11/28/2015

La violencia contra las mujeres en la agenda progresista latinoamericana


#NiUnaMenos


Las más recientes estimaciones de la Organización Mundial de la Salud confieren a la violencia contra las mujeres el rango de pandemia. Como fenómeno, la violencia contra las mujeres es prácticamente tan antigua como la humanidad. Sin embargo, algo ha cambiado en las últimas décadas, y lo ha hecho en forma acelerada: esa realidad ha sido reconocido como problema y ha sido progresivamente redefinido, de problema individual, privado y perteneciente a lo sumo a la “baja política”, a problema social, público y merecedor de atención a nivel global.
La cobertura periodística es indicativa de este cambio, no solo porque ha crecido exponencialmente en los últimos años, poniendo el tema sobre el tapete, sino también (y de modo más relevante) porque ha desplazado gradualmente su marco interpretativo, desalojando a la noticia de la crónica policial amarillista para presentarla, en notas de opinión y en espacios de “información general”, como parte de un problema social más amplio. Así, los medios han ido pasando (con distintas intensidades) de presentar los casos de violencia contra mujeres en el marco del relato del “crimen pasional” y de la anomalía conductual de individuos enfermos, a analizarla como un fenómeno emergente de una cultura sexista y violenta que somete y atraviesa los cuerpos de las mujeres.
Protagonismo de la sociedad civil
Estos cambios, signados por la inserción del problema en el marco de la narrativa de los derechos humanos, han sido el resultado de la labor sostenida a lo largo de décadas por organizaciones feministas y de promoción de los derechos de las mujeres en todo el mundo. Tal como lo hizo notar Jürgen Habermas, los movimientos sociales y organizaciones de la sociedad civil tienen la capacidad de funcionar como sensores de situaciones críticas. Anclados en el mundo de la vida, son más sensibles que los sistemas políticos y administrativos para percibir los nuevos problemas, identificarlos y proveer marcos interpretativos para ellos. De ahí que fueran ellos –y no los funcionarios públicos y líderes políticos- los que llevaron a la agenda pública todos los grandes temas de las últimas décadas.
Fueron, en efecto, las mujeres autoorganizadas las que le pusieron un nombre al problema, encontraron eco en una fracción del periodismo que, para la misma época, comenzaba a comprometerse en redes de promoción de agendas mediáticas no sexistas, se erigieron en voces autorizadas para interpretarlo, y cambiaron definitivamente el modo de pensarlo. Tanto éxito tuvieron en su empresa que lo que hasta no hace tanto fue un auténtico grito de guerra –“los derechos de las mujeres son derechos humanos”- integra hoy el acervo del sentido común de nuestras sociedades. La violencia contra las mujeres es hoy aprehendida como una violación de los derechos humanos, un delito a castigar, y un objeto legítimo de la política social.
Hay que recalcar que el movimiento de mujeres fue el artífice de cambios notables no solamente en nivel de la opinión sino también en el de las instituciones y las políticas públicas. Así lo demuestra el interesante artículo de Mara Htun y Laurel Weldon titulado, justamente, “Los orígenes cívicos del cambio político progresista: La lucha contra la violencia contra las mujeres en perspectiva global, 1975-2005” (American Political Science Review, 2012). Sobre la base del análisis de datos para setenta países a lo largo de varias décadas, las autoras sostienen que la labor de movimientos de mujeres fuertes, autónomos y feministas es la variable que da cuenta -en mucha mayor medida que factores políticos como la presencia de partidos de izquierda o de mujeres en el gobierno o factores económicos como el nivel de ingresos del país- del cambio progresista de las políticas para combatir la violencia contra las mujeres.
En suma, más allá de la efectividad de las políticas adoptadas, sobre la cual no existe suficiente información, el problema de la violencia contra las mujeres ha obtenido respuesta en el terreno de las políticas públicas ante todo por efecto de la presión del feminismo organizado, tanto en el espacio nacional como en redes trasnacionales. Ni siquiera en la comunidad del activismo por la justicia social o los derechos humanos el tema ha sido erigido en prioridad en ausencia de dicha presión.
Violencia contra las mujeres
A nivel global, la agenda de género tal como hoy la conocemos comenzó a tomar forma entre los años ochenta –cuando comenzó a ser ratificada en un país tras otro la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (conocida como CEDAW, por sus siglas en inglés), adoptada en 1979 por la Asamblea General de las Naciones Unidas- y los noventa, signados por el rol creciente de los movimientos feministas y de mujeres en la fijación de la agenda del sistema de Naciones Unidas –no solamente por su participación en la histórica Conferencia de Beijing en 1995 sino también, y sobre todo, por su capacidad para introducir la agenda de género en forma transversal en todas las demás conferencias globales de la década (sobre población, medio ambiente, derechos humanos, etc.). El primer gran hito en lo que se refiere al reconocimiento del problema de la violencia de género tuvo lugar, de hecho, dos años antes de Beijing, como resultado del esfuerzo del movimiento femenino por poner en los derechos de las mujeres el foco de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena, 1993).
