de picada, generando al caer el enorme volcán: imagen del exilio y su capacidad creativa).
Felipe Leal remodeló la casa. Buscamos un director, pensé en Olle Laprune, que había sido agregado cultural de Francia en México, porque daría a la casa ligas naturales con otros continentes. Álvaro Mutis aceptó el cargo de presidente del Consejo de la Casa.
La combinación era lo muy literario con lo político (dándole prioridad a lo primero), como convenía al espacio. En aquellos años, yo creía en México como un refugio —aquí habían llegado los exilados de la Guerra Civil Española y los intelectuales sudamericanos sobrevivientes de los golpes de Estado y la Operación Cóndor—. Esta convicción sólo era parcialmente cierta, no tomaba en cuenta a los numerosos caídos en la Guerra Sucia desatada a partir del 68. Las madres de los desaparecidos tenían espacio en la arena pública, pero no hicieron mella suficiente en nuestra conciencia. El número de las víctimas hoy nos pesa, de lo poco que nos ha dejado el pluripartidismo fue abrir archivos antes secretos; hoy es posible consultar —incluso en la red— la lista de los que “eliminó” el Estado, con sus nombres y fotografías.
En México no se cantaban mal las rancheras, pero no era lo que es hoy, no había ganado la vergüenza de casi coronarse a la cabeza en muerte de periodistas ni cargaba sobre sus hombros la cifra estratosférica de caídos por la violencia del crimen organizado y de Estado. Cifra que, además, para mayor vergüenza, resulta imposible de precisar, la mayoría jóvenes y varones, no afluentes, son 70 mil, o 100 mil muertos, o más, o menos, de ellos mil 892 decapitados. Es insoportable pensarlo. ¿Cómo es posible permanecer incólume?
Quince años después, la Casa Citlaltépetl no es una paradoja. Si fue fundada por generosidad, hoy es en un elemento imprescindible para el país por la urgencia de oxígeno interior, por la necesidad de tender redes internacionales para acoger a los nuestros perseguidos, y para dar eco a la infamia. Poder ser eficiente como refugio le exige operar como Amnistía Internacional, protegiendo a los perseguidos de otros países. Es imprescindible ahora fortalecer su carácter defensor de los derechos humanos, sin olvidar, por supuesto, su origen y su sentido literario: novelistas y poetas gestaron la idea original y lo hicieron para defender el espacio de la imaginación, sin el cual, por decirlo en corto, la humanidad no hace ningún sentido.

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