7/02/2019

Siete meses después, Palacio Nacional es el epicentro de la nueva clase política

Un año de la 4T


En síntesis, Palacio Nacional recuperó su condición de sede del Ejecutivo; es ahí donde el presidente se reúne con los grupos que fueron borrados de la agenda pública por sus antecesores, como los familiares de personas desaparecidas y con el magisterio disidente.
También en ese lugar se realizan las conferencias de prensa matutinas que constituyen uno de los ejes de interacción con la sociedad. Desde ese recinto, con el peso de su investidura, el político que por décadas fue sujeto de campañas de denostación, tilda de hipócritas a las firmas calificadoras internacionales que dudan de la viabilidad de su proyecto económico, arremete contra sus adversarios conservadores beneficiarios de un neoliberalismo corrupto y rapaz, critica los contratos leoninos en el sector energético pactados con grandes consorcios, pone en entredicho la función de los organismos autónomos y responde a los críticos a quienes llama fifís.
Desde su toma de posesión el ritmo que ha seguido es frenético. Su estilo personal de gobernar no olvida la arenga en las plazas públicas. Bajo el eufemismo de asambleas informativas para dar a conocer los alcances de sus programas sociales, López Obrador no abandona su trajinar por el país a ras de tierra, para insistir en su condena contra los miles de millones de pesos que se robaban los funcionarios públicos o se gastaban en lujos versus los miles de millones de pesos ahora destinados a los sectores populares.
Entre las plazas y el Salón Tesorería –donde se efectúan sus conferencias–, el Presidente destina buena parte de su tiempo a propagar su nueva visión de la gestión pública y la reorientación de las prioridades. Casi obsesivamente el mandatario fija un objetivo central: revertir el histórico rezago del sureste que arrastra pobreza y marginación tras décadas de abandono de los gobiernos neoliberales.
Es el tiempo del sureste y en esa lógica, López Obrador enfoca sus tres grandes proyectos estratégicos en esa región: el Tren Maya, la construcción de la refinería en Dos Bocas, Tabasco, y el tren transístmico.
En la lógica discursiva presidencial el neoliberalismo es la caja de Pandora de todos los males que padece al país: la inseguridad, con los miles de desaparecidos y ejecuciones que aún ahora se registran, la corrupción como un cáncer que corroe prácticamente cada rincón de la administración pública, los rezagos en el sector educativo, la crisis en salud, la caída en la producción petrolera y el saqueo de Petróleos Mexicanos.
Reivindica y alienta el debate público al que considera parte esencial de la democracia. Por eso lo alienta desde Palacio Nacional para discutir los asuntos públicos, justificar decisiones y rebatir a sus críticos. A López Obrador no le incomoda aunque sus opositores sostienen que esta actitud fomenta la polarización política y social sobre la problemática nacional.
Y en ese empeño de dirimir y hacer cada vez más públicos los asuntos públicos no se detiene en exponer sus desacuerdos, lo mismo con sus adversarios conservadores que con el radicalismo de izquierda que para él se asemejan en temas como la reforma educativa o la culminación de la termoeléctrica de Huexca.
El primer mandatario tampoco tiene empacho en deslizar su inconformidad con el trabajo legislativo. Por ejemplo, al referirse a los términos en que la Cámara de Diputados aprobó la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional sostuvo: no estoy satisfecho. Lo mismo ocurrió hace unos días cuando aludió a la negociación en el Senado para sacar la Ley de Austeridad Republicana.
No lo sobresaltó la polvareda que armó su determinación de borrar de un plumazo –en este caso un memorándum– la reforma educativa de Enrique Peña Nieto, muchas semanas antes de que el Congreso abrogara sus normas.
A grandes rasgos, son las características de la nueva era política que comenzó hace siete meses con la clausura de Los Pinos como sede del poder presidencial.

 Periódico La Jornada

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