10/11/2014

Nuestros jardines secretos


“¿Cuál es ese imán que me jala hacia ti, como si te reconociera?”.

lasillarota.com 

Los “amorosos” se encierran en su isla. La piel contra la piel. Los “amorosos”, escuchan la tormenta y se abrazan como si cruzaran el mar en una barca fragilísima, (porque el amor está lleno de fragilidades) e invencible (porque el amor está lleno de fuerza). No sólo estalla el cielo, en tantas noches de tormenta. ¿Cómo se llega al amor? ¿Cómo se llega al deseo? La piel, la verdadera, la profunda está hecha de palabras. Creo.
Imaginarios, ternuras, evocaciones, sutilezas. Palabras que nombran la singularidad de cada elección. La confianza. Ese momento en que una escucha a la otra persona, y sabe que quisiera beberse sus palabras. Es más, se las está bebiendo. Sabe que intenta adentrarse en su historia como si explorara una selva extraordinaria, con una lamparita en la mano. Me la imagino, esa selva inquietante, hipnótica, sensual, como una pintura del aduanero Rousseau.
Rousseau.
“¿Quién eres? ¿Quién has sido?  ¿Qué anhelas tú a solas frente a ti mismo? ¿Qué anhelas conmigo?” Y todos los viceversas, por supuesto.  “¿Cuál es ese imán que me jala hacia ti, como si te reconociera?” Y al mismo tiempo, qué peligroso sería imaginar que “te reconozco”, si ese punto de partida tan verdadero, me impide ir a buscarte. Cada vez, ir a buscarte. Porque a estas alturas ya sé, que por momentos, puede que corras a ocultarte detrás de las piedras de la isla, para que yo no te vea. Y ya sé, a qué punto puedo convertirme en una tortuga que esconde la cabeza y sólo ofrece su caparazón. Silenciosa, asustada, egoísta.  Eso somos, también, eso somos. Nuestra felicidad de amar, y nuestro pánico de amar. “Permíteme acercarme a ti. Dime de ti”.

“Ven”, se dicen ellos. “Ven”, nos decimos. “Acá, en nuestra isla, puedes ser el que eres, los que eres. Acá, en nuestra isla, puedo ser la que soy, las que soy”. Y qué miedo da, qué miedo.  Entregarse. Qué miedo da saber que no hay manera de construir esa isla/fortaleza, sin llegar al encuentro con el pecho desprotegido y el corazón en la mano. Ni para donde moverse. La isla única, la soñada, no acepta simulacros. Pero los hemos vivido, ¿no es cierto?

Los simulacros. O porque una/o se confunde o porque la/el otra/o se confunde. O los dos. O porque hay quien sea capaz de mentir en lo fundamental, de mentirle con toda la mala voluntad a la otra persona, o simple y dolorosamente: se mintió a sí mismo. O porque nadie le mintió a nadie, pero el tiempo pasa, las cosas cambian, las personas nos desencontramos.

Todas/os “sabemos” muy pronto de la traición, y todas/os temblamos muy pronto de miedo ante el amor.  Es decir, ante la amenaza de perder el amor. ¿Quizá desde la infancia? Más lo que se acumula. Pero sí, es muy probable que en la mayoría de los casos, los focos rojos que nos señalan los “peligros” del amor, hayan comenzado a iluminarse en la infancia. Aunque nos amaran, o porque no nos amaron, o porque sí, pero no entendimos, porque hay hogares en donde el amor se da, como un dolor que se desparrama por todos lados.
Las posibilidades son tantas, casi infinitas. Pero, ¿quién no sabe lo que es sentirse el ser más solitario y abandonado del mundo a mitad del recreo? ¿Quién no lloró mordiendo su almohada bajo el techo de infancia, mientras planeaba su fuga –con un atadito echado al hombro- para escapar de esa sensación de no ser “elegido” por sus objetos de amor? La indefensión.

 Rousseau.