El debate en América Latina –en curso desde antes de Viena- cristalizó poco después en la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, mejor conocida como Convención de Belem do Pará (1996). Ratificada por los países de la región en los años subsiguientes, ella dio origen a una cascada de legislaciones sobre violencia contra la mujer -usualmente designada todavía como violencia intrafamiliar o doméstica- y fue acompañada por la implementación de diversos servicios de denuncia y asistencia a las víctimas. En los años siguientes, sin embargo, éstos tendieron a ser tildados de deficientes y problemáticos, y ello por razones no solamente de efectividad práctica sino también de índole conceptual –en la medida en que, por ejemplo, siguió siendo corriente la tipificación de la violación como delito contra la honra, solo aplicable entonces a las mujeres reconocidas como “honradas”. La legislación llamada “de segunda generación” recién se abriría paso en la década siguiente.
Al mismo tiempo, el problema de la violencia contra las mujeres permaneció en un lugar relegado de la agenda global. Así, por ejemplo, no figuró entre los Objetivos de Desarrollo del Milenio, formulados en el año 2000 con metas de cumplimiento fijado, justamente, para el 2015 que corre; en cambio, la lucha por la igualdad de género se centró casi exclusivamente en el cierre de las brechas educativas y laborales (a pesar de que el logro de este objetivo está fuertemente condicionado por el marco estructural de violencia). Esta omisión recién comenzó a ser explicitada en los últimos años, en particular en el marco del proceso de formulación de la llamada Agenda Post-2015. Para ese entonces ya se había ido instalando, en un principio en referencia exclusiva a los asesinatos de Ciudad Juárez y luego como marco interpretativo de un problema que se repetía con distintas intensidades en otras latitudes, el concepto de feminicidio (o el ahora más popular anglicismo femicidio), definido como el homicidio de una mujer por razones de género y progresivamente recogido por legislaciones nacionales y resoluciones de organismos internacionales.
Del dicho al hecho
La violencia contra las mujeres es hoy un tema de la agenda global, y en algunos (lamentablemente pocos) países ha llegado incluso a adquirir relevancia en la agenda político-electoral, con presencia creciente en los debates electorales, las promesas de campaña y las políticas públicas. Desafortunadamente, no parece ser el caso en América Latina. Tal como lo denuncian periódicamente organizaciones de defensa de los derechos de las mujeres, la violencia de género sigue sin ser un tema prioritario en la agenda política latinoamericana. Entretanto, los cadáveres siguen apilándose.
En Argentina, epicentro de las recientes movilizaciones contra la violencia de género, había sido sancionada en 2009 la Ley de Protección Integral de Violencia contra las Mujeres, que el movimiento feminista ha considerado una conquista producto de sus luchas y que es catalogada como de segunda generación o de vanguardia tanto por su conceptualización amplia de lo que constituye violencia –ya sea física, sexual, psicológica, patrimonial o simbólica- y de los ámbitos –doméstico, institucional, laboral, médico, mediático, etc.- en los que ella tiene lugar, como por la batería de medidas que prevé para combatirla. Entre sus escasos defectos se destaca el hecho de que, un lustro después, esas políticas aún no han sido en su mayoría reglamentadas, implementadas y/o financiadas. Allí se concentró pues la acción de las organizaciones de mujeres, que ya desde hacía varios años suplían al Estado en la labor de cuantificar el problema.
La visibilidad que la difusión de cada nuevo conteo de víctimas de feminicidio acabó dándole al problema, preparó el terreno para la movilización. Ésta se estructuró en torno de un petitorio centrado en la implementación plena del Plan Nacional establecido por la ley, la provisión de garantías de acceso a la justicia y de protección efectiva, la elaboración de un registro único de víctimas y de estadísticas oficiales de feminicidios, y la implementación de un programa de capacitación docente y prevención a nivel escolar.
Nuevamente, la masiva movilización #NiUnaMenos, producida a principios de junio de 2015 en Buenos Aires y en decenas de localidades argentinas (con réplicas en otros países de la región, incluido Uruguay), tuvo sus orígenes en la sociedad civil. Lanzada en Twitter por un grupo de periodistas vinculadas con el movimiento feminista, la convocatoria encontró terreno fértil en un sociedad sensibilizada por la cascada de casos de feminicidios de los últimos meses, y se viralizó por Facebook bajo la forma de selfies con cartel de apoyo (a la vez que, sobre el terreno, era apuntalada por innumerables organizaciones sociales y políticas). La convocatoria virtual fue recogida por los medios impresos y audiovisuales, primero en sus versiones digitales y luego en tapas de diarios y programas de radio y televisión.
