1/04/2016

El caso Iguala y la Sedena



Carlos Fazio/II
La Jornada
Las razones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para entrevistar a 27 oficiales y soldados del 27 batallón de infantería del Ejército en Guerrero son simples. Como se decía en la entrega anterior, sus testimonios pueden resultar clave para la dilucidación de lo sucedido la noche del 26 de septiembre de 2014 y la madrugada del 27 en Iguala. A su vez, las preguntas formuladas en Washington a dos subsecretarios de Estado mexicanos (Roberto Campa y Eber Omar Betanzos) por la presidenta de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), así como por el relator para el Caso México, Rose Marie Antoine y James Cavallaro, respectivamente, en el sentido de que aclararan quién manda en México, si el presidente de la República o el secretario de la Defensa, tenían que ver con la negativa del jefe del Ejército, general Salvador Cienfuegos, a colaborar con las indagatorias judiciales del caso.

Como surge de la propia investigación de los expertos –esa gente desconocida, que no son mexicanos, según los calificó el general Cienfuegos–, hay suficientes elementos que indican que la presencia del Ejército en varios escenarios de los crímenes puede resultar crucial para el conocimiento de qué ocurrió realmente.

Existen evidencias de que soldados del 27 batallón al mando del capitán José Martínez Crespo fotografiaron, interrogaron, amenazaron y agredieron verbalmente a 25 estudiantes y un maestro en la Clínica Cristina, donde además negaron asistencia médica al normalista Édgar Andrés Vargas, quien herido de un balazo en la boca, estaba ahogándose en su propia sangre.

Otro dato relevante es la declaración ministerial del médico responsable de la Clínica Cristina, Ricardo Herrera, quien llegó al recinto hospitalario después de que se habían retirado los soldados y prácticamente exoneró al capitán Martínez Crespo y sus hombres de cualquier tipo de responsabilidad. Su testimonial respondió a un pedido del general Alejandro Saavedra, mando de la 35 Zona Militar con sede en Chilpanginco, y la rindió en el batallón 27 de Iguala, luego de platicar con personal de la justicia militar. ¿Fue aleccionado Herrera por elementos de la justicia castrense acerca de qué declarar y cómo? ¿Rindió falso testimonio ante la justicia? ¿Dio por válidas esas declaraciones la Procuraduría General de la República (PGR)?

Está comprobado también que dos escuadrones del Grupo de Fuerza de Reacción (GFR) patrullaron esa noche las calles comandados por el capitán Martínez Crespo y un teniente no identificado. Los soldados llevaban fusiles G-3, arma habitual del Ejército. En dos de los escenarios de los crímenes, personal de la Procuraduría General de Justicia (PGJ) de Guerrero –que realizó las primeras diligencias hacia las 3:20 horas del 27 de septiembre– encontró casquillos percutidos calibre 7.62 (que corresponden a los fusiles G-3) y 5.56, utilizados por los fusiles G36 y Beretta, armas usadas por la policía municipal de Iguala. Otra información significativa es que en su segunda salida del cuartel, hacia las 23 horas, el teniente que estaba al mando de uno de los GFR ordenó cambiar una camioneta Cheyenne por un vehículo blindado y artillado Sand Cat, que llevaba en la escotilla a un soldado empuñando una ametralladora.

De lo anterior surgen varias interrogantes inquietantes: si desde que habían salido de Tixtla, las autoridades de distintos niveles del Estado mexicano sabían que los estudiantes de la normal iban desarmados, ¿por qué el Ejército salió a patrullar con un vehículo artillado Sand Cat? ¿Por qué y contra quién dispararon sus fusiles G-3 los soldados? ¿Por qué no se les hizo la prueba de rodizonato de sodio a quienes accionaron los G3? De acuerdo con el Protocolo de Minnesota, la PGJ y la PGR debieron tomar y conservar todas las pruebas de la existencia de armas de fuego, proyectiles, balas y casquillos o cartuchos. ¿Por qué nunca hicieron pruebas de balística y del armamento utilizado por los soldados del 27 batallón?

Asimismo, según consta en el expediente de la PGR, a través del sistema del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C-4), las fuerzas armadas, la Policía Federal, el Cisen y distintas estructuras de seguridad de Guerrero monitorearon en tiempo real a los estudiantes de Ayotzinapa desde su salida de la normal. Con base en las declaraciones del coordinador de Protección Civil de la Zona Norte del estado, lo novedoso es que esa noche el Ejército manejó la información del C-4 de manera restringida en los momentos en que se estaban dando los ataques contra los normalistas: entre las 22:11y las 23:26 (una hora y 15 minutos) y entre las 23:26 y las 2:21(casi tres horas).

Dichos periodos coincidieron con el tiempo posterior al primer ataque de la calle Juan N. Álvarez y Periférico norte, donde fueron detenidos la mayor parte de los 43 estudiantes desaparecidos, y con la agresión en el mismo lugar –cuando se llevaba a cabo una rueda de prensa–, donde fueron asesinados a quemarropa dos estudiantes (Daniel Solís Gallardo y Julio César Ramírez), otro resultó herido de gravedad (Édgar Andrés Vargas) y fue detenido Julio César Mondragón, quien luego apareció muerto y con señales de tortura.

Las preguntas obvias son: ¿por qué la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) restringió, bloqueó o desapareció las comunicaciones del C-4 por espacios prolongados en ambos momentos clave? ¿Por qué nunca explicaron Murillo Karam y su sucesora en la PGR, Arely Gómez, esos silencios y cortes en las comunicaciones, que podrían ser clave para la dilucidación del caso?

Lo anterior pone en evidencia la pertinencia del pedido del GIEI de entrevistar a oficiales y soldados del 27 batallón para que aporten o aclaren datos que pueden ayudar a esclarecer los hechos, sin perjuicio de que a la postre pudiera comprobarse que por acción, omisión, negligencia, colusión, protección o complicidad, algunos pudieran tener algún grado de responsabilidad, misma que alcanzaría a sus superiores jerárquicos en la cadena de mando.

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