5/17/2014

Cuando la maternidad es una tienda de raya



María Teresa Priego

“Una madre y una hija. Qué combinación terrible de emociones, confusión y destrucción. Todo es posible, y se hará en nombre del amor. La hija heredará las heridas de la madre. La hija sufrirá los fracasos de la madre. La infelicidad de la madre será la infelicidad de la hija. Como si el cordón umbilical jamás se hubiese cortado... Mamá, ¿es la infelicidad de la hija el triunfo de la madre? Mamá, ¿es mi dolor tu placer secreto?”. Fragmento del monólogo de Eva en “Sonata de Otoño” de Ingmar Bergman.

“Tengo bastante experiencia analítica para saber cuán devastadora puede ser la relación madre hija”, Jacques Lacan.

Lacan no se refiere, por supuesto, a todas las relaciones de cada madre con cada hija, sino a aquellas en las que el vínculo amorosa falla, hasta el punto de  provocar en ambas un profundo dolor, un desasosiego continuo, un sentimiento de enojo, de inadecuación y de vacío. Esas relaciones en donde el desapego, el rechazo o la rabia materna, marcan el corazón de la hija, su piel, sus anhelos.  Las hijas que van por el mundo con su desamparo y sus culpas a cuestas: “Si mi mamá no me quiso, si no me quiere, es porque no soy querible. ¿Porque acaso una madre podría no amar a su hija? ¿Qué hay entonces de tan oscuro en mí, de tan terrible? Si no me mira, es porque no soy digna de ser mirada”.

¿Cómo hablar del desamor materno? ¿Y de la rabia de una madre contra su hija? ¿Y de la rivalidad, y del deseo de dañarla, y de los celos y de la crueldad? ¿Quién querría?  La hija desamada está convencida de ser culpable. La culpa es la devastación en una vida,  hasta un punto. Hasta que la hija se elige a sí misma –y no a la madre- y se sana. “Ravage”, escribió Lacan, que puede traducirse como “devastación” o como “estrago”.  Es así, porque si ella se culpa salva a la madre,  y salvarla puede ser para la hija un mecanismo indispensable de supervivencia.  La madre –en la mayoría de los casos- fue su primero y más absoluto objeto de amor.  ¿Cuántas veces una hija se castiga en relaciones infructuosas que le prueben que la madre tenía razón y ella es indigna de ser amada? Fracasos escolares y profesionales, pánico ante el reconocimiento y el logro, vergüenza ante su atractivo, negación de su erotismo.  Aislamientos. Tristezas y/o depresiones inexplicables. Alienada, la hija, en esa nostalgia sin tregua de lo que nunca tuvo.

La mirada ausente de una madre que tropieza con la hija y se sigue de largo, como si la niña no existiera, o como si su existencia le provocara –justamente- estragos. Ese duelo de la hija desamada que parece abrirse al infinito. Ese duelo de abismos de una hija que sabe, vaya que sabe, lo que es sentirse no sólo ignorada, sino odiada por su madre.  Casi como escribir una blasfemia, ¿No es cierto? Lo innombrable. Pero el duelo que corre a cuentagotas día tras día puede comenzar a trabajarse, cuando lo real insoportable se acepta. Despacito: “No le fue dado amarme”. Parecería que se abre un abismo, una soledad inmensa.  Se abre el abismo, pero no hay otra manera de transitar si no lo enfrentamos. “¿Qué voy a hacer yo con su desamor? ¿Dónde lo pongo? ¿Cómo me curo?” Amar, eso.  Diferenciarse justo allí donde ella, la madre, hubiera deseado  ser capaz y no pudo. Tomar el inmenso riesgo de amar. Para salvarnos y para perdonarla.

