Editorial La Jormada
ni los marinos ni los militares son policías, y que la cruzada de la administración federal en turno en contra del crimen organizado
ha sido una campaña oscura, difícil, peligrosa, que le ha costado muchoa las instituciones castrenses,
han jalado la liga hasta el límite y eso va a reventar.
Las declaraciones referidas se producen en un momento en que se multiplican, en el ámbito de la opinión pública, las interrogantes sobre qué es lo que pasará con las fuerzas armadas –actualmente involucradas en tareas de combate al crimen organizado– una vez que concluya el presente gobierno, así como los diagnósticos sobre el deterioro a que han sido sometidas las instituciones del país –particularmente las militares y las de seguridad pública– como consecuencia de la política de seguridad en curso.
Además de las bajas de soldados registradas en el contexto de los combates con los cárteles de la droga –más de 200 efectivos muertos, 129 desaparecidos y centenares de heridos–, la actual estrategia de seguridad se ha saldado con una multiplicación de las quejas por presuntas violaciones a derechos humanos por parte de militares. Por añadidura, las instituciones armadas del Estado mexicano han quedado expuestas, y con razón, a la reprobación de organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, los cuales se han pronunciado en diversas ocasiones por el retiro del Ejército y la Marina de las calles y por la supresión del fuero militar para los casos de atropello de uniformados contra civiles. Y, desde luego, la guerra
contra el narcotráfico ha servido como telón de fondo para una multiplicación de los casos de colusión entre integrantes de las fuerzas armadas y organizaciones delictivas: 173 militares, desde generales hasta soldados rasos, han sido procesados por presuntos nexos con el narcotráfico.
Tales cifras, en conjunto, confirman las advertencias que hace más de cinco años –cuando los soldados salieron a las calles– plantearon diversas organizaciones sociales y actores académicos y políticos: el uso de militares en labores que les son constitucionalmente ajenas, como las relacionadas con la seguridad pública, implica una distorsión alarmante e injustificable de la institucionalidad y de las disposiciones legales vigentes en la República; propicia la violación masiva de los derechos humanos; causa daño y desgaste moral no necesariamente a los delincuentes a quienes se persigue, sino a las propias fuerzas armadas, y coloca a éstas ante el riesgo de la animadversión social y de la infiltración criminal. Todo ello abre una perspectiva por demás indeseable para una institución fundamental y valiosa, en la que descansa, cabe recordarlo, la defensa de la soberanía nacional y de la integridad territorial.
A estas alturas, luce imposible que el gobierno federal dé marcha atrás en su empeño por combatir el crimen mediante el uso de fuerzas castrenses y que emprenda el viraje en la estrategia de seguridad en curso que debió haber hecho desde hace años. Corresponde a la ciudadanía demandar que el relevo en el poder político programado para diciembre próximo sea también el contexto para la corrección del error estratégico monumental que implicó sacar al Ejército de sus cuarteles y de sus ocupaciones constitucionales.
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