Si bien numerosos políticos y funcionarios buscaron tardía y oportunistamente acoplarse a ella, claramente la iniciativa se gestó por vías del todo ajenas a aquellos. De hecho, con las notables excepciones de cuatro o cinco mujeres políticas, insertas en diferentes partidos, casi no se habían escuchado pronunciamientos sustantivos sobre el tema en las primeras líneas de la política antes de que sobreviniera la catarata de adhesiones. Astutamente, los organizadores respondieron a estos ofrecimientos de apoyo con la contrapropuesta #DeLaFotoALaFirma, desafiando a políticos y candidatos a comprometerse públicamente a incluir el tema en sus campañas electorales y acciones de gobierno.
Consenso superficial
Lejos de ser solamente una maniobra oportunista intentada incluso por aquellos que, situados en posiciones de autoridad, hubieran podido pero no habían hecho gran cosa para impulsar la implementación de las políticas reclamadas, esta avalancha de apoyos reflejó un rasgo fundamental del consenso generado torno de este tema. Tal como es planteada, en efecto, la disyuntiva coloca a todos los actores en un solo bando, dejando desierto el lado opuesto del campo político. Pues ¿quién podría (declarar públicamente) estar de acuerdo con los asesinatos de mujeres? En ese sentido, el de la violencia contra las mujeres no podría ser más diferente de ese otro tema-estandarte del feminismo que es la legalización del aborto, que sí divide tajantemente a la opinión pública y se constituye en un campo de batalla en el cual miden fuerzas el movimiento feminista y el contra-movimiento autodenominado “pro-vida”.
En un sentido más profundo, sin embargo, ambas demandas abrevan de la misma fuente: el reconocimiento de las mujeres como sujetos en posición de igualdad, seres autónomos no necesitados de tutela. Así, si bien los alineamientos en torno de uno y otro tema varían, la violencia contra las mujeres y la prohibición del aborto se ubican en un mismo plano: el de la negación de la autonomía de las mujeres para tomar decisiones sobre sus cuerpos y sus vidas. Como bien lo señala Rita Segato, los actos de violencia de género son acciones disciplinadoras, moralizantes y aleccionadoras aplicables a aquellas que se han sustraído del lugar subordinado que les ha sido asignado, poniendo de ese modo en cuestión todo el sistema de jerarquías que otorga al hombre una posición dominante. Combatir desde la raíz la violencia contra las mujeres supone desafiar el privilegio masculino, objetar los roles de género y cuestionar las jerarquías a ellos asociadas. El “consenso” del #NiUnaMenos, sin embargo, dista de basarse en una convicción semejante. Quienes se oponen al aborto legal privilegian otras consideraciones por encima de la autonomía de las mujeres, y el resultado es una suerte de disenso honesto, sustentado en un combate entre principios. El consenso observado en torno del tema de la violencia contra las mujeres, en contraste, es de carácter superficial en la medida en que no se sustenta en un consenso sustancial en torno de los principios subyacentes.
Es allí, precisamente, donde anidan las dificultades de la izquierda latinoamericana para luchar contra una violencia que en muchos países exhibe aumentos que parecen ser reales, es decir, no atribuibles solamente a la disponibilidad de más y mejores mediciones sino también a una ola de reacciones protectoras de los roles tradicionales por parte de quienes se resisten al creciente empoderamiento de las mujeres latinoamericanas, potenciada por la impunidad de que han gozado los perpetradores hasta la fecha.
En muchos países de la región, el espacio político de la izquierda está hoy ocupado por fuerzas que se reclaman de izquierda, pero que son ante todo populistas y muy luego de izquierda (o, dicho de otro modo, sustantivamente populistas y adjetivadas “de izquierda”). A diferencia de la izquierda post-comunista europea, ellas exhiben marcados rasgos de conservadurismo cultural. Puesto que la lucha a fondo contra la violencia de género requiere del reconocimiento y la promoción de la autonomía de las mujeres, el tema tiene tantas más probabilidades de ser incorporado en la agenda de la izquierda y de resultar en políticas efectivas allí donde la izquierda que gobierna tiene una tradición más liberal, como es el caso de Uruguay, o –tal vez en menor medida- en casos como el de Argentina, donde a decir de Maristella Svampa prevalece un anómalo “populismo de los sectores medios”. En todos los casos, sin embargo, las perspectivas de incorporación de la temática a la agenda política del progresismo seguirán dependiendo, aún más que de lo que haga la izquierda partidaria, de la continuidad de la acción eminentemente política –es decir, orientada a la ampliación los límites de lo posible- emprendida, en cada país y en el marco de redes regionales y globales, por movimientos de mujeres feministas y autónomos.

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