Hay polarización en el país, pero es necesario diferenciarla en dos ámbitos.
En el ámbito de la opinión pública existen segmentos polarizados a
partir de estereotipos. En uno, todo lo que haga Andrés Manuel López
Obrador conduce inexorablemente al debilitamiento de la democracia. En
otro, toda crítica al actual gobierno proviene de los enemigos de la
transformación. Se trata de minorías intensas, porque en el espacio
público predominan la posiciones matizadas y sustentadas a menudo en
argumentos y no en prejuicios. Aun así las posiciones extremas
contaminan el espacio necesario que podría llevar a sólidas
deliberaciones públicas que, sobre todo, reconozcan la otra
polarización.
En el ámbito de las sociedades locales –urbanas y rurales– ocurre una
verdadera polarización social, cuyas expresiones externas son los
linchamientos, los ataques armados a comunidades, las guardias de
autodefensa, las agresiones entre alumnos, la población desplazada por
la violencia y los incidentes cotidianos de agresión individual en
calles, bares y estadios deportivos. El hilo conductor es la
constatación de la ausencia del Estado y el recurso a la justicia por
propia mano. Estas expresiones espontáneas culminan en explosiones
violentas y luego se disipan ante la debilidad de mecanismos de
intermediación política. Pero ahí está concentrada la gran acumulación
de enojo y rabia que habita en nuestro país.
En mi entrega anterior señalaba que el gobierno de López Obrador
enfrentaba cuatro tipos de restricciones. En esta me refiero a la cuarta
restricción que tiene que ver con el Estado, sus burocracias, sus
aparatos, en donde predomina la fragmentación y la captura de distintas
franjas por poderes fácticos.
Casi toda la conversación pública en semanas recientes se relaciona
de distintas maneras con la debilidad, las deformaciones y las ausencias
del Estado. El tema de la reforma del Estado es clave, porque sin ella
difícilmente se podrán implementar muchas promesas de campaña de López
Obrador o de las contrapuestas de la oposición, expertos, académicos o
diversos tipos de agrupamientos. Este debiera ser el espacio
privilegiado para la construcción del andamiaje de la deliberación.
La reforma del Estado generalmente transita por dos vías: desde el
Estado mismo producto de élites ilustradas que la realizan de manera
preventiva frente a grandes o potenciales rupturas sociales. O, por otro
lado, desde los arreglos institucionales negociados con actores
sociales.
La primera reforma desde arriba, rápida, quirúrgica, elaborada casi
desde un laboratorio del poder, a menudo desemboca en exclusión e
improvisación. Otra, dado que su aspiración es de amplia inclusión, es
gradual, sin dejar de atender los problemas urgentes y con momentos de
transformaciones profundas.
La reforma del Estado en democracia requiere acumulación de energía
social, impulso al desarrollo de actores sociales locales, regionales y
nacionales, evidencias empíricas sólidas que sustenten diagnósticos y
políticas.
Por lo pronto propongo algunos textos que, me parece, pueden iluminar
esta construcción de la deliberación. Uno se refiere a la coyuntura
actual del país. Es el texto elaborado por varios amigas y colegas: La construcción política de la confianza,
del Instituto de Estudios de la Transición Democrática (IETD, 2018).
Por otro lado, el mejor análisis a mi juicio de los peligros que
enfrenta la democracia, por Nadia Urbinati ( Democracy disfigured,
Harvard Press University, 2014), que encuentra tres deformaciones de la
democracia contemporánea: la impolítica o antipolítica, la populista y
la plebiscitaria. Finalmente, el texto más reciente del gran historiador
económico Adam Tooze ( Crash, Editorial Crítica, 2018), que
narra minuciosamente cómo ocurrió la crisis de 2008 y sus múltiples
impactos en el mundo contemporáneo.
Twitter: gusto47
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