La relación estrago madre-hija, en algunas novelas autobiográficas escritas por mujeres: La niña sin nombre en “Balún Canan”, de Rosario Castellanos, escucha a su madre decir: “Si Dios quiere cebarse en mis hijos… ¡Pero no en el varón! ¡No en el varón!” . Y la niña siente que ella es prescindible, que no importa, su madre elige que si la muerte llega a la casa, venga por ella.  La niña aterrada ante las amenazas exteriores piensa: “¿Quién iba a defenderme? Mi madre no, ella sólo defiende a Mario porque es el hijo varón”. Nathalie Sarraute narra en “Infancia”, cuando exiliada con su padre en París,  sueña con la llegada de esa madre que un día vendrá a verla desde Rusia.  La niña transparente, la niña que espera un viaje, y sobre todo un amor que nunca llega.

Marguerite  Duras en “Un dique contra el Pacífico”, arrastrada por los cabellos hacia el inagotable desamparo de una madre loca, que no podía amar sino a su hijo mayor. Violette Leduc en “La asfixia”, “Mi madre no me dio nunca la mano…” La relación fusional (rodeada de fantasmas incestuosos) en “La pianista” de Elfriede Jelinek, llevada al cine por  Michael Haneke.  La madre  ex bailarina que devora a su hija desde el “yo que lo sacrifiqué todo por ti”,  en la película “Cisne negro”, de  Darren Aronofsky.

Una podría decir: “Es sólo literatura”, “es cine”. ¿Pero qué es lo que inventan la literatura y el arte sino un lenguaje para decir lo indecible?  Existe el desamor de la madre. Existen el rechazo materno, la persecución de una madre a su hija. Pero, millones de madres en el mundo aman a sus hijas, por supuesto, hoy me limito a escribir de aquellas que no. Las madres que no pudieron, las que no supieron cómo, las que encontraron en esa infancia, en esa feminidad naciente de la hija algo de insoportable, a pesar de ellas mismas. La madre que exige a su hija ser su reproducción, su prótesis, su espejo. Las que se yerguen como rivales de una adolescente. No las que a veces –como a todas nos sucede- dicen torpezas, sino aquellas que hacen de sus palabras un arma sistemática de denigración.

“No haces nada bien”, “Qué mal te ves”, “Eres una inútil”, “Nunca vas a encontrar a nadie que te quiera”, “Vas a ser una pésima madre”, “¿Por qué tus amigas siempre hacen las cosas mejor que tú?”, “Si yo fuera él, también te golpearía”. “No entiendo qué hace tu marido contigo”, “No vales nada”. “Eres una zorra”, “No me explico cómo tu hijo es tan buen muchacho, con una madre  desastrosa como tú”.  “No pensé que tendría una hija tan fea”. “No eres nada femenina”.  “Te ves gorda”, “Mira mis senos y tú saliste tan plana”. Una mujer que padecía periodos de ataques de asma muy intensos, se sanó un día en el que pudo recordar y pronunciar en su terapia la frase preferida de su madre cuando se enojaba con ella: “Tú no mereces ni el aire que respiras”. La había olvidado. Cómplice amorosa de la madre cruel, la había olvidado.

La exigencia de fusión que se manifiesta en el rechazo  y el ataque a todo aquello que la madre siente que diferencia a la hija de ella, como si la singularidad de la hija marcara en la madre una profunda herida de abandono. Como si cada paso que la hija da para afirmarse en el mundo, fuese una traición. Quizá para perdonar a la madre, lo primero que una hija tiene que hacer, es renunciar a “salvarla”. Mirar, escuchar, comprender. ¿Cuál es –a su vez- la historia del desamparo de la madre?  Pero “salvarla” implica someterse a ella, mirarse a una misma con esos ojos recriminadores o ausentes con los que ella mira a su hija.  “Salvar” a una madre cruel es aliarse con la agresora, en el loco intento de negar que el ánimo de destrucción vino justo de allí donde nos era tan esencial ser amadas. “¿Quién podría quererme si mi madre no me quiere?”, es el sostén de esa alianza inconsciente nutrida de furia negada. “Yo soy amable, para otros a los que amo, aunque ella no haya podido quererme”, es aprender a liberarse de la deuda imaginaria y de la culpa.  Elegirse a una misma. Salirse de la tienda de raya.

@marteresapriego

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