Carlos Bonfil
“¿Adónde vamos, Señor? He aquí el lugar más salvaje y solitario del mundo, y nada anuncia en él la fiesta que me tiene prometida”. (Marivaux, La disputa, 1744). La propuesta de La región salvaje
es perturbadora: desde algún lugar remoto en el espacio sideral llega
hasta nuestro planeta un monstruo provisto de tentáculos en forma de
largos falos viscosos que se planta y adhiere en el techo de una cabaña
solitaria perdida en el campo. Una pareja de misteriosos investigadores
con pinta de curanderos le garantizan la supervivencia procurándole
cuerpos humanos a los que el monstruo ofrecerá un placer sexual
prodigioso capaz de conducirlos del frenesí hasta la muerte. Para
proponer esta alegoría de una sumisión voluntaria a la imperiosa
voluntad erótica que a un mismo tiempo subyuga y aniquila, Amat
Escalante, realizador de Heli, Sangre y Los bastardos,
ha elegido un brumoso paraje en la provincia guanajuatense, donde el
conservadurismo y la hipocresía moral orientan o rigen los ánimos y los
destinos de muchos de sus habitantes. En este microcosmos de la
represión sexual, el sonriente monstruo tentacular de la promiscuidad
desatada derriba las últimas certidumbres de una comunidad perpleja. Un
apacible rincón del Bajío mexicano se transforma así, por un tiempo, y
de modo enigmático e incontrolable, en una inquietante región salvaje.
La trama de la cinta alude a algunas formas de la hipocresía sexual
imperante: una pareja de clase media, Alejandra (Ruth Ramos) y Ángel
(Jesús Meza), padres de dos niños, viven la placidez característica de
la esposa abnegada que tolera los desplantes machistas del marido e
ignora la doble vida que lleva teniendo sexo, de modo clandestino, con
el enfermero Fabián (Edén Villavicencio), su cuñado homosexual, a quien,
frente a los demás cubre de improperios homófobos para guardar mejor
las apariencias. La irrupción en este modelo de familia nuclear de
Verónica (Simone Bucio), una joven iniciada al culto del irresistible
monstruo proveedor de orgasmos indescriptibles, cumple la doble misión
de ángel exterminador y agente de liberación sexual. Con su mirada a la
vez serena y alucinada, que evoca al enigmático personaje encarnado por
Scarlett Johansson en Bajo la piel (Under the Skin, Jonathan
Glazer, 2013), Verónica es la vestal y la sanadora providencial de una
fuerza sobrenatural que recompone el mundo y reinstala el imperio de la
verdad sobre una sociedad con un vasto atraso moral fincado en la
simulación y en la mentira.
Con una destreza inusual en el cine mexicano, Amat Escalante
sabe cambiar de registros narrativos sin desmentir un instante la
coherencia del conjunto de su obra. Transita el director del realismo
brutal de Heli hasta el mundo fantástico de su cinta más
reciente para señalar las mismas lacras de una sociedad intolerante y
sexista, permitiéndose en el camino una alegoría sexual muy
políticamente incorrecta en este entorno nuestro cada día más puritano.
“La realidad ha superado a tal punto la ficción –afirmaba Escalante en
el Festival de Venecia 2016 (Oso de Plata al mejor director)–, que he
debido buscar respuestas en otra parte”. La región salvaje
propone su cuento fantástico de horror y sangre, de sumisión erótica y
delirios de promiscuidad gozosa, en un momento de paranoia y pánico
sexual que, según el realizador austriaco Michael Haneke, ha vuelto casi
imposible la idea de filmar de nuevo algo similar a El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976).
A su manera muy peculiar, el realizador mexicano navega otra vez a
contracorriente de la tiesa solemnidad de muchos de sus colegas e
incursiona en el territorio poco explorado de una perversidad sexual
que, a la manera del monstruo alienígena, hechiza y aterra a una
naturaleza humana sosegada. La región salvaje es a la vez crónica de
nota roja, relato de espanto sobrenatural, comedia en bajo tono sobre
los despropósitos de la moral provinciana, y un thriller angustiante a medio camino del cine de David Lynch y los extraños placeres del canadiense David Cronenberg (Crash, 1996). A Amat Escalante, discípulo aventajado del realizador mexicano Carlos Reygadas (Post Tenebras Lux, 2012), se le podría endosar la misma dedicatoria que Carlos Fuentes dirigía a otro cineasta hispanohablante en su novela Las buenas conciencias (1959), situada también en Guanajuato:
A Luis Buñuel, gran destructor de las conciencias tranquilas.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas Cinemex y Cinépolis.
Twitter:@Carlos.Bonfil1
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