“¿Y si te muestras indefenso ante mí, qué voy a hacer con tu indefensión?”. “¿Y si me muestro indefensa ante ti, qué vas a hacer con mi indefensión?”. Hemos vivido, y ya “sabemos”, o creemos que sabemos.  Muy pronto en la vida de casi todos, ya “sabemos”: el amor es la más grande promesa de vida. El amor es uno de los riesgos más grandes en la vida. Cuando se critica “la ceguera del amor romántico”, ¿a qué nos referimos? ¿Cuáles son las opciones? ¿Existe un enamoramiento que no sea romántico y que no esté atravesado por la idealización de la persona amada y de la relación misma? Remo buscando, pero no se me ocurre.
Quizá el punto no es lo “inadecuado” del amor romántico de cuyas pasiones y poesías no sería bonito (ni necesario, ni deseable) prescindir, sino, ¿qué viene después? ¿Cómo resiste el “enamoramiento” las pruebas –inevitables- que van surgiendo con el tiempo? ¿Es capaz el enamoramiento de transitar hasta el amor? No es que el amor excluya al enamoramiento, pareciera más bien que el amor es la tierra firme en la que dos personas se abrazan, el espacio en el que construyen “certidumbres” , y que el enamoramiento va y viene, como un péndulo.
“Mira lo que provocas”, dice él, porque hay tormentas personales que se confunden en la noche, con la tormenta de allá afuera. Pero quizá él no sabe, no, que esa mujer que les digo, esa a la que quizá espío desde una ventana como si fuera otra, esa que es una y no lo es, tiene unas ganas arteras de soltarse a llorar.  Lloraría por todo, esa noche, se sumaría con su llanto a la furia del agua. No sé si decir que llora de felicidad, o de las ternuras después del placer.  No,  no sería exacto. No está “feliz”. Está trastocada, trastornada. Apacible, enternecidamente, loca.
Está confundida, de esa manera en la que nos sucede cuando los cuerpos se con-funden. Cuando se juntan en unos segundos todos los acumulados de amor y desamor de una vida. Una no los piensa, no. Una no se acuerda en el momento del abrazo más profundo y verdadero, que alguna vez experimentó algo parecido en el año de gracia de 1970, o que una no recibió ese abrazo en el año de desgracia de 1977. O en cualquier otro momento de su vida. Es más inmediato, más sensorial, más intenso. 
Esa sensación de un dique interior que se disuelve. Un dique que se deshace y se esparce alrededor de la cama como piecitas de confeti. “Quién me lo hubiera dicho, qué barbaridad… ese dique construido ladrillito tras ladrillito, con tanta meticulosidad y aplicación. Con tanto esmero y cobardía. Quién se lo hubiera dicho: miles de papelitos de colores volando alrededor. “Un día me dices cómo lo lograste, un día me dices cómo lo logramos”. “¿Y tu dique tuyo?”.

Rousseau.

El amor nos hace más nobles, más generosos, más humanos. Es cierto. Pero esa mujer a la que espío, tiene un cierto temor de considerarlo así, como quien da por hecho. ¿Y si me duermo por andar sintiéndome tan “buena”? ¿Y si me confundo porque me siento “generosa”? ¿Cómo dejarse ir, y estar atenta? ¿Cómo estar consciente –sin perseguirse- de que nuestros deseos están plagados de contra-deseos? ¿Y si detrás del dique convertido en confeti hay otros diques? O fosos con lagartos, o puentes levadizos.
No es lo mismo construir certidumbre y lealtad, que dar por hecho.  Quisiera pensar que la certidumbre se construye en la mutua gratitud, y en un fluir feliz cuando fluye, y en un detenerse con humildad el uno frente a la otra, la una frente a la otra, el uno frente al otro, cuando no fluye. Dar por hecho, en cambio, es aventar lejos la lamparita que nos guía en la exploración de esa selva siempre por descubrir que es la otra persona. Olvidar la lamparita. Dejar de buscar, de ofrecer y ofrecerse, dejar de sorprenderse y de jugar. Dar por hecho es ser ingratos con la vida. Dar por hecho es la catatonia, el anquilosamiento, la repetición de los días. El río, nunca es el mismo. Nunca.
Los “amorosos” se esconden, saben que allá afuera está la ciudad, y la olvidan. Saben que el absoluto no existe, y lo inventan. Saben, como en el poema de Paul Verlaine: “Llora en mi corazón/ Como llueve en la ciudad…”. Sin la tristeza que sigue en el poema. El corazón se llueve también en lo entrañable. Los amorosos escondidos se muestran, se exponen. El uno frente a la otra se muestran.
Están expuestos en la fragilidad de la isla, de la barquita. Dicen cantidad de palabras importantes y cantidad de tonterías importantes. “Eres una delicia, como un mango Manila comido justo debajo de su árbol, con las manos y embarrándose hasta las orejas”.
Así, dicen cantidad de palabras extravagantes y hasta caníbales. Las dicen, y entre ellos se entienden. Las dicen, y no se avergüenzan.

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