4/05/2010

García Luna: la prueba de fuego

John M. Ackerman


Dos años y 5 mil muertos después de haber iniciado el Operativo Conjunto Chihuahua, Felipe Calderón finalmente ha aceptado la triste realidad del fracaso de su estrategia de militarización de la seguridad pública. Este mismo lunes, el general Guillermo Galván entregará a Genaro García Luna el mando en Ciudad Juárez y con ello dará inicio el relevo paulatino de los soldados que patrullan las calles de esa ciudad por agentes de la Policía Federal (PF).

El tiempo ha demostrado que los militares ni saben ni pueden ni quieren convertirse en policías preventivos. Hace dos semanas, Janet Napolitano tuvo un momento de lucidez cuando afirmó que las fuerzas castrenses no han ayudado en nada a resolver la grave crisis de esa ciudad fronteriza. Ciudad Juárez es hoy un caso ejemplar a nivel internacional del craso error que significa la implementación de una estrategia que solamente ha provocado mayor violencia, impunidad y corrupción.

Sin embargo, el cambio de chalecos olivos por chamarras azules no resolverá el problema por sí solo. El fracaso en la lucha contra el crimen organizado ha sido principalmente una derrota de la policía federal, no de las fuerzas armadas. La propaganda oficial busca vender la idea de que la PF está integrada por un conjunto de robocops armados hasta los dientes, con conocimientos sofisticados en inteligencia criminal e intachable honorabilidad. Pero los resultados desnudan una realidad totalmente distinta.

El 21 de agosto de 2008 se firmó el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad en Palacio Nacional. En este documento la clase política prometió lograr la depuración y fortalecimiento de las instituciones de seguridad y procuración de justicia. Específicamente, los políticos se comprometieron –para cumplir en un plazo máximo de un año– a perfeccionar los mecanismos de reclutamiento, selección, capacitación, promoción y retiro de los elementos de las instituciones policiales del país, así como a crear un modelo nacional de evaluación y control de confianza

Hoy, sin embargo, no existe ningún indicador palpable que nos permita entrever que la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) haya podido cumplir con estos ambiciosos objetivos aun con el abultado presupuesto de 32 mil millones y más de 40 mil servidores públicos en activo durante 2009. Los exámenes de control de confianza han resultado ser un fiasco y la capacitación especializada que supuestamente reciben los policías federales no ha tenido impacto alguno en su efectividad.

Habría que exigirle al gobierno que nos informe a la ciudadanía respecto del perfil exacto de los agentes que a partir de ahora se encargarán de la seguridad pública en Ciudad Juárez. ¿Serán nuevos reclutas ingresados por conducto del nuevo sistema o ya cuentan con algunos años dentro de la PF? ¿Dónde y en qué trabajaron antes de su ingreso a la PF? ¿Qué tipo de capacitación tienen? ¿Qué calificaciones han recibido en los exámenes de control de confianza y en las evaluaciones a su desempeño? ¿Han recibido algún entrenamiento especial en derechos humanos y en las responsabilidades de los policías municipales? ¿Qué mecanismos de vigilancia y monitoreo se implementarán para evitar el abuso de autoridad?

La sospecha es que los nuevos policías son los mismos de siempre, o incluso militares vestidos de policías, y que funcionarán de acuerdo con el mismo modus operandi, participando en la corrupción y solapando la impunidad. El gobierno tendría que aportar tanto datos duros sobre sus nuevos cuadros como resultados concretos a corto plazo en Ciudad Juárez para convencer a una ciudadanía inteligentemente escéptica de que ahora sí las cosas serán diferentes.

De lo contrario, García Luna tendría que presentar su renuncia de manera inmediata. El secretario ha tenido tres largos años para armar un cuerpo policiaco federal supuestamente profesional y capaz. Si sus superpolicías no pueden siquiera pacificar una ciudad de 1.3 millones de habitantes, habrá llegado la hora para el cambio. Parece que ya nadie recuerda las palabras de Alejandro Martí en el acto de firma del Acuerdo Nacional: Si no pueden, renuncien.

Pero más allá de quién patrulla las calles o responde a las llamadas de emergencia, lo realmente importante es la investigación y persecución penal de los delitos. Aquí también el Acuerdo Nacional fijó un compromiso específico: establecer un sistema nacional de desarrollo de ministerios públicos antes del 21 de agosto de 2010. Lamentablemente, una vez más no hay evidencia de que se haya avanzado hacia esta meta. La mayoría de nuestros ministerios públicos siguen sin la formación, la disciplina o la independencia necesarias para romper con el ciclo vicioso de la impunidad.

El retorno de las tropas a los cuarteles constituye un avance importante con respecto de la legalidad de la mal llamada guerra de Calderón en contra del narcotráfico. Sin embargo, el trabajo difícil apenas se inicia. Habría que fijar metas precisas, evaluar el desempeño de los policías federales de manera objetiva e independiente, así como llevar la rendición de cuentas hasta sus últimas consecuencias.

La visita


Carlos Fazio

La primera reunión extraterritorial del gabinete de guerra de la administración Obama-Clinton, aquí, el pasado 23 de marzo, abrió una nueva fase en el plan de absorción política y militar de México, plasmado en la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005) e instrumentado en la Iniciativa Mérida (2007), como brazo operativo de las grandes corporaciones estadunidenses que quieren apoderarse de los recursos geoestratégicos del país.

