No te importó que no era un Yo, sino una aplicación, una determinada forma de filtros, encuadres, luces, emojis, memes, que realizaban unas tierras raras en minas con niños arañando la tierra, unos microprocesadores conectados a las granjas de servidores que consumen la electricidad de Argentina, miles de personas que trabajan delante de pantallas con códigos, que operan de manera secreta en algo que pensaste que era sólo tuyo: tu Yo.
Después te convertiste en una imagen de cada día, de cada comida, de cada paisaje, que necesitaba que los otros juzgaran como me gusta
.
Cada vez que aparecía un pulgar para arriba, tu cerebro recibía una
caricia digital. Cuando no, te angustiaba, pero solías calmarte
diciéndote que no hay bien ni mal, las impresiones son las impresiones y
es todo lo que cuenta.
Abrías cada pocos segundos tu propia imagen para saber cuántos me gusta
había sumado de inmediato. Pero los no me gusta
te torturaban casi como cuando tu padre miró para otro lado para no
avergonzarte porque los deportes no eran lo tuyo. ¿Qué buscaban con
herirte? Tu ilusión de que tus imágenes fueran completas, no divididas,
no rotas por alguien anónimo que te rechazaba poniéndose en tu contra.
Los demás, los que te aceptaban y les gustaba eran el espejo, tu vehículo hacia más imágenes donde pensaste que escogías cómo deberían reconocerte: tu propia identidad replicada cada hora del día. A que no puedes tomarte sólo una selfi. Te resulta imposible. La clave está en la repetición.
No, jamás pensaste que había otra forma de contactar con los otros
más que a partir de tu propia repetición, su reconocimiento reiterado,
cada vez más rápido. Abandonaste tu gusto por dibujar. Ahora éste es tu
gran y único arte: ser y, fuera de lo que tú eres, no existe el arte ni
el mundo. Le llamas contenido
, le llamas autoficción
, le llamas streaming:
lo que se hace viejo justo cuando está pasando; confundir la
autoexpresión con los mandatos de la visibilidad dentro del cerco de la
arquitectura digital. Ese Yo que está confinado de antemano al corral
del código secreto y prefabricado. Pero aún así, buscas que te
reconozcan, validen, estén de acuerdo contigo, les gustes. Es muy
distinto a los vecindarios. Ahí nadie debería saber nada del otro. Subir
el elevador sin saber el nombre de los vecinos, sin mirarse, olvidar en
qué piso se bajaron. Tampoco en la escuela, donde hay que pasar
desapercibido para no ser molestado, buleado, intimidado para diversión instantánea de los otros. Los otros siempre son populares, guapos, fascinantes
,
deseables, imitables. Pero en este mercado de circulación de imágenes,
donde todos trabajamos durante todo el día para producirnos, aquí están
las más preciadas posesiones, la intimidad que se da a conocer sin
vergüenza alguna al resto. Para estar en las redes debes cumplir con la
proximidad obligatoria. La privacidad ha muerto, viva la intimidad
pública.
Pero con los que te rompen la ilusión, para esos tienes toda
tu crueldad. Nada debe esconderse, ningún adjetivo hiriente, ninguna
ofensa. Entre menos políticamente correcto, mayor será la percepción de
que eres auténtico y que dices la verdad. Que no haya palabras
indecibles. Lo que cuenta es el impulso de dominar, la gratificación de
que se ha infligido daño, que se ha ganado una disputa. El apetito por
la pelea en el Coliseo digital es la necesidad de que el otro quede
aplacado, sin posibilidad de respuesta. El público lo celebrará con más y
más rápidos reconocimientos. Me gusta, me gusta, me gusta
. “ Periodicazo en el hocico”. Que recoja sus dientes
. Es un comecuandohay
. Es Putona del Bienestar
. Sin filtro, el extremo, la violencia verbal son garantías de sinceridad, espontaneidad, expresión real, no-reprimida. Expresar es estresar
.
Sabes que los demás celebran cuando se demuestra que no hay límites ni
contradicciones. A veces te preguntas por qué es tan gratificante que ni
siquiera tú mismo tengas dudas, incertidumbres, sólo la seguridad de
que harás polvo a los que te contradicen. Sabes que de lo que se trata
es de esparcir la culpa. Avergonzar al otro en público, hacerle saber
quién manda, quién tiene más integridad, quién es más sofisticado, quién
más congruente. ¿Será que la identidad es ese flujo emocional donde la
verdad ya es sólo personal?
No dejaste pasar los años suficientes para comprender que ya no se
está vendiendo una imagen ni un Yo, sino sólo los metadatos codificados
en ellos. Tú, que pensaste que lo que hacías de ti mismo era un gran
arte, ha dejado de serlo: ya no existe la dimensión estética de las
imágenes, sólo códigos irreplicables que tú no sabes quién ni cómo se
autentifican, ni quién ni para qué se usan, se comercializan, se compran
y venden. No lo entendiste porque eras muy nuevo en todo esto: te
topaste con las etiquetas que sentiste que te definían de por vida, que
anulaban tus posibilidades de establecer un contacto con otros, con
ellas, tus compañeras. Cuando supiste que te llamaban en las redes,
burlonamente, célibe involuntario
, incel, a tus 13 años,
no supiste quién eras más. Si a los demás les gustabas o no les
gustabas, esa opción en el corral digital. No pudiste ver en qué estamos
metidos como cultura de las imágenes. Cómo hacer conexiones,
representarte a los demás con todas sus opacidades, contradicciones y
límites, y encontrar un significado a todo lo que muchas veces no está
en lo que llamamos lo dado
, sino que requiere imaginación y
tiempo. Cómo nos hace falta la mediación, el tiempo, la paciencia de dar
un sentido a lo que parece tan apremiante como un emoji y una etiqueta:
urgente, atractivo, homogeneizante. Nadie te dio espacio, distancia,
tiempo para imaginar valores y sentidos distintos, un rato para poner
atención y silencio para pensar. Un rato para sentarte a dibujar. Si tan
sólo hubieras llevado un lápiz y un cuaderno, en vez de un cuchillo,
Jamie.
(Este texto fue escrito después de ver la serie Adolescencia, de Netflix, escrita por Jack Thorne y Stephen Graham, 2025).
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