4/09/2017

El largo siglo XX de México



Ilán Semo
Si en la actualidad recordamos el 5 de febrero de 1903 como el día en que el magonismo anunció, desde el balcón de los talleres de El Hijo del Ahuizote, el principio del fin del régimen de Porfirio Díaz, no sólo es por lo acertado de aquella intuición, sino por la precisión de su formulación. La imagen es célebre. Los miembros de la redacción del periódico aparecen sosteniendo un estandarte con la leyenda: La Constitución ha muerto... Se trataba de la discusión en torno a la Constitución de 1857, en los años en que el gobierno de Díaz era acusado crecientemente de apartarse de los principios constitucionales e instaurar una dictadura abierta. El libro de Emilio Rabasa, La Constitución y la dictadura, cifra otro de los perspicaces testimonios de la época. Una vez más, al igual que en 1824, 1836 y 1857, el colapso de un régimen político entero se avizoraba como una crisis constitucional.
No fue hasta el año de 1914, con el derrocamiento de Victoriano Huerta, que esta crisis estalló por completo. Su resultado se tradujo, una vez que las tropas de Álvaro Obregón y Venustiano Carranza derrotaron a los villistas y desterraron del Congreso Constituyente a los zapatistas, en la promulgación del texto de 1917.
Si algo distingue al siglo XX mexicano del siglo XIX es, entre otros muchos rasgos, la longevidad de la Constitución que fijó muchos de los paradigmas políticos de un siglo que, en 2017, se niega todavía a morir. Vista desde la perspectiva de su historia, la Constitución de Querétaro llega a sus 100 años de vida (¿cuántos más le esperan?) como un texto maltrecho, ataviado de contradicciones, agobiado por la ambigüedad y entrecruzado por zonas grises e indeterminadas cada vez mayores. Y su condición actual ha alcanzado tal grado de barroquismo sólo comparable al de los altares de las iglesias de Puebla, donde las formas se sobreponen una sobre la otra hasta inhabilitar por completo cualquier intento de interpretación.
El texto original alberga no sólo una, sino una multitud de utopías que fijaron, durante medio siglo, acaso hasta 1968, los sueños y las esperanzas de construir una sociedad que se guiara por los extraños principios que la rigen. Sueños y esperanzas hechos a un lado, primero, por la emergencia del régimen corporativo en los años 40 y, más tarde, por las transformaciones neoliberales de los años 90. Es difícil encontrar a alguno de sus artículos originales que no haya sido mutilado y desfigurado para legitimar en un inicio la formación de un partido único de Estado y, en las pasadas tres décadas, la conformación de una poliarquía –incluso una oligarquía– parlamentaria, cada vez más alejada de los principios elementales de la convivencia democrática.
La pregunta reside acaso en el asombro de qué es lo que la mantiene aún con vida, o al menos como un texto cargado ya de una pura dimensión simbólica. Es una interrogante complejísima. Pero hay una práctica que se repite una y otra vez desde los años 40, y que acaso responde a su actual y abigarrado barroquismo.
Cada una de las presidencias que se sucedieron desde 1940 encontró en el terreno constitucional un campo idóneo para unificar o intentar unificar la acción del Estado en torno a las políticas de cada administración. Las modificaciones constitucionales –que suman más de 500– se suceden frecuentemente como señuelos para marcar los paradigmas de las circunstancias y, con frecuencia, contradecir los de la administración anterior.
La era reciente de las reformas estructurales –a las que más atinadamente habría que definir como contrarreformas estructurales– llevó esta práctica al grado de la risa, el oxímoron... y la muerte. Tómese tan sólo como ejemplo la recientemente fallida reforma educativa. ¿En qué cabeza cabe introducir el principio de evaluación educativa como parte del texto constitucional en vez de crear simplemente un reglamento o un código especial? Sólo en quien está convencido de que el único recurso con el que cuenta es la fuerza del Estado para imponerla a la sociedad. O la reforma energética, que canceló la joya de la corona, el artículo 27, tan sólo para negociar unas cuantas (y probablemente imaginarias) inversiones.
Para que la cuña apriete tiene que ser de la misma madera. Por el mismo principio que hace del texto constitucional un menú abierto a las necesidades y necedades presidenciales, a partir de 2018 algunas (y no pocas) de las reformas estructurales podrían estar en vilo. Todo depende, por supuesto, de quién gane la elección presidencial. De ahí la dimensión de los días álgidos que están por venir.

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