12/05/2015

La Navidad y esa vaga inquietud


¿Quizá este miedo, el de hoy, tiene que ver con el mes de diciembre? 

lasillarota.com

María Izquierdo.
¿Hacia dónde se va una/o cuando se va de sí misma/o? Cayetana amaneció miedosa. ¿Les sucede? Así, sin demasiado ruido alrededor, sin razón aparente. Una también amanece miedosa de sus ocultas e ignoradas sin-razones. ¿Miedo a qué? Si cada una/o de nosotras/os hiciera su lista, ¿miedo a qué? Mira el día como si fuera una resbaladilla muy empinada. Fue un fin de semana bonito, aunque distraído. Con “distraído”, nuestra personaja suele referirse a esos días en los que una tiene miedo de sentir. ¿Les sucede tener miedo de sentir?  Andar “a lomo de venado”. Como quien anda haciendo equilibrios.

María Izquierdo.

Va más o menos así: algo adentro nuestro coloca un cristal entre lo que sucede y nosotros. Un cristal protector. Escuchas, lees, pero no entiendes, no con detalle. Extiendes la mano y acaricias, pero sabes que algo de tu caricia se quedó en el aire.  Una/o está, pero no está. Se instala una cierta ausencia interior que no es elegida. Llega, se impone. Hay personas que ante estos estados de ánimos dicen: “tengo un presentimiento”. Cayetana no cree en los presentimientos como interpretación de la distancia interior, aunque la vida le haya probado dos o tres veces que sí, “presentir” sucede.

“Ya se me cayó encima la vaga inquietud”, se dice Cayetana un poco contrariada. Cada quien tiene su versión de “la vaga inquietud”. En principio se le hace frente con rituales: una rebanada de sandía, una taza de café. Mira el amanecer desde el sofá colocado en esa parte del balcón que no se llueve.  Como no han cortado los árboles en el jardín allá abajo, las ardillas se pasean por el balcón. Nunca más de una al mismo tiempo. Como si tomaran turnos.  ¿O será cada vez la misma ardilla disfrazada de otra ardilla? ¿Será cada vez el mismo miedo disfrazado de otro miedo?

“¿Qué habré soñado, ardilla?” A veces una se acuerda, a veces no. Pero aún cuando una se acuerda de sus sueños, queda claro que no son sino fragmentos de una abundantísima actividad onírica. “La procesión va por dentro”. Y aún cuando la tenebrosa “vaga inquietud” (expresión que Cayetana toma del escritor japonés Mishima), fuera una consecuencia de los sueños, los sueños son a su vez una consecuencia: memorias inconscientes. Culpas. Deseos reprimidos. Emociones inconfesables. Una trae dentro una verdadera tiendita de abarrotes.
María Izquierdo. 
No es fácil acomodar la tiendita: ¿Qué hacen los botecitos de cajeta junto al agua oxigenada? ¿Así cómo va a encontrar una sus “objetos”? ¿Por qué si una desempolva una esquina no se da cuenta que ya se le empolvó la otra? “Orden y progreso”, se murmura Cayetana, como decían don Porfirio y su mamá. La mamá de ella, no la de don Porfirio. El miedo puede parecer como la puerta hacia un cierto caos. Eso es lo que da más miedo del miedo, una cierta sensación de que el desorden irrumpe. ¿Y si el miedo crece y se sigue de largo y una ya no llega a la cita de las nueve de la mañana?

María Izquierdo.


La sensación de desorden podría venir de nuestra aferrada demanda de que lo que nos sucede sea “lógico” y de nuestra desazón cuando la vida nos confronta a nuestra inevitable y recurrente “ilogicidad”.  “Sí, soy ilógica, también, lo que no me impide que estaré puntual a la cita, con mi carpetita bajo el brazo y por lo menos dos o tres de mis supuestas cinco facultades funcionando”, se dice Cayetana –en un humilde intento de autoayuda- mientras lava los platos con particular minuciosidad.

Así vamos todas/os, a veces seguros, a veces temerosos, a veces felicísimos, a veces al borde de la lágrima y/o todo junto y revuelto como los ingredientes para el jugo en la licuadora.  Cayetana suele encontrar mucha paz en esas metáforas/analogías que tienen que ver con la cocina, los utensilios, los ingredientes, la compra de los alimentos.  Nutrir. Nutrirse.  ¿Acaso no es el principio básico del amor? Se imagina una mesa de madera vieja a mitad de su cocina (en la que no cabe una mesa) y a toda una familia que desayuna. Panecitos con nata fresca. Recuerda una frase en una novela autobiográfica de Edmée Pardo: “Fue la última vez que dormimos los cinco bajo el mismo techo”.  “La última vez”. Lloró como una desquiciada cuando leyó esa frase.

¿Quizá este miedo, el de hoy, tiene que ver con el mes de diciembre? Con la navidad, con el fin de año.  Con ese “bajo el mismo techo” que cambia tanto y de tantas maneras a lo largo de la vida. ¿Cuál podría ser –de entre los miedos que no tienen que ver con la realidad inmediata- el peor de todos los miedos?  “El miedo a la pérdida”, se dice Cayetana, ya en su esquinita del Metrobús. El miedo a no saber querer a quienes nos quieren, a que no sepan querernos quienes queremos. La memoria de los que ya no están para compartir la mesa, de los que quizá en un tiempo no demasiado largo no van a estar.

Y es ese miedo a la pérdida lo que desata –quizá- el mecanismo de la distancia interior que nos ataca a veces. Cuando una extiende la mano y acaricia, como si la caricia se quedara flotando. Cuando una mira en una exposición una fotografía extraordinaria y se echa hacia atrás, porque no puede con ella. Como si ese miedo que nos lleva a protegernos colocando el imaginario cristal en medio, fuera el miedo a un caos muy concreto: que nos desborden nuestras emociones. Tenemos palabras, por suerte. Palabras que acomodan la tiendita de abarrotes. Hay que elegirlas con cuidado: desempolvan, deshollinan, pulen,  sacan brillo. Nos llevan hacia los otros, las palabras. Hacia una/o misma/o. Las palabras.

María Izquierdo.Una muchacha a su lado acomoda como puede su bolsa gigante. Trae de esos guantecitos que dejan la mitad de los dedos de fuera. Se frota y frota las manos.  ¿Cayetana estará proyectando en ella su propio miedo, o ese miedo que siente que le llega no es el suyo? Sino el de ella, su vecinita de silla en el Metrobús. “Qué bonitos tus guantes”, le dice.  “Los tejió mi tía que es como mi mamá”. Le llegaron de Guatemala sus guantes, de la zona de El Petén.  Le llegaron de regalo por las fiestas de navidad.  
María Izquierdo.
Cayetana reconsidera la navidad. Quizá no es una experiencia tan amenazante a pesar de su carga de “¿y si mis emociones se desbordan?”. “¿Y si no logramos estar juntos?”. “¿Y si no logramos estar juntos aún cuando estemos juntos?”. La muchacha se llama Zúrica y va a presentar su examen final. Quiere trabajar en un salón de belleza. Lo que más le gusta es el manicure, colocar uñas de acrílico. Decorarlas. Tiene un niño pequeño, allá, en El Petén.

Cayetana siente de golpe que quiere ser la tía de esa chamaca, la tía que es “como su mamá”. Siente que la escucha y deja de tener miedo porque tiene que asegurarle lo bien que le va a ir en su examen. El futuro salón de belleza. El cafecito para las clientas. Las uñas con florecitas y dibujos geométricos. Los viajes de Zúrica para ver a su tía y a su hijo. Cuando Cayetana tiene que despedirse la muchacha le da las gracias. Agita su mano. Tan dulce, tan sola, tan confiada. No sabe ella lo que acaba de regalarle a Cayetana: el corazón que se estruja, la tiendita de abarrotes que se ordena en el interior. Los panecitos de nata. Esa mesa de madera del desayuno en la que siempre estarán todos –de alguna manera- “bajo el mismo techo”.

A veces una/o tiene miedo de sentir. A veces. Miedo de sentir “de más” y quedarse desprotegida/o. Quedarse a la intemperie. Es la misma ardilla disfrazada de  tantas ardillas e invadiendo el balcón.  Pero  surgen esa cantidad de bondades que ofrece la vida: la confianza que otro ser humano coloca en una/o, por ejemplo. Constatar que una/o abraza y recibe abrazos a pesar de los miedos,  los caos imaginarios,  los malos sueños.

Cayetana pensó en su hijo Santi, el que se fue hace pocos meses, y en una señora en un hotelito de aquella ciudad nueva: cuando supo que era extranjero y estaba solo, comenzó a invitarlo a desayunar con ella: su café con leche y sus bollitos.  No fue una invitación expresa,  cada vez le decía: “Hasta mañana. Ya verás que cuando comiencen tus clases encuentras amigos. Hasta mañana”.

Entonces una/o aterriza en su reunión de las nueve de la mañana, y escucha y hasta toma la palabra cuando toca. “Me tardé por el tráfico y la distancia”, dice una compañera cuando llega.  Cayetana sabe que una vez que venció su miedo puede mirarla a ella, mirar. Escucharla a ella, escuchar.  Sabe que si camina sus distancias con respecto a ella misma, camina la distancia que –a veces- puede separarla de los demás. Y viceversa. “Hasta mañana, queridas/os mías/os”, se dice Cayetana. “Los que están en cualquier lugar de este mundo en donde estén, y los que ya no están en ningún lugar del mundo conocido. Hasta mañana”.

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