Y el análisis del sacerdote (jesuita) David Fernández, Rector de
la Universidad Iberoamericana: “Postura de jerarcas, ¿cristiana?”
“San Pablo, uno de los fundadores de la Iglesia, rechazó tajantemente
las prácticas homosexuales porque van contra la naturaleza y son una
infamia de hombre a hombre”.
Semanario “Desde la fe”.
¿En qué consistirá la “infamia” en una relación libre y consensuada?
¿cómo el amor puede reducirse a un asunto de genitales, “cavidades” e
“infecciones”? Los argumentos - tan reductores de la subjetividad humana
– que ahora se alinean contra el matrimonio para todos no tienen nada
de novedosos, y no me refiero a épocas tan remotas como las palabras de
san Pablo: desde niña escuché hablar de “la concupiscencia de la carne”,
fui educada en la religión católica. Por aquel entonces el matrimonio
para todos era un tema más allá de lo inimaginable, y no sólo: la
homosexualidad era negada, reprimida, castigada. La homosexualidad
implicaba la renuncia a una vida amorosa, o su clandestinidad. ¿Y la
sexualidad heterosexual? La jerarquía católica continua prohibiendo el
uso de anticonceptivos, aunque la mayoría de las personas católicas
elijan hacer uso de ellos. “Libertad de consciencia”, se llama.
Cuando estudié en la escuela de religiosas, las relaciones sexuales
“fuera del matrimonio” se reducían (y continúan reduciéndose desde el
discurso de la jerarquía) a un mero asunto de “concupiscencia” y
“carne”. Según el Diccionario de la Real Academia: “En la moral
católica, deseo de bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado
de placeres deshonestos”.¿Qué significa “desordenado” y qué
significa “deshonesto?” La cantidad de fantasmas oscuros y obscenos que
se desatan ante la expresión: “concupiscencia carnal”, porque nada más
para comenzar, si bien una está hecha también de “carne”, una no es
“carne”.
En términos simbólicos no es lo mismo “la carne”, que “la piel”. Ni
la “concupiscencia”, que el amor y el deseo. Las palabras de la
jerarquía son claras: la única manera de humanizar una relación amorosa
(cualquiera que esta sea) es el matrimonio católico. Aunque la relación
sea pésima. Nunca entendí lo que me explicaban entonces, porque aquello
hablaba de un horror generalizado al placer y a la libertad de
elegir, y de una aprehensión de lo humano reductora y desprovista de
generosidad y de bondad.
No se trataba de reflexión, sino de obediencia. No se trataba
de elección, sino de obligación. No había hacia dónde moverse:
obediencia o castigo. No había un más allá de aquellas columnas del Non plus ultra que
terminaban llamando a la negación de todas las diferencias y
convirtiéndonos en jueces y perseguidores de la vida de los otros. Nos
sobraban adjetivos para descalificar a cualquiera que no se sometiera a
las reglas. A nadie le importaba detenerse a pensar si “las reglas”
eran justas o no. Eran “las reglas”, y desde ellas cualquier crueldad
estaba permitida puesto que éramos nosotros quienes detentábamos la
única verdad verdadera. El amor con sexualidad incluida fuera del
matrimonio nos llevaría derechito al castigo. La sensualidad sin fines
reproductivos, aún dentro del matrimonio, también. Ese discurso que
reduce la subjetividad de manera tan brutal, no puede sino agudizarse
hasta el delirio ante el amor entre personas del mismo sexo. Los más
siniestros y vulgares fantasmas se desatan.
La jerarquía católica insiste, y supongo que es su chamba, aunque las
iglesias se vacíen. Y quizá –entre otras cosas- las iglesias se vacían
porque cada vez más personas rechazamos que nos impongan – en la amenaza
y el castigo – aquello que nos humaniza. Me niego a reconocerme en esa
“carne” de la que me hablan, desprovista de compromiso y de emociones.
En esos fantasmas orgiásticos y absurdos inscritos (para la jerarquía
católica) en todo amor que no se someta a sus imposiciones y a sus
rituales. No es indispensable la amenaza del diablo y del infierno para
intentar construir una vida ética, amorosa y respetuosa del derecho de
las personas. Nada que cuestionar – hasta de más está decirlo – a
aquellas personas que eligen seguir su religión apegadas a las palabras
del Vaticano. Nada que cuestionar si elijen casarse, reproducirse,
abstenerse, renunciar a todo lo que elijan renunciar, seguir paso a
paso los rituales de una iglesia que aceptan y aman en tanto que
intermediaria de dios en la tierra. Pero la ética de vida de millones
de personas en este mundo, no depende de esa “intermediación”.
¿La iglesia católica no acepta el matrimonio religioso entre personas
del mismo sexo? ¿Para la jerarquía católica el matrimonio sólo puede
suceder entre un hombre y una mujer porque no existe otra forma de amor
que le parezca “legítima”? Su palabra está dicha, sus feligreses son
libres de seguir sus enseñanzas. Pero el debate que ha tenido y tiene
lugar en México y en el mundo, no es si las parejas del mismo sexo
tienen derecho o no, al matrimonio religioso, debate que sería
interesante, pero que tendría lugar del umbral de la religiosidad hacia
adentro: los territorios de la iglesia. Cuando hablamos de matrimonio
civil entre personas del mismo sexo en un Estado laico, nos movemos en
un territorio muy distinto: el de los Derechos de las personas. Y si el
Estado Mexicano no fuera laico, el punto sería exactamente el
mismo (aunque correríamos muchos más riesgos de ser avasallados por la
omnipotencia): Los derechos de las personas.
El amor es una vivencia esencial en la salud emocional de las
personas. No puede hablarse de “amor” sin que incluyamos de inmediato
la empatía. La empatía es la posibilidad de sentir con otro,
escucharlo, respetarlo. Nada menos empático, nada menos amoroso que
reducir a las personas. Descalificarlas, convertirlas en seres de
cartón. Los seres humanos no somos nuestra genitalidad, que dos hombres
se amen, porque por fortuna el amor sucede, y se deseen sexualmente,
porque por fortuna el deseo sucede, jamás será un mero y vulgar asunto
de oquedades y penetraciones. ¿A quién se le ocurre? ¿acaso eso somos
las personas? ¿cuál es la carga inconsciente en un discurso que le da
vueltas anatómicas al amor concentrándose en el ano? Cuando se refiere
al amor entre hombres, y en la vagina, cuando habla del amor
heterosexual. ¿Alguna mujer ama con su vagina? Nada se dice del
clítoris, por cierto. ¿No es curioso? En ese punto exacto de
la meticulosa descripción el texto publicado en el Semanario “Desde la
fe” se detiene. De súbito tan pudoroso. Al parecer el clítoris no forma
parte de ninguna forma de amor. Quizá porque el pobrecito es “sólo”
orgásmico.
¿Alguien arrastra a las personas (que eligen seguir las enseñanzas de
la iglesia católica) hacia los juzgados, para que firmen matrimonios
civiles entre personas del mismo sexo? ¿por qué la familia católica
tradicional temblaría ante otras formas de familias? ¿tan poco sólidos
son sus cimientos? ¿por qué para existir necesitarían que las
diferencias no existan? ¿por qué la libertad de otros de amarse a su
específica manera cuestiona la suya? ¿por qué la dificultad de
aprehender que más acá, o más allá de la moral religiosa, existen otras
maneras de imaginar, trabajar y construir una ética de vida?
El problema no es que la jerarquía vaticana tenga sus reglas y para
sus feligreses sea la palabra de dios en directo, o su interpretación.
El problema es la dificultad de la jerarquía católica para aceptar que
esas “verdades absolutas” que son suyas, son sólo suyas y de quienes
elijan cobijarse en ellas. Nada que ver con los demás. Y existe el
Estado laico, para recordárselos, y la convicción de cada una de los
millones de personas que creemos en los derechos fundamentales, sin que
nos parezca indispensable creer en el demonio y en el infierno para
respetarlos. Parafraseando a Borges: “que nos una el amor y no el
espanto”.
El periódico Reforma publicó hace unos días un análisis del sacerdote
jesuita David Fernández, Rector de la Universidad Iberoamericana:
“Postura de jerarcas, ¿cristiana?” Comparto el enlace a su texto, porque
es una lección de amor y de empatía. Ese amor que humaniza los anhelos
de los otros, que se detiene a escuchar. El amor – también sexual
- entre personas del mismo sexo desde las palabras de un hombre de
fe. Van dos párrafos (y el enlace debajo):
“Algo que tiene que entender la Iglesia a la que pertenezco es que,
mientras queramos seguir siendo cristianos seguidores de Jesús, debemos
respetar a las personas gays y lesbianas… Muchos sacerdotes y
dignatarios eclesiásticos, siguiendo la postura oficial de la Iglesia,
afirman que ser homosexual no es pecado; pero al mismo tiempo preconizan
que los homosexuales no deben practicar su homosexualidad, y los
exhortan a abstenerse. Esto para mí es muy difícil de entender.Esa misma
Iglesia que llama a la abstinencia postula que el celibato y la
castidad son dones de Dios. Es decir, que no se pueden forzar: a unos
los da y a otros no. ¿Todas las lesbianas y personas transgénero u
homosexuales tienen el don de la castidad? Probablemente alguna de las
dos posturas que sostiene la Iglesia debe estar equivocada. Obligar a
algo que es un don, ¿es posible?”
“Muchas veces, delante de Dios me he hecho esa y otras preguntas y
admito que me siento confundido. ¿Podrá el Dios revelado por Jesús, el
Dios de la misericordia, de la ternura, de la liberación, de la
solidaridad, nuestro buen Padre Dios, exigirle obligatoriamente a un
joven que nació homosexual o lesbiana que guarde un celibato impuesto
hasta el día de su muerte? Y luego me pregunto de nuevo. ¿Podría ese
Dios que es Padre y Madre buenos, ese Dios bondadoso y benévolo, exigir a
un joven o una joven que nacieron distintos, que nunca, en toda su
vida, tengan una pareja y expresen hacia ella su amor?”
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