Para que no quedara ninguna duda, después de la visita el embajador de Estados Unidos, Carlos Pascual, experto en situación de crisis y estados fallidos, exhibió su papel de procónsul, cuando en entrevista con Televisa dijo sin tapujos que la actual estrategia militar de Felipe Calderón la hemos diseñado los dos juntos. La afirmación genera interrogantes acerca de si se trata de una estrategia fallida, como afirman muchos, o si el plan estadunidense consistía en generar un estado de caos y violencia reguladora irracional, en el contexto de una política contrainsurgente, para colocar a México en una fase de colombianización y, de paso, debilitar y desgastar a las fuerzas armadas mexicanas para penetrarlas y subordinarlas aún más a los lineamientos del Pentágono.

La sesión relámpago en México del gabinete de seguridad estadunidense tuvo como misión salvaguardar los intereses patrióticos, geopolíticos y rentables del imperio. Vinieron, giraron órdenes e instrucciones a los personeros nominales del Estado cliente denominado México y se fueron. Combinando el poder duro y blando, aprovecharon al máximo la corruptibilidad y las vulnerabilidades e incompetencias de los administradores bananeros del país –al servicio de una clase política y económica en relación simbiótica con la economía criminal–, que ya no controlan parte del territorio nacional.

La aparición en bloque de los halcones de Wa-shington fue el mensaje. Un mensaje público de espaldarazo a un régimen en extremo débil. ¿Pero un mensaje a quién? ¿Qué sabrá Washington que los mexicanos no sabemos, y que lo obligó a mandar a sus pesos pesados para impedir o postergar la caída de Calderón? Porque para anunciar el giro social de la guerra bastaba con enviar a la cara amable del imperio, Hillary Clinton, y seguir utilizando las formas encubiertas de la dominación vía sus agentes clandestinos en México.

A corto plazo nada sabremos de la agenda oculta de Washington. Lo divulgado antes, durante y después de la visita fueron simples cortinas de humo distractivas. Como tantas veces antes, hicieron un uso consciente de los medios como difusores de la estrategia de propaganda de guerra estadunidense. Por razones tácticas o de oportunidad, postergaron el anuncio sobre la institucionalización de la Oficina Binacional de Inteligencia (OBI), ubicada en algún punto secreto del Distrito Federal, desde donde operan hace casi un año expertos de inteligencia del Pentágono, la CIA, la DEA, la FBI y otras agencias estadunidenses, en coordinación con el embajador Pascual. La propia Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Interior, reconoció en un programa de la Radio Pública Nacional (NPR, por sus siglas en inglés) que a pedido de Calderón miembros del Ejército de Estados Unidos trabajan en forma limitada en México, poniendo a punto técnicas de inteligencia militar utilizadas en Irak y Afganistán (y antes en Colombia), en el marco de una guerra que según el jefe del Comando Norte de Estados Unidos, general Víctor Renuart, se prolongará 10 años.

Así como la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy fue el brazo social de la contrainsurgencia que en los años 70 derivó en la Doctrina de Seguridad Nacional que introdujo el terrorismo de Estado en varios países del área, la nueva fase de militarización de México combinará el control territorial y social (guerra sucia urbana) con esporádicas acciones de inteligencia operativa y financiera para golpear de manera selectiva a algunos cárteles de la economía criminal.

En realidad, con la excusa de combatir a la delincuencia organizada, se aplican las directrices básicas de la guerra de baja intensidad, que combina labores de inteligencia, acción cívica, guerra sicológica y control de población. Esa doctrina cambia la naturaleza de la guerra, la hace irregular y la convierte en un embate político-ideológico. Se trata de un conflicto prolongado de desgaste, no convencional. El centro de gravedad ya no es el campo de batalla per se, sino la arena político-social.

En la nomenclatura militar, el concepto de operaciones sicológicas está relacionado, generalmente, con objetivos y herramientas que buscan influir en la conducta de la población civil, del enemigo y la propia fuerza. La guerra sicológica trata de explotar las vulnerabilidades del enemigo y sus bases de apoyo: miedos, necesidades, frustraciones. El terror paralizante (la tortura y las ejecuciones paramilitares propias de la guerra sucia) se utiliza como un instrumento político de control de las mayorías, que busca generar dependencia, intimidación e incapacitar toda proyección hacia el futuro de manera autónoma.

La propaganda (empleo deliberadamente planeado y sistemático de temas) es consustancial a la guerra sicológica, que mediante la sugestión compulsiva y técnicas afines busca alterar y controlar opiniones, ideas y valores, y en última instancia cambiar las actitudes según líneas predeterminadas. Las distintas tonalidades de la propaganda bélica (blanca, gris y negra) persiguen el ocultamiento sistemático de la realidad para imponer la verdad oficial, distorsionando o falseando datos, o bien inventando otros. Así ocurrió con los juvenicidios de Ciudad Juárez, la ejecución ejemplar de Beltrán Leyva en Cuernavaca, el asesinato de los dos estudiantes del Tec de Monterrey y en el caso del presunto narcomenudista capturado, torturado y ejecutado en Santa Catarina, Nuevo